Antes de Desaparecer

Mi testimonio será algo baldío, pues no habrá de quedar persona viviente en la tierra que lo llegue a leer. Pero es la indomable alma del ser humano la que proclama que se deje testimonio de lo que una vez fuimos. Mas, como no habrá receptor que reciba este mensaje, se lo encomiendo a Dios.

La muerte llegó por mar, procedente de las lejanas tierras de Asia. Se propagó rápidamente por toda la costa, y, como una nube de pestilencia que se alzaba implacable sobre nuestras cabezas, ocupó toda la tierra. Allá donde hubiese vida se encontraba la muerte husmeando. ¿He de creer lo que decían aquellas personas religiosas? ¿Es éste el fin de los días? No hubo trompetas, ni tampoco jinetes llamando a las puertas. Pero sí hubo llanto; sí hubo gritos. Hubo hambre, que trajo tras de sí a la guerra, y luego La Peste, cosechando junto a su hermana, la muerte por doquier.
Mas he de ser conciso, pues apenas me queda ya un soplo de vida.

Este sitio asqueroso quedó infesto de la noche a la mañana. Ya habían llegado los rumores de la desgracia que se cernía sobre el hombre desde hacía tiempo, pero nadie creía que llegaría a nuestro pueblo. Nadie estaba preparado para lo que se avecinaba. La gente caía enferma y moría al cabo de pocos días. Todos ignoramos las primeras muertes, pero no tardó en correr el pánico. Yo, atemorizado por la noticia de la muerte del padre Enrico, cerré la herrería, compré todo cuanto pude en el mercado y corrí hacia casa para cerrar puertas y ventanas. Para salvar a mi mujer y mis dos hijos de aquella Cosa que entraba a hurtadillas en las casas sin que nadie consiguiese dar con la causa.
Madeleine, mi dulce esposa, rezaba a cada momento por mantener el hogar impoluto. De que los niños estuviesen a salvo. Pero sobre todo, rezaba, no porque nuestra súplica llegase hasta Ti, sino para amortiguar los lamentos que nos llegaban desde un mundo invisible; un mundo en tinieblas. Los niños tenían miedo, lloraban, y Madeleine los consolaba. Y yo también lloraba. Lloraba cada vez que me dirigía hacia la despensa y la veía cada vez más vacía. Lloraba, escondiendo mis lágrimas cuando miraba a los niños, cada vez más delgados y sombríos. También lloraba por mí.
Y llegó el día en que la despensa se vació por completo. Madeleine no dejaba de implorarme que saliera fuera a buscar comida. Pero no había manera alguna de salir fuera sin correr el peligro de ser visto por la muerte ambulante. Intenté cazar las ratas que atravesaban fugazmente la sala, pero ellas son avezadas en la huida y el escondrijo, y yo era un siempre herrero famélico. Entonces ocurrió; mi pequeño Feodor contrajo fiebre, y seguidamente su hermano. Madeleine se dedicó en cuerpo y alma a cuidarlos. Los llantos de dolor de los niños, la tos, los esputos sanguinolentos. No, aquello era demasiado sufrimiento para un sencillo hombre como yo. Pero cuando Madeleine enfermó, yo sentí… pánico. ¿Qué podía hacer yo? Dime, Dios Misericordioso, ¿Qué podía hacer yo? Tan sólo verlos morir. Tú sabes bien, cuán insoportable es ver el sufrimiento de un hijo hasta ver ese dolor culminado por la muere. Pero Tú, Tú pudiste resucitar al tuyo. Dime pues, ¿Por qué mis hijos habían de morir?
Oh, Madeleine, a ti más que a nadie en este universo he de pedirle clemencia. Sé que no soy merecedor de perdón ni consuelo, pero si supieras de mi remordimiento…

Cuando mi esposa contrajo la enfermedad, yo me vi completamente incapacitado. Si ella había enfermado al cuidarlos, yo también lo haría. Así fue que, cuando en su cuello apareció la primera úlcera, yo no tuve valor suficiente ni siquiera para tocarla. Se quedó tumbada junto a los niños, en el fondo de la habitación: tres difuntos prematuros con un hálito de vida agonizante.

Parecían dormir.
Cogí mi abrigo y salí lo más silenciosamente que pude. Comencé a andar, alejándome cada vez más rápido de mi hogar. Una algarabía de pensamientos se batía en mi cabeza. Intentaba silenciarlos alejándome cada vez más, pero cada vez se hacían más notorios. Entonces supe la razón; el mundo permanecía silencioso. Me detuve un momento para escuchar con más atención: ni una voz humana, ni el piar de las aves; tan sólo voces en mi cabeza. El mundo había languidecido siniestramente en apenas unas semanas; casi muerto, si no fuera por la vegetación. Aquel mundo extraño, aciago, afligido… No. Aquel ya no era mi mundo.
Deambulé durante días por aquel extraño páramo desprovisto de vida sin encontrarme mas que con muerte y podredumbre. No había alimentos por ningún sitio y a penas me atrevía siquiera a probar el agua de los arroyos. Pero hace apenas una semana todo eso cambió. Me dieron escalofríos a plena luz del día y seguidamente apareció la temida fiebre. Me refugié en este ruinoso campanario, donde hallé un poco de paja para mi lecho de muerte, velas y un poco de papel y tiza. << ¿Acaso Lo dejaste Tú aquí? >>
Las llagas ya han aparecido, y una dolorosa buba se ha gestado en mi ingle. El dolor es insufrible… Pero supongo, que ha de ir a más, pues no deja de aumentar su volumen; ya es casi del tamaño de una manzana.
Ya poco me queda qué decir. De saber que moriría irremediablemente, me hubiese encomendado a la muerte en el calor de mi hogar… Pero el perdón, he de implorárselo a ellos, nunca a Ti. Nunca después de esto…
Me pregunto qué habrá sido de todo el mundo. ¿Habrá aún alguien con vida?
¿Y mañana, lo habrá?
Me gustaría saber dónde estarán ellos ahora…



Eros Bonacelli, Nápoles, 1348.



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Nunca Jamás

Bajó las oscuras escaleras del sótano. Ahí estaba de nuevo; un charco de agua opaca de casi un metro de diámetro. Afuera no había nubes y la tierra estaba seca por el azote del sol. Ni goteras, ni rastro de agua de la posible fuente de emanación. Era como si el charco hubiese brotado del mismo suelo, mas el suelo era de cemento y parecía en bastante buen estado. Sus padres volverían a regañarle por haber mojado el suelo. Siempre le culpaban a él.
Cogió una fregona y se dirigió presto hasta el charco. Quizás si lo limpiaba no habría regañina. Deslizó ésta por el charco y comenzó a recoger el agua y verterla en el cubo. Una vez terminado, agarró el cubo y lo volvió a dejar en un rincón del sótano. No se atrevió a vaciarlo. Se agachó y olió la turbia agua, pero no consiguió descifrar a qué olía exactamente. Era un olor rancio, parecido al del sumidero, pero aún más intenso. Dejó el cubo como estaba y salió de la habitación.

El viento golpeaba la ventana de su dormitorio. El ruido quejumbroso del ulular del viento le quitaba el sueño; siempre le recordaba a aquellas películas de terror de Universal. Intentó distraer su mente recreando cancioncillas infantiles pero un peculiar golpe en el piso de abajo le asustó y su mente quedó fijada en la imagen de un cubo rojo volcado en el suelo. Estaba seguro de que era eso. El agua… ¿se había escapado? Se aferró a las sabanas e intentó volver a concentrarse en aquella canción, mas la imagen del cubo siguió lacrada en su mente, hasta que finalmente se durmió con la llegada del alba.
A la mañana siguiente, antes de que su madre bajara al sótano para poner la lavadora, cogió la fregona y se dispuso a verter el agua en el cubo. Ciertamente, el sonido que había escuchado la noche anterior fue el cubo volcándose. Esta vez no dejaría el agua en el cubo. No. La arrojaría al sumidero de la calle y luego dejaría el agua de la manguera correr por él durante un buen rato. Lo bastante hasta que llegara al mar, o, por qué no, al fin del mundo.
Deslizó la fregona por el charco y ésta se enredó en pelusa o algo parecido. Dejó caer el palo y se agachó para tocarlo con la mano. Parecía como si el agua estuviese llena de pelo. Agarró un manojo y tiró hacia arriba. Un pequeño bulto solido asomó por abajo y un grito ahogado hizo que lo soltara y se alejara hasta el extremo opuesto de la habitación con lágrimas en los ojos. Se tapaba con fuerza la boca para no dejar escapar el grito que con tanto empeño se esforzaba en salir hacia afuera. Dejó su mirada clavada en el charco y contempló inmovilizado cómo el agua volvía a amansarse. Tentado estuvo de subir corriendo escaleras arriba y contárselo a sus padres, pero el miedo de pasar cerca de aquel charco de agua le imposibilitaba siquiera a imaginarlo. Finalmente, fue su madre quien bajó y encontró al niño en un rincón del sótano llorando.

-Son esas dichosas películas que ves –le esputó su madre con enojo-, se lo digo a tu padre una y mil veces: ¡Que no te deje verlas!
Tras dejar al niño en su habitación, más o menos calmado, volvió al sótano y limpio el charco de agua y lo vertió en el sumidero. Más tarde, poco antes del crepúsculo, el niño bajó las escaleras mientras su madre estaba distraída con la cena, y fue a comprobar si realmente había desaparecido el charco. Una mancha húmeda estaba apostada en el lugar del charco. Pensó que sería por la humedad del sótano por lo que aún no se habría secado, pero lo cierto es que él sabía que esa mancha no estaba desapareciendo; se estaba volviendo a formar.
Subió rápido las escaleras y cerró la puerta del sótano. No podría decirle nada a su madre; no después de la regañina que le había soltado horas antes. Su padre también estaba molesto, era como si le hubiese fallado de algún modo al no confiar en él en que todo lo que había en esas películas eran sólo fantasías.

La noche llegó antes de lo que él quería, y pronto se vio metido en la cama, con sus padres al otro lado del pasillo y la mortecina luz de la luna entrando por su ventana. No podría conciliar el sueño, y visto que cantar mentalmente no le dio resultado la noche anterior, optó por recitar las tablas de multiplicar. Al menos, las que ya le habían enseñado. Apenas había comenzado la tabla del dos cuando escuchó cómo un ruido similar al verter del agua, se originó en el piso de abajo. Se aferró a las sábanas como la noche anterior y comenzó a susurrar las cuentas con los ojos apretados y las lágrimas filtrándose por las pequeñas ranuras de sus parpados.

Dos por tres, seis. Dos por cuatro, ocho.

El chirriar de los goznes de la puerta del sótano al abrirse subió tímidamente hasta sus oídos.

Dos por cinco, diez. Dos por seis, doce.

El sonido de unos pasos apenas audibles se iban haciendo cada vez más notorios.

Dos por siete, catorce. Dos por ocho…

Algo se detuvo frente a la puerta de su habitación y notó cómo un olor rancio comenzaba a enrarecer el aire. Se dio la vuelta y fijó la mirada en el suelo junto a la puerta. No se atrevía a mover un sólo musculo más. Su mente se enturbió y volvió a quedar inmovilizado como un ratón en su madriguera. El suelo comenzó a llenarse de agua y ésta se iba extendiendo poco a poco por el dormitorio. Algo pasó por debajo de la superficie. Apenas una difusión de hondas de agua que se aproximaba lentamente hacia su cama. Intentó cerrar los ojos mas no pudo, sabía de algún modo lo que iba a suceder.
La cama, así como los demás muebles de a habitación, comenzaron a zozobrar lentamente. El vaivén se le antojó agradable, conciliador. Algo comenzó a brotar del agua frente a él, y la figura de una niña, de cabellos oscuros y mirada parda, se aferró con sus pequeñas manitas a la cama del niño. Ésta le sonrió.

-Vente a jugar. Abajo hay más niños como nosotros.

Éste cerró los ojos y comenzó a gimotear. La niña dejó de sonreír, y sin decir palabra alguna, volvió a hundirse en el agua. Pero el agua no desapareció. Se hizo más brava, más insistente. La cama se deslizó hasta el centro de la habitación y el niño se incorporó y se asió al cabecero de la cama. La puerta del dormitorio se abrió de par en par y vio cómo el pasillo estaba repleto de agua. La cama, como si de una piragua en un rio se tratara, se abalanzó fuera de la habitación y bajó furiosamente las escaleras hasta llegar al sótano. Allí no había nada más que un agua oscura y sinuosa. La cama se hundió con el niño dentro y lentamente, la casa volvió a serenarse.

Al día siguiente, cuando la madre fue a despertarle, descubrió que éste no se encontraba en la cama. Ésta estaba sin hacer y las sábanas estaban un poco mojadas. Fue a buscarlo al cuarto de baño pensando que habría tenido un desliz mientras dormía, pero tampoco pudo encontrarlo allí. Alarmada, comenzó a recorrer toda la casa buscándolo sin conseguir dar con su paradero. Pensó en el sótano y en el episodio del día anterior; bajó rápidamente y comprobó cada rincón con idéntico resultado.
Tanto el niño como el charco de agua, habían desaparecido.


***



La nueva familia estaba viendo la casa. Parecía en bastante buen estado y se encontraba en un lugar muy agradable. Los padres de Lucía hablaban con el agente inmobiliario mientras ella jugaba en la barandilla de las escaleras. Le pareció escuchar la voz de un niño. Sí, era eso, la voz de un niño que la llamaba desde algún lugar de la casa. Comenzó a corretear de un lado para otro intentando encontrarlo, mas cuando llegó a la puerta del sótano se detuvo frente a ésta y se quedó perpleja mirando hacia abajo.

-No, no quiero bajar. Me da mido –le dijo al vacío-. ¿Sí? ¿Dónde están los otros?

Colocó un pie en el primer peldaño y comenzó a bajar las escaleras lentamente. Abajo estaba muy oscuro, y ella no llegaba hasta el interruptor de la luz, pero una pequeña luz doraba se filtraba por el ventanuco que daba al jardín e iluminaba, apenas lo suficiente, un turbio charco de agua al final de la escalera.

Polvo

En la noche opaca brillan las estrellas. Minúsculos puntos de luz de un Universo indiferente. Somos en el Cosmos lo que un niño de tres años intentando llamar la atención de sus padres en medio de una discusión. La expresión “no somos nada” es de lo más errónea, pues está claro que somos algo; lo que ocurre es que a nadie le importa.
Tenía sesenta años el día en que murió. Nadie le lloró, nadie le echaría de menos. Sólo fue un comentario, una curiosidad, un dato en boca de gente muda. Al menos, mudos eran para el difunto. Y éste con su muerte podría haber sido algo para alguien que le hubiese conocido mejor: la muerte es un recordatorio de lo infravalorada que es la vida.
Cuando ella murió, él sólo tenía cincuenta y nueve años. Su muerte no fue un dato, una curiosidad, pues nadie supo de su muerte mas que él mismo. La enterró en el jardín de detrás de la casa, oculto a miradas indiscretas. Secó sus manos manchadas de sangre con su mugriento delantal, y después enjugó sus mejillas con las lágrimas que se derramaron. La ira era pasajera también, y tras su marcha llegaba el remordimiento, la angustia.
Su muerte sería más lenta, más dolorosa. De sus heridas no brotó sangre, brotó llanto.
Los gusanos que había en ella satisficieron su apetito voraz. La carne de él también dio alimento. Ellos no hacían preguntas, solamente cogían lo que les pertenecía y continuaban su camino. Algún camino; no sé cuál, sólo les concierne a ellos.

Y la gente al ver la calavera de ella, pensó durante un efímero momento quién sería. Mas la tumba de él, corrió la misma suerte.