Las Corrientes Del Este

El ocaso de la humanidad. Así lo llamaron algunos. Lo cierto es que en aquel entonces todo el mundo parecía hacer caso omiso de la amenaza que se cernía sobre todos. Nadie parecía ser consiente, a pesar de ser avisado varias veces por los medios de comunicación, que la gran nube toxica estaba próxima.

Yo estaba esos días en la ciudad vecina buscando alojamiento, pues en breve me trasladaría por asuntos de trabajo. Todo empezó la mañana de mi regreso a casa. Había dejado la llave de mi habitación y me disponía a coger un taxi para llegar a la estación. Pero curiosamente, no vi ninguno en toda la mañana. De vez en cuando, pasaba alguien con una mascarilla y las manos llenas de bolsas del mercado. Llegue como pude a la estación de tren; pero las vías estaban vacías y las taquillas cerradas. No tuve más remedio que sentarme en un banco junto a la taquilla a la espera de alguien que me pudiera ayudar.

Llegó como un pequeño nublado sin amenaza alguna. No llevaba ningún paraguas, pero no parecía que fuese a llover, así que no le di más importancia y seguí leyendo un folleto sobre los peligros del tabaco que alguien dejó ahí abandonado. El cielo comenzó a tomar un siniestro matiz pajizo. Y poco a poco todo se fue inundando de aquella siniestra nube amarilla y el polvo que con ella arrastraba. No preste atención alguna hasta que mire mi reloj y me di cuenta de que eran las 4 de la tarde, parecía como si el atardecer se hubiese adelantado tres horas antes. Mire con curiosidad al cielo y esa nube de polvo, o quizás niebla, iba haciéndose cada vez más espesa. El aire se hizo un poco denso, y los ojos empezaron a irritarme. Recordé de inmediato a aquellas personas con mascarilla, y aquello que la gente comentaba en la calle sobre una nube toxica procedente de oriente.

Cubrí mi boca y nariz con un pañuelo que saqué de mi bolsillo, y comencé mi marcha en busca de ayuda. Cada vez estaba más y más desesperado. Empezó a escocerme la garganta cada vez que respiraba. Me alteré hasta tal punto que comencé a aporrear las puertas pidiendo auxilio, pero la gente parecía haberse quedado sorda. Veía a algunas personas correr a lo lejos, y gente asomar la cabeza por las ventanas. Seguí aporreando las puertas, gritando exasperado, e incluso intenté forzar la puerta de una pequeña tienda de golosinas. Pero en ese momento oí una persiana metálica abrirse cerca de mí.

-Por aquí, amigo. –Me dijo alguien casi susurrando.

Entré tan aprisa como pude, parecía ser un pequeño videoclub. Había cuatro personas dentro. Tres jóvenes de unos 25 o 27 años y una muchacha algo más joven. Uno de ellos se acercó a mí y me dio un vaso de agua. La bebí casi de un solo trago; y recuperando el aliento, conseguí serenarme un poco.

-¿Qué diablos es aquello? –dije. -Pero bueno, ¿Tu de donde has salido? Me quedé pensativo durante un momento y luego respondí: –He venido para conocer la ciudad. Pronto me trasladare aquí… creo.

No dejaban de mirarme con curiosidad. Veía en sus ojos mil preguntas pasándoles por la cabeza. El muchacho que me abrió la verja me puso un brazo sobre el hombre y dijo:

-Aquí estarás bien. Tenemos un extractor de aire, y suficientes provisiones de patatas fritas y chocolatinas como para unas semanas.

La muchacha se puso en pie, dio una breve mirada a cada uno de sus amigos y dirigiéndose a mí, comenzó a hablar:

-Yo soy Sonia, este de aquí abajo es mi novio, Fran. Su hermano, Ismael –dijo señalando a un muchacho sentado a su derecha.- Y Héctor, tu salvador. -La verdad es que estuve a punto de dejarte ahí afuera. Dijo con una sonrisa. -Gracias por acogerme, si puedo hacer algo por vosotros… lo que sea. -No te preocupes, esto nos dará buen karma. –Dijo Sonia entre carcajadas.
Me pusieron al día de lo que estaba ocurriendo. Me comentaban, entre acalorados debates sobre las decisiones del hombre en la tierra; que la nube se originó hace meses, producida por las grandes fabricas de oriente. Pero la culpa caía sobre todos: coches, fabricas, derroche… Arrastrando tras de sí, todos los residuos de países vecinos, la nube llego a ser tan grande como un continente. Fue asolando Europa hasta llegar al mediterráneo, y según los expertos, sólo duraría un par de semanas.

Fue curioso, como no estar en contacto con el mundo durante tanto tiempo, perdido en mi pequeño mundo de memeces, pudo hacer que ignorara por completo tan colosal catástrofe que estaba padeciendo en mis propias carnes.

Y así pasaron los días, encerrado en una pequeña tienda, llena de videos inservibles, sin una televisión siquiera para poder hacer el tiempo más ameno. Y viendo como el suministro de alimentos iba menguando poco a poco; sin que la calamitosa nube diera signos de flaqueza. Y pasaron semanas, ya había perdido la cuenta, creo que íbamos por final de la tercera cuando nos peleábamos por la última bolsa de patatas.

Ismael empezó a culpar a Héctor por haberme dejado entrar. Si no hubiese sido por meter a un desconocido, ahora les quedarían alimentos. Pero debíamos mantener la calma, pronto pasaría la nube y podríamos salir. O eso es lo que yo pensaba entonces.
En el segundo mes, la situación empeoró alarmantemente. Estábamos irritables y tensos. Las peleas entre nosotros eran constantes. Y Fran, con el apoyo de su hermano, se había ensañado conmigo. Me hacían responsable y exigían una solución por mi parte. Sonia optó porque saliese fuera y recolectara alimentos. Moción aprobada por Héctor, pero los hermanos se opusieron. Decían que si me dejaban ir, me escaparía con las provisiones que encontrase y los dejaría abandonados a su suerte. Ese fue el primer síntoma de locura que percibí.
El poco atisbo de suerte que me quedaba llegó a su fin la mañana del que creo era el tercer o cuarto mes. La paranoia del grupo fue en aumento, y Sonia empezaba a tener alucinaciones que me llegaban a asustar. Y fue ella la primera en hablar.

-Nos moriremos. Está claro. Y yo por mi parte sólo veo una solución. Aquellos hombres que se asoman por la ventana me lo han dicho, ¿No lo comprendéis?... O comemos o morimos. –Sus ojos grandes y dilatados, recorrían cada rostro de los que estábamos presentes, mirándome fijamente a mí cada vez que mencionaba que íbamos a morir. –O comemos… o morimos. Y dado que el fue el ultimo en llegar, y acabar con parte de nuestras provisiones ¡Tiene el deber de devolvernos lo que nos a quitado! –Se volvió de espaldas a ellos mirándome fijamente, envuelta en una manta, y con los ojos casi salidos de sus orbitas y con la boca medio abierta, dijo:

-Nos lo tenemos que comer…

Hablaron entre ellos, mientras ella seguía de pie con la mirada fija en mi persona. El resto se puso en pie, y afirmaron. –Nos lo tenemos que comer. – Me puse en pie de un salto, y andando desesperado de espaldas, les tiraba todo lo que encontraba. Agarré un viejo cepillo de barrer de madera, y asesté un fuerte golpe en la cabeza de la muchacha; ella gritó de dolor. Los demás se volvieron a ella para atenderla. Fran se giró hacia mí encolerizado. Pisé el extremo del palo con el pie, he hice palanca para romper el extremo a modo de lanza. Se abalanzo hacia mi, y le brandi la lanza en el hombro, éste retrocedió, y se palpó la herida con la mano.

Mi corazón iba a salirse del pecho, la respiración acelerada me estaba casi ahogando, y sólo oía el fluir de la sangre por mis oídos. Yo me quedé arrinconado al fondo del local, gritándoles que si se acercaban no dudaría en matarles. Ellos se quedaron conspirando, susurrándoselo todo, intentando de vez en cuando acercase a mí. Fueron pasando las horas de estrés y temor, y lo único que podía hacer era vigilarlos; frotaba la punta del palo contra la pared para sacarle punta. Al principio este gesto servía para intimidarles; pero pasado todo el día, comenzaron a acecharme de nuevo. Me aterrorizaban con conversaciones sobre que parte de mi cuerpo seria mejor para comer o como deberían de realizar la matanza. Luego hicieron turnos para dormir. Mientras uno me vigilaba el resto descansaba. Pronto me abandonarían las fuerzas y seria presa de aquellos locos.

Llevaba dos noches sin dormir, estaba terriblemente atenuado. Sonia estaba sentada en el suelo mirándome inconmoviblemente. Creo que seria media mañana cuando ya dejé de captar la presencia de los demás en la sala. Casi un pestañeo, y de repente los cuatro inhumanos se estaban abalanzando hacia mí. Di un salto hacia la pared de atrás, y con las fuerzas que pude recolectar, incrusté mi lanza en uno de los cuatro cuerpos que se me abalanzaban. Héctor. Su cuerpo, ya casi muerto, dio de bruces contra el suelo. Todos quedamos inmóviles. El silencio se puso en boca de todos los que allí nos encontrábamos.

El reducido grupo dejo de poner su atención en mí, y con la vista vuelta al suelo, se quedaron observando como la vida se le escapaba de las manos. Ismael se acercó hacia él, sacó la lanza de su ahora inmóvil cuerpo, y a modo de cuchillo empezó a desgarrarlo. Los otros dos se agacharon junto a él y ayudaron como pudieron a la preparación de “la comida”.

Salté por el mostrador y corrí hacia la puerta, las llaves de la cerradura estaban puestas; levanté un poco la reja y salí de ese infierno tan rápido como el viento. Se cerró casi inmediatamente de salir yo, aunque era seguro que no iban tras de mi, me alejé tanto como pude. Pero mis fuerzas sólo dieron para un par de calles de margen. Y medio asfixiado, con los ojos hinchados y vomitando lo único que me quedaba dentro -el alma-, caí desfallecido en medio de la calle.

Me desperté entre unas sabanas limpias, lleno de tubos y cables por todo el cuerpo. Escuchaba un constante “Bit” junto a mi cama. No conseguía ver más que manchas grisáceas. Intenté hablar, pero es como si me hubiesen hecho tragar azufre. Alguien cogió mi mano y comenzó a hablarme. Apenas entendía nada, sólo llegué a escuchar -…Peligro…. y…a salvo… -y dicho esto, como a un niño al que le cuentan un cuento, volví a caer en un profundo sueño.

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