Ruidosos

-Lo primero que recuerdo eran los perros, le dijo al psiquiatra. Al pasar por enfrente de la casa, unos aullaban, otros ladraban o gemían…
-¿Y usted cree que notaban alguna presencia? –Interrumpió el psiquiatra-.
Gabriel miró al doctor fijamente. Debía de volver a contar la historia. Sino, aquella crisis nerviosa le acabaría llevando a la tumba. Respiró hondo y continuó.
-Sin duda, no puede negar que es un fenómeno curioso, el que los perros muestren esos comportamientos al pasar por un determinado lugar. –Gabriel se detuvo un momento-. No me di cuenta hasta que llevaba unos días allí, y asomado a la ventana, del que fue el cuarto de mi madre, observé aquel extraño fenómeno en los animales.
-Que sea extraño, no quiere decir que sea sobrenatural.
-Muy cierto. Pero antes de sacar conclusiones, deje que le cuente mi historia.
Gabriel apoyó la cabeza sobre el respaldo de la cómoda, cerró los ojos, y comenzó su relato.

Mi madre había muerto la semana anterior. En su testamento me dejó la casa, y el resto de sus bienes los cedió a la beneficencia. Mi sueldo no era gran cosa, así que si me mudaba a casa de mi madre, podría ahorrarme el dinero de la renta del apartamento.
No le di importancia al asunto de los perros entonces. Tampoco a lo que yo creía, eran despistes míos, tales como dejar los cerrojos de las puertas abiertos, o las luces de la casa encendidas. No sentía más miedo, que el de la compañía de la soledad en una gran casa vacía.
Fue una noche que invité a mis amigos a cenar, cuando entre bromas sobre lo sucedido, despertaron la idea en mi cabeza de que la casa no estuviera tan sola como creía. Resultó que, estando todos en el salón, se escuchó un golpe procedente del piso de arriba. Parecía que de mi colección de canicas, que guardaba desde la infancia, una se había caído por inercia, haciendo el ruido característico de una bola al botar en el suelo. A los pocos minutos cayó otra, y cada vez eran más seguidas unas de otras. Fueron cayendo al suelo una a una, hasta causar un ruido realmente angustiante. Subimos todos juntos, yo agarraba con fuerza el atizador de la chimenea. Pero al abrir la puerta, sentí más miedo que alguien que hubiese esperado encontrarse con un ladrón. Todas las canicas estaban inmaculadamente puestas en su sitio. Para cualquier persona, no es más que una anécdota cualquiera, pero aquella noche yo tendría que pasarla allí, sólo.
Lo siguiente, recuerdo que fueron los muebles. Todas las noches se oía cómo los movían de sitio. Creía que eran los vecinos, en una mudanza ajetreada. Pero una noche reconocí el sonido del taburete metálico que había en la cocina. Cuando bajé a comprobarlo todo estaba en su sitio, pero al volver a mi dormitorio, escuché nítidamente, que alguien descalzo echó a correr detrás de mí. Me volví bruscamente, pero el silencio me envolvió y un frío se adueñó de mi espalda. Aquella noche dormí en el salón.

Cuando pasaron unos meses la situación ya se había complicado, algo me destapaba por las noches, me cambiaban las cosas de sitio, me escondían las llaves de la casa,…. Y una mañana, cuando me levanté, vi una pareja de ancianos sentados en la mesa de la cocina. El hombre me miraba por encima del hombro de la mujer, y cuchicheó algo a la anciana mientras me miraba. La mujer giró ligeramente la cabeza y me miró de reojo. Los ojos de la anciana estaban cargados de rencor. No pude hablar. Me desmayé, y al caer, me golpeé la cabeza con una silla.
Al recobrar el conocimiento allí no había nadie. Llamé a Mery, una amiga que está muy relacionada con todo lo místico. Le conté todo lo que pasaba en aquella casa, mi incidente con los ancianos, mi imposibilidad de mudarme, pues nadie me daba una oferta medio decente a aquella vieja casucha, y bueno, lo de mi despido. No descansaba bien por las noches y me perjudicó seriamente en el trabajo.
Me dijo que debería informarme de la historia de la casa, y de toda la gente que vivió allí. Y luego me propuso la posibilidad de una sesión espiritista, a la cual, me negué en redondo. No quería más vivencias de aquel tipo, y si aquel ritual o lo que fuere, lo empeoraba, no sabría como soportarlo.
No encontré nada fuera de lo normal en los antiguos habitantes de la casa. Ni asesinatos, ni trifulcas. Así que regresé a casa y la puse patas arriba. Pero tampoco encontré nada. Por mucho que me esforcé, pasaron semanas sin hallar una sola pista. Y fue la primera noche que hable con Mery de la posibilidad de acceder a la sesión espiritista, cuando vi aquella figura oscura en el patio de la casa. Era una silueta –una sombra-, que parecía mirar a mi ventana. Avanzó despacio por el patio y desapareció en la entrada de la casa. Segundos después, los perros aullaban.

Mi madre vivió en aquella casa desde pequeña. Como era una casa grande, al casarse con mi padre se quedaron a vivir allí, con mis abuelos y mis tíos. Pero al nacer yo, mis padres se mudaron. Cuando me licencié y me independicé, mis padres volvieron a la antigua casa. Allí permanecieron hasta sus últimos días. Y salvo mi madre, que en contra de su voluntad, murió en el hospital, todos mis familiares perecieron en aquella casa. Pero eran gente honrada y de buen corazón. Tampoco les oí nunca hablar de espíritus. Por lo tanto, no veía otra manera de echar luz en el asunto que comunicándome con ellos.

Mery llevó una cartulina blanca con las letras del abecedario, signos, y algunas palabras sueltas escritas en él. Lo puse en la mesa del salón y me pidió un vaso pequeño. Miguel se ofreció para acompañarnos y ayudar en lo que hiciera falta. Era amigo mío desde la infancia, y aunque no creía demasiado en fantasmas, escuchó que era algo peligroso, debido al estrés que causa la situación. Dejamos la luz encendida y nos sentamos en la mesa. Pusimos el dedo índice sobre el vaso y Mery comenzó a llamar a la gente de la casa. Creo que pasó más de una hora hasta que el vaso comenzó a vibrar, y lentamente, se desplazó hasta la G. He de confesarle, que con las primeras letras, el corazón me dio un vuelco. Lo primero que dijo el ente, fue: Gabriel, tú no debes estar aquí. Le preguntamos durante un buen rato, quién estaba hablando. Pero por lo único que el vaso se volvió a mover, fue al preguntar por qué seguían en la casa. Es por Francisco, dijeron.
Ese nombre no figuraba por ninguna parte en la historia de la casa. Las demás sesiones fueron un fracaso, y lo único que conseguimos fue lo que yo me temía, empeorar las vivencias. La casa se envolvió de un olor a flores podridas, y los ruidos se hicieron más fuertes. Cuando me empezaba a quedar dormido, notaba una mano sobre mi hombro, lo que conseguía asustarme y hacer que no pegara ojo en toda la noche. Pero lo peor de todo, fue una noche que al sacar la basura me dejé las llaves dentro de la casa. Me quedé sentado en los escalones del patio durante un rato pensando a donde ir, cuando de repente, en la esquina del patio vi otra vez la figura oscura. No podía moverme, estaba aterrado. Quería salir corriendo hacia la calle, pero la presión en el pecho se hizo insoportable. La sombra empezó a caminar lentamente en mí dirección, y como si alguien me quisiera proteger –o eso es lo que yo pensaba en aquel entonces-, se abrió la puerta a mis espaldas. Lo más extraño de aquella noche, fue que no le siguieron ruidos ni presencias.

Deduje que había varias personas en la casa. Los ancianos rencorosos, la mano cálida y en las noches más ruidosas, pude distinguir hasta cinco personas. Pero fuera, estaba la figura oscura que parecía amenazar al resto, o eso parecía. No entiendo por qué me protegieron de la figura oscura, pero estaba claro que sí me abrieron la puerta, pudo ser por que corría peligro.

Como estaba escaso de dinero, me vi obligado a vender algunos muebles. La mañana que vinieron a recogerlos, de detrás de un armario, cayó una vieja cartera de cuero. Dentro había viejas fotos de la familia, todas de antes que yo naciera. Me senté en la mesa de la cocina para verlas. Allí estaba mi madre, tan bella y elegante como solía estar, incluso los días de arduas tareas. También estaba mi padre, que a pesar de aquellas viejas fotos, hacía gala de persona jovial y emprendedora. Había también de mi tío Gregorio con mis abuelos. No reconocí algunos rostros, que supongo serían amigos de la familia. Y luego vi una pareja que me resultaba familiar. Dejé la foto sobre el montón y pasé a la siguiente foto. Y fue viendo la foto de la pareja de reojo, lo que mi hizo reconocerlos. Eran los ancianos que vi sentados en esa misma mesa. ¿Serían a caso familiares? Me levanté de un salto para ir en busca del libro de familia cuando la puerta se cerró de golpe, y al intentar abrirla, comprobé que la manivela estaba atascada. Volvió el frío que me envolvió la espalda y los brazos, y todo se llenó de aquel hedor.
Estuve encerrado en la cocina durante dos largos días, hasta que Miguel, preocupado al ver que no contestaba al teléfono, vino a verme. Oí que llamaba a la puerta, y comencé a gritar pidiéndole auxilio. Llamó a un cerrajero para abrir la entrada principal, pero al llegar a la de la cocina, esta cedió sin esfuerzo. Durante esos días intenté echar la puerta abajo. Probé a hacerle un agujero alrededor de la cerradura con los cuchillos que había allí, e incluso intenté desmontarla. Pero era una puerta robusta y antigua y todos mis intentos de liberarme durante dos días, resultaron un fracaso. Sin embargo, cedió ante la llegada de Miguel y el cerrajero.

Me costó una mañana entera hacerme con el viejo libro de familia. Decidí ojearlo con Mery en una cafetería del centro, e intentar relacionarlos con los nombres que aparecían en el reverso de algunas fotografías.
La pareja de ancianos eran Ernesto y Graciela, mis tíos. Solo los vi en un par de ocasiones cuando era niño, pero no conseguía relacionarlos ni con aquellas viejas fotos ni con aquellos tempranos recuerdos. Los demás personajes de las fotografías fueron irrelevantes a excepción de uno, Francisco, otro tío que tuve y que nunca supe de su existencia. Era el menor de los hermanos de mi madre. Sólo aparecía en dos fotografías, pero en las dos estaba sonriendo y muy alegre. Estaba claro que fuera lo que fuera que había en aquella casa, estaba relacionado con mi familia. Esa misma noche, haríamos la última sesión espiritista.

Mery llevó a una vieja amiga de su madre, que fue la que la inicio en el ocultismo. Aunque trabajaba en una humilde lavandería, era popular por su habilidad para comunicarse con los muertos y la videncia. Se sentó en la mesa con las fotografías, y dijo que había tragedia y vergüenza en aquel lugar. Luego se levantó, y colocó algunas figuras religiosas por la habitación. Sacó un frasco con agua bendita y lo dejó sobré la mesa. Después nos ordenó sentarnos y cogernos de las manos.
Apenas dijo unas palabras cuando la puerta de la cocina se abrió de golpe. Di un brinco en mi silla, pero Mery me agarro con fuerza de la mano. Luego se abrió lentamente la puerta que había a mis espaldas, y una brisa recorrió mi espalda. La médium seguía llamándolos, invitándolos a la sesión. Y aunque notaba las presencias en la sala, dijo que aun había gente en las demás habitaciones. Al preguntar la médium por Francisco, dieron un fuerte golpe en la mesa, y como contestando a alguien que hubiera hablado, preguntó: - Pero, ¿Por qué esta muerto? La cosa siguió así durante un rato. Hablaba con nadie, y ella misma se contestaba. La sección acabó al oírse a alguien correr desde el patio hasta donde estábamos reunidos y lanzar disparada la mesa por encima de nuestras cabezas.
Aquella noche la médium fue ingresada en un hospital por paro cardíaco, murió al cabo de tres días. El día antes de fallecer, cuando parecía recuperarse, me contó todo lo que vio y escuchó esa noche.
Hacía mucho tiempo, en aquella casa vivieron mis abuelos y sus hijos juntos, mi madre y tío Ernesto se casaron, pero permanecieron allí con sus respectivas familias. Vivian en comunidad, teniendo sus propias normas y costumbres. Pero Francisco, era un alma inquieta. Llevaba una mala vida, como decían los difuntos, y pasaba las noches en compañía de maleantes y mujeres de la vida.
Un día, los hermanos decidieron darle un escarmiento. Al llegar una noche, ebrio como de costumbre, lo apresaron entre todos y lo ataron a una de las sillas de la cocina. Graciela le hizo tragar litros de un vino añejo que tenían en unas garrafas. Mi padre, Gregorio y Ernesto lo abofetearon y atormentaron con amenazas y regañinas. Por la sobredosis de alcohol y la ansiedad que le causó lo terrorífico de aquella situación, que sus propios familiares lo atemorizaban, sufrió un ataque al corazón. Fue un accidente. Nadie quería acabar con la vida de Francisco. Ellos obraron de buena voluntad, y si murió, fue por voluntad suprema. Así que para librarse de las culpas, enterraron al menor de los hermanos bajo el árbol que había en el patio, y pregonaron –con palabras realmente angustiadas- la partida del hermano en busca de libertad e independencia.

Deduzco, que el espíritu de Francisco, como una figura oscura en el patio les atemorizó el resto de sus vidas. Y fue el sentimiento de culpabilidad, el que les llevó a todos a fallecer en aquella casa para compartir la suerte del interfecto. Por lo que ahora comprendo las suplicas de mi madre por morir en su casa.
A la mañana siguiente de la muerte de la médium, me ingresaron aquí. Supongo que de no haberlo hecho, los nervios que me provocó todo aquello, hubiesen acabado conmigo. Mi amigo Miguel se encargó del asunto. Con la escusa de que le pedí quitar aquel árbol muerto del patio, encontraron -como por casualidad- el cuerpo de Francisco.

El doctor se recostó sobre la butaca, pensando donde puede acabar lo cierto y comenzar las divagaciones de un hombre mentalmente trastornado. Tras un momento de reflexión le dijo:

-La sugestión puede provocar alucinaciones. Puede hacerle creer que el crujir de la madera son pasos, o que una puerta esta bloqueada, cuando es usted mismo quien la esta bloqueando.
-Que me crea, no importa. Lo único que no quiero es correr la suerte de toda esa gente. No quiero que mi corazón lata tan fuerte que crea escupirlo por la boca. Si usted dice que son alucinaciones, yo le intentaré creer. Quiero dejar de oír ruidos. Me gustaría dormir, como lo hacia antes. Por favor, ayúdeme.

El psiquiatra, tras unas últimas anotaciones en su bloc, recetó al paciente unos tranquilizantes y observación constante. Acompañaron a Gabriel a su habitación en la que estuvo dando vueltas durante unas horas. A media tarde, cuando una luz pajiza entraba por la ventana, decidió recostarse en la cama durante un momento. La tranquilidad de la habitación y el canto de los pájaros en la ventana le invitaron a un sueño ligero. Cerró los ojos y vio aquella casa, con toda su familia en la entrada, esperándole. Le invitaban con una fatigada sonrisa, y haciéndole sitio junto a la puerta. Con paso aletargado, abandonó esa pálida habitación y se adentro en la vieja casa, con aquella familia extraña, de la que ya él también formaba parte.

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