Cada Paso

Al salir de su casa y poner un pie sobre la acera, una vertiente de pensamientos reprimidos le asaltó en el camino.

“Cada paso que doy hacia mi destino, en esta hora tan temprana, me hace ser cada vez más consciente de la responsabilidad que allí me aguarda. Las dudas me asaltan, igual que una comitiva de dedos que me señalan y murmullan: “No da la talla”, “Conducirá el mundo a la ruina”, “Le falta experiencia”, “Abandonará…”.
Es una misión importante; primordial; el destino de la humanidad está en mis manos y éstas tiemblan de inseguridad. Cada paso que doy acelera mi corazón, cada paso con su voz, me apremia con palabras inquietas a que tenga valor.
La gente ya se une en mi camino; cuantas caras que no me conocen aún, pero que pronto me acusaran o felicitaran por mis actos. ¡No puedo cargar con toda esa responsabilidad! Pero no me quiero engañar, digan lo que digan, para mucha gente dependerá tan sólo de mí. Y, ahora que casi he llegado, mi corazón galopa… ¡Bah! Nuestras funciones naturales están sobrevaloradas. Yo soy forjador del destino, y no me condenaré a la vergüenza de la derrota.
Cada paso que doy, me susurra con anhelo: “Caminamos por el más honorable de los senderos”. Y haré honra de mi destino, no permitiendo jamás que nada perturbe mi camino.”

Y llegando a la puerta del edificio, el nuevo maestro dio la bienvenida con una sonrisa a todos aquellos niños, de los que alguna día, ellos se encargarán de hacer el mundo girar.

La Espera

Su respiración era cada vez más pesada, pero su corazón le apremiaba en el pecho a que se lanzara sobre ella.
Era hermosa, joven, llena de vida; esa vida carmesí que fluía por sus venas... Un manjar del que irremediablemente se había de servir para tonificar de salud su cuerpo ajado y estropeado. Debía ser paciente, aguardar agazapado entre las penumbras de la casa hasta ver propicio el momento de lanzarse sobre ella y cogerla por sorpresa; pero la forma en que ella se retorcía las manos sembraba de inquietud al anciano.

Ella caminaba inquieta de un extremo del salón al otro. Llevaba ya tiempo siendo consciente del peligro que la acechaba y ahora estaba dispuesta a hacer frente al problema. Ya poco faltaba para que llegara. Y aunque intentaba reunir el valor necesario para la confrontación, las lágrimas se precipitaban por el abismo de su mirada.

El anciano, que permanecía agazapado tras el sillón que había junto a la librería, frotaba con la lengua el punzante extremo de sus colmillos; lascivos por la ansiedad de la profanación de la carne inocente y suplicante de vida. Y sus ojos, ligados por un aferrado pensamiento a sus colmillos, observaban con iracundo deleite los rubios cabellos de la mujer, sus negros ojos, sus finos labios… su pálida y prometedora piel.
La paciencia, la cual había sido forjada con la experiencia de los años, era ahora tan solo una lejana mota en el mar de sangre que fluía por sus sienes. Ahogado ya el llanto del mártir, la bestia quedó liberada.

Tras el amargo velo de sus lágrimas, la mujer miraba la solitaria calle tras la puerta entornada. Mascullando un rezo que a duras penas se abría paso entre sus fatigados labios, y los blancos nudillos de sus manos atestiguando el grito que encerraba su garganta.
Con el apresurado aviso del sillón al golpear contra el suelo, la tensión pasó a histeria, y los rezos de la compasión a gritos de auxilio.
Sus miradas se cruzaron; la de él parda; la de ella suplicante. Y aunque le esquivó e intentó apartarse de él, éste acabó dándole alcance consiguiendo hacerla caer. Una vez en el suelo los forcejeos se hicieron aún más intensos. La mujer lloraba e intentaba zafarse del anciano encolerizado que la miraba con los ojos ausentes y la boca abierta con la promesa de la muerte.

Ya notaba el aliento tibio de su agresor irrumpiendo en su piel cuando dos altas figuras uniformadas en la inmaculada blancura, agarraron al anciano y lo levantaron por los aires separándolo de la mujer. Éste exclamó todo tipo de sonidos seseantes mientras lo arrastraban hacia la puerta de la calle; al salir de la casa y entrar en contacto directo con la luz del sol, el anciano comenzó a gritar de dolor y retorcerse entre los brazos de sus opresores; finalmente lo arrastraron hasta una furgoneta aparcada frente a la casa donde le inmovilizaron en una camilla y le inyectaron un tranquilizante.

La mujer se detuvo en el umbral de la casa aferrándose a ella misma mientras las lágrimas bañaban sus mejillas y los sollozos se imponían a su propia voz. No apartó la vista del vehículo hasta que uno de los hombres que la habían liberado se situó frente a ella con un portapapeles y una pluma, y mientras aguardaba a su firma, la intentó confortar prometiéndole que cuidarían bien de su abuelo.