El Barco de Papel

Las lágrimas del niño asomaban por sus ojos, tímidas de salir. Y su carita alargada, le reprimía la mirada al suelo. Como si toda la pena que sentía se le acumulase en la cara y ésta le pesara.
Cuanto valor hacia falta para mirar a ese hombre -que con tanto cariño y aprensión le contaba cuentos y dichas de la vida- y no derramar lágrimas de tristeza por su ida. La promesa de ser feliz es algo casi imposible de cumplir.

-Cuando tu viniste a este mundo, yo ya llevaba mucho tiempo en él. -Una sonrisa se debatía entre aquellos arrugados labios y la mirada deseosa de hallar felicidad en aquella triste carita-. Mi cuerpo está fatigado y no sirve ya para nada.

-Yo no quiero que te mueras. –Las palabras salieron de su boca como si hubiese habido una explosión dentro, seguido de un llanto desconsolador-. No quiero que te mueras…

El anciano miró con ternura al niño que estaba tendido junto a él. Quedó un momento en silencio, mientras acariciaba los cabellos de su nieto. Sentía más dolor por el sufrimiento que estaba pasando aquel niño, que por aquella enfermedad que pronto reclamaría su vida.

-Hijo… puede haber algo que me salve la vida.
-¿De verdad? –La voz estaba impregnada de duda. Pero su mirada suplicaba esperanza.
-Sí, pero es peligroso. Y habría que hacerlo con mucha discreción y sin errores. ¿Estas dispuesto a correr el riesgo?
-Claro que sí, abuelo. Cuenta conmigo. Pero, ¿Cómo lo vamos a lograr?
-Es un secreto que me contó mi madre. Ella sabia magia, ¿Te lo había contado alguna vez?
El niño dio un brinco en la cama. La sorpresa le había cambiado la cara. Se sentía lleno de esperanza y ansiedad. Casi no podía creer que la magia existiese realmente, pero así era.

-¡No! ¿De verdad?
-¿Como te iba yo a mentir? –Le dijo el anciano con una sonrisa inocente.- Pero date prisa, queda poco tiempo.
-Abuelo, dime que tengo que hacer.
-Trae papel, cartón y tus lápices de colores.
El pequeño salió corriendo en busca de lo que le había pedido. Cogió los colores y la cartulina de su habitación, y sacó papel de la impresora que había en el despacho de su padre. Dejó todo el material encima de la cama y le pidió más instrucciones a su abuelo. Éste cogió el papel, y recortó un trozo, no más grande que la palma de la mano.

-Ahora debes dibujarme ahí. Debe de entrar todo el cuerpo en ese recuadro. Tienes que hacerlo muy bien, sino no servirá.
-Lo haré muy bien abuelo, no te preocupes. Todo saldrá bien.

Se sentó en el suelo y comenzó a retratarlo. Mientras tanto el anciano, fabricaba un barco con la cartulina que le había dejado sobre la cama. Cuando ambos habían terminado, el anciano cogió unas tijeras y recortó la figura que le había dibujado. Luego –con manos ya temblorosas- colocó el recorte dentro del barco de papel.

-Ahora ve corriendo hasta el riachuelo y deja que la corriente lo arrastre. Cuando llegue al mar, entonces me habrás salvado. Habremos burlado a la muerte y yo podre escapar en el barco. ¡Ahora ve! Y si alguien te pregunta, no le digas nuestro secreto.
-No lo haré, te lo prometo.
-Gracias hijo mío –le dijo con lágrimas en los ojos.- Jamás olvidare que me salvaste en el momento mas difícil de mi vida.

El anciano le dio un fuerte abrazo con sus brazos marchitos, y le apremió a que se diera prisa.
El niño salió de la casa con el barco en la mano tan veloz como le permitían sus pies. Llegó a donde estaba el riachuelo y depositó el barco con delicadeza sobre el agua. La corriente lo empujó y éste avanzo vertiginosamente. El niño corría tras el barco todo cuanto podía.
Corría y gritaba. Le gritaba a su abuelo que iba en el barco que ya era libre. Y aunque había lágrimas corriendo por sus mejillas, éstas corrían de júbilo. Y la sonrisa en su rostro, era una declaración de felicidad.
Finalmente el barco desapareció en la lejanía, y él cayó rendido de espaldas en la hierba. Miraba al cielo y reía a carcajadas. Su abuelo era el hombre más listo del mundo y ahora iba camino a un mundo de ensueño, en un barco de papel.

Mientras tanto en aquella habitación, el anciano exhaló su último aliento. Pero no sintió miedo ni tristeza. Sino todo lo contrario. Pues su mente no estaba presente en aquel cuerpo mutilado ni en aquella inhóspita habitación. Él estaba corriendo ladera abajó; junto a su querido nieto que corría tras él dando saltos de alegría. Sentía el aire fresco de la ladera, el olor de la albahaca que lo impregnaba y la suave brisa que le arrastraba. Se liberó del cuerpo quebrantado que lo atrapaba y se evadió de aquella vida insulsa que ya nada bueno le daba, de la misma forma que un niño cree en la magia y en los cuentos de hadas.

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