El Hombre Fantasma

Hace más de un año de la desaparición de mi amigo, y aclamado inventor, Frederick Daubrée, o como fue más conocido: El Hombre Fantasma.

Con motivo de esclarecer lo ocurrido aquel verano de 1893, me dispongo a relatar mi experiencia con este elogiado profesor de ciencias de la Universidad de Oxford, inventor consagrado por colegas e interesados de las ciencias, químico de renombre y experto buceador.

Quien conociera al Dr. Daubrée, sabrá sin duda que era un devoto de la biología marina y los misterios de las profundidades oceánicas. Fue esto lo que lo llevó aquel verano a pasar las vacaciones en un pueblo costero de Brighton, llamado Greenstone. Con motivo de su partida y los experimentos que realizaría en ella, me escribió, pues yo como humilde reportero del “Chronicles Today" y amigo desde la más tierna infancia, alegaba que sería el compañero más grato para sus vacaciones y el mejor ayudante y cronologista que pudiese conseguir. En la carta hacía una breve alusión a lo que podía ser el mayor invento de su vida, y un gran avance en el campo de las ciencias modernas.

Tras resolver unos cuantos asuntos en el periódico y hacer ciertos preparativos, hice la maleta y tomé un tren, al casi desconocido, pueblo de Greenstone. Éste, más propia de llamarse aldea que pueblo, era un lugar agradable y pacifico. La mayoría de los habitantes vivían de la pesca y casi todas las mujeres trabajaban de costúrelas en un pequeño taller que se encontraba junto al puerto. Cerca había una colina -aún virgen de la huella del hombre-, y los prados verdes y arboles frutales hacían de Greenstone uno de los lugares más apacibles de la Tierra.

Frederick fue a recogerme a la estación del tren; parecía inquieto por llegar pronto a la casa que había alquilado detrás del taller de costura y mostrarme en lo que había estado trabajando. Le rogué que me adelantase alguna cosa, pero él se limitaba a negar con la cabeza mientras exhibía una compasiva sonrisa y me decía: ¿De qué sirve preguntarme por dónde va el tren si éste aún está por llegar?


Durante el trayecto, me estuvo preguntando por las novedades que me habían sucedido desde la última vez que nos vimos. Y pareció alegrarse bastante cuando le conté que una hermosa mujer del bloque en el que vivía había sucumbido a mis escasos encantos y aceptado el salir conmigo a pasear o tomar unos helados. Después me recriminó el no haberla invitado, a lo que le respondí que llevaba demasiado tiempo apartado de la vida en sociedad; pues ninguna dama digna de respetar aceptaría una invitación como esa de alguien a quien acababa de conocer.

Cuando llegamos al la casa, su atención por la vida cotidiana perdió todo interés. Agarró una de mis maletas y se dirigió apresuradamente a la puerta de la entrada. Me hizo entrar, casi con un empujón, y arrojó mi maleta a un lado de la habitación. Era una sala enorme, sin duda alguna, aquella casa fue antiguamente algún almacén o refinería a la que le habían añadido unas cuantas habitaciones y una cocina. Al fondo de la enorme sala se encontraba una mesa recubierta de bártulos científicos, trajes de buzo, botellas enormes y todo tipo utensilios que me resulta imposible de describir.

Frederick me asió del brazo y me llevó junto a la mesa haciéndome sentar en una destartalada silla. Sin dejar de de sonreír y sopesando un pequeño frasco de color ámbar, me dijo:

-Esto, amigo mío, es el futuro.

Yo sólo les respondí con una mueca y las cejas arqueadas.

-Te lo explicaré. –Respondió con un claro aumento de interés- Ya sabes de mi pasión por la vida marina y cómo ésta me ha obsesionado durante años. –Aguardó un momento en silencio y continuó- Pues bien, desde que en 1878 mi colega Henry Fleuss, nos sorprendió a todos con su escafandra de goma y con su aparato de respiración autónomo, que consistía en una tanque de oxígeno del 50-60% de O2, y que suministraba a través de una cisterna de cobre cubierta por un hilo empapado de una solución de potasa cáustica, consiguió que una persona con traje de buzo aguantara 3 horas de respiración autónoma bajo el agua a una presión de más de cinco metros sin problemas.

Yo no había comprendido lo que me acababa de explicar, pero le insté para que continuara con un gesto afirmativo de cabeza. Él me miró y me dijo sin dejar su sonrisa por un segundo:

-Según el traje y el tanque de respiración de Fleuss, he descubierto cómo aumentar la autonomía de respiración bajo el agua en más de 10 horas y llegar a profundidades jamás imaginadas.
-¿Cómo? –Le pregunté sin acabar de creer en lo que había dicho.
-Con esto. –Dijo alzando el tarro que sostenía entre las manos- Un compuesto químico capaz de incrementar el nivel de oxígeno en la sangre sin que éste llegue a ser nocivo. En realidad… no es “oxígeno”. Sino una alternativa a éste. Pero viene a ser lo mismo.


Yo no acaba de comprender lo que me había mostrado. El resto de la tarde se la pasó enseñándome lo fundamental para comprender su compuesto, y cómo combinado con el tanque de oxígeno de Fleuss, llegaría a una profundidad sin precedentes en la historia de la humanidad.

A la mañana siguiente nos dirigimos con todo el equipo necesario al puerto de Greenstone. Allí realizaría Frederick su primera inmersión. Se puso el pesado traje de buzo, aseguró todas las cuerdas y cadenas que lo sumergirían, y por último, se sentó y sacó de un pequeño maletín el frasco de color ámbar. Roció generosamente el pañuelo con el compuesto, igual que se suele hacer con el éter, y estuvo aproximadamente unos cinco minutos inhalando aquella sustancia. Los ojos se le pusieron color escarlata y comenzó a jadear; yo me acerqué para prestarle ayuda pero me aseguró que era normal. Se colocó la escafandra y se sumergió en las turbias aguas del Atlántico.

Estuvo bajo el agua unas seis horas a una profundidad de siete metros. Me indicó que bajo ningún concepto izara las cadenas que le sostenían a no ser que me diera la señal; lo cual, pese a mi nerviosismo, acaté escrupulosamente. Cuando la luz comenzó a adquirir ese tono dorado del atardecer y los pescadores volvían a sus casas, Frederick me hizo la señal y lo subí tan aprisa como pude. Lo ayude a salir del agua y quitarse el traje; estaba temblando de frio y su piel blanquecida me alarmó. El insistió en que se le pasaría con algo caliente; así que regresemos a casa dónde lo arropé en exceso y serví una sopa caliente. Su aspecto fue recobrando su color natural, pero algo cambió en él. No sabría decir el qué; pero ya no era el mismo.

Los siguientes días siguieron la misma rutina: al amanecer nos dirigíamos al puerto, hacíamos los preparativos, se suministraba aquella droga –que estaba seguro de que contenía algo nocivo, aunque él se empeñara en negarlo-, se sumergía unas cuantas horas y salía más enfermo cada vez. Regresábamos a casa y me encargaba de hacer que entrara en calor y rebajar sus posteriores fiebres. A la decima mañana de los experimentos amaneció tan enfermo que no fue capaz de levantarse de la cama. Su respiración era tan cavernosa que temía que los vapores de aquel compuesto le hubiesen desgarrado el tejido pulmonar; pero a los pocos días consiguió restablecerse y fue el comienzo de la desgracia que acabaría con él.

El día que se levantó de la cama pareció hacerlo de bastante buen humor, me dijo que se tomaría unos días de reposo y volvería a su trabajo de campo en cuanto estuviese del todo curada. Un simple catarro por haber estado tanto tiempo en aguas tan fría, afirmaba él.

El primer indició de la “enfermedad” ocurrió aquel día que se levantó de la cama en el transcurso del desayuno; se le escurría de las manos la taza de té y los cubiertos continuamente, cosa que achacaba a su estado de debilidad y entumecimiento. Aquellos mismos incidentes transcurrieron en los siguientes días: en la plaza del mercado cuando compraba fruta, en su laboratorio, haciendo limpieza, jugando al ajedrez… Hasta que un día decidió seguir reposando en cama. Yo no lo molesté salvo para llevarle la comida y mudas limpias.

Un día mientras aún estaba en la cama, Frederick me llamó a gritos. Debido a lo inusual que era ese comportamiento en mi amigo me dirigí tan rápido como pude a su dormitorio. Estaba acurrucado en un rincón de la habitación completamente desnudo y llorando. Me quedé mirando sin poder reaccionar, el me miró con los ojos humeantes y dijo:

-Ayúdame… no sé que me pasa.
-¡Fred! –Grité mientras corría hacia él-. Fred, ¿Qué te ocurre?

Le intenté sostener por los hombros pero mis manos no llegaron a tocarlo. Simplemente, lo atravesé. Como si fuera una proyección, un rayo de luz con forma humana, algo que se podía ver pero no palpar. Pese al desprecio que tengo a ese termino con el que se referían a él, era como un fantasma.


No conseguí volver a ponerle la ropa, pues ésta, caía sobre su figura hasta los pies como si en ese espació regentado por él no hubiese más que el vacío. Aún más siniestro fue ver como atravesaba muebles y puertas o como se tenía que sentar en el suelo, pues ninguna cama o sofá lo retenía. El alimento fue la mayor de las preocupaciones, pues aunque lo intenté alimentar de diversas formas distintas, la comida siempre terminaba en el suelo.

Pasaron los días y no volvió a recuperar su estado normal; estaba cada vez más hambriento y desesperado, aunque como no tenía materia consistente, no parecía afectarle demasiado. Frederick mantenía la esperanza de que pronto se recuperaría y podría volver a vestirse y salir afuera; algo que cada día necesitaba más debido a su aislamiento. Pero aquella esperanza se desvaneció cuando me percaté de que parecía más bajo. Le comenté algo como: Eh, pareces más bajo sin zapatos. Miré a sus pies y vi que estos habían desaparecido bajo el suelo, él dirigió su mirada a sus pies y la levantó casi de inmediato. Se quedó mirándome horrorizado, con esa expresión de terror y desesperación que le impedía articular palabra alguna. Mis palabras de consuelo le traspasaron con la misma inutilidad que lo hacían mis manos. Creo que fue ese día el que supo que moriría, pues al día siguiente, se decidió a salir al exterior.

Aquel mismo día, antes de que Frederick saliera de la casa les comenté a los lugareños lo que había ocurrido. Todos se mostraron incrédulos y creían que se trataba de alguna treta comercial o broma. Lo cierto es que cuando Frederick salió por la puerta, una gran congregación de los habitantes del pueblo se había detenido junto a la puerta. Al verle, un hombre le gritó desvergonzado, por el hecho de no poder llevar ropa encima. A lo que todos los allí presentes se unieron a la queja; todo el clamor se disipó con el grito de una mujer que se encontraba bastante cerca de la puerta de la casa. Todo el mundo siguió con la vista lo que estaba señalando con la mano; a Frederick no se le veían los pies. Uno de ellos se acercó a él y le extendió la mano; ésta lo atravesó igual que me ocurrió a mí cuando lo intenté. Fred, que en todo momento había permanecido en silencio, dio unos pasos hacia delante y con voz clara, pero fatigada, les dijo:

-Por favor, sean comprensivos. Debido a mi accidente he quedado terriblemente lisiado; ahora creo que me queda poco tiempo, pues como ven, mi cuerpo está volviendo a la tierra de la que un día salí, sólo que me arrastra conmigo aún vivo.

No puedo subir en ningún tren o carruaje, y no me gustaría malgastar mi tiempo en un viaje que no me llevase a ninguna parte. Déjenme permanecer aquí como alguien más. Sin mirarme como un monstruo ni traer a la prensa y los curiosos. Por favor, sean compasivos con un hombre moribundo.

Todo el mundo quedó en silencio durante unos interminables segundos, hasta que alguien que se encontraba entre esa marabunta humana, dijo:

-Concedámosle a este hombre lo que parece ser su última voluntad. Que nuestras colinas y verdes prados sean su lecho de muerto. Seamos… humanos.

Todo el mundo pareció mostrarse conforme y se fueron alejando lentamente de la casa; algunos niños fueron los últimos en irse, pues no pudieron resistir la tentación de tocar a aquel fenómeno y salir corriendo gritando “He tocado al fantasma”.

Paseamos por el pueblo, nos sentemos en la orilla a contemplar el mar durante horas, fuimos al campo a ver cómo labraban la tierra y regaban los cultivos y luego volvimos a la casa; se sentó en el suelo junto a la chimenea, cuyo calor afirmaba que no sentía, pero que el consuelo de volver a ver el mundo le había reconfortado más de lo que había pensado. A la mañana siguiente el suelo le llegaba por las rodillas.

Las horas siguieron a los días, y los días fijaron su rumbo con el sol. Y cada minuto que pasaba, se iba hundiendo más en la tierra, y con cada poco que se hundía, perdía algo de vida.

La gente pareció portarse bastante bien con nosotros. Todos le daban sus bendiciones a Frederick y hacían grandes esfuerzos por no quedársele mirando. Continuamente, él me insistía en ir a pasear y sentarnos junto al puerto. Se quedaba en silencio contemplando las olas romper junto a la orilla y toda la vida que allí se conglomeraba. Cuando el suelo le llagaba hasta el pecho, en una de esas veces que estábamos junto a la orilla, y mi temor de lo que parecía inevitable que le ocurriera, le dije:

-No dejare que desaparezcas. Cabaré en la tierra lo que sea necesario; aunque me cueste toda una vida, no dejare que desaparezcas.

Él siguió en silencio con la miraba perdida en el océano. Al cabo de unos minutos, me respondió:

-¿Y cuando atraviese la corteza terrestre seguirás hasta el manto? ¿Y luego qué? ¿Hasta el núcleo?

Permanecí en silencio debido a la vergüenza que sentía por mis estúpidas palabras. Él siguió inmerso en sus pensamientos, captando cada detalle que sucedía en aquel mundo que teníamos enfrente; igual que el espectador que presta toda su atención a la obra de teatro que se representa, para cuando salga de allí, forme parte de sus pensamientos.


Cuando llegó septiembre su vida llegaba a su fin. Recuerdo la sensación de pánico que me invadía cada vez que veía como solamente su cabeza se mantenía a flote del duro suelo. Aquel atardecer, que recordare hasta el fin de mis días como el más lúgubre y funesto que jamás haya podido experimentar; me rogó que le acompañara a pasear. Fuimos hasta el campo que se encontraba al suroeste del pueblo, pues desde allí se podía contemplar a poca distancia el mar embravecido a la par que la armonía de las praderas. Me senté a su lado y le acompañé en silencio. El tiempo parecía detenerse ante aquel oleo providencial, y yo aprendí a apreciarlo con más devoción debido a la tragedia del hombre que yacía a mi lado. Únicamente fue interrumpido el graznar de las gaviotas y el silbido del viento por la voz de Frederick que se alzó desde la tierra con gran serenidad, pero repleta de tristeza.

-Es inevitable; el día llega a su fin.
-Mañana habrá otro –Le respondí.
-El mañana no nos pertenece a todos.
-Fred…
-No sabes lo que es ver el mundo, y no poder alcanzarlo…

No supe que responder a eso, así que le correspondí con el silencio.

-Has sido un buen amigo –Dijo…

Y cuando volví la vista hacía él, se desvaneció por completo. Le gritaba con toda mi alma que no lo hiciera, que aún le queda más tiempo. Y mis palabras fueron acompañadas por mis manos que desgarraban la tierra. Todo terminó repentinamente, y lo único que quedó fue el llanto por mi amigo.

Esto fue todo lo ocurrido aquel verano de 1893. Yo volví a la casa donde destruí todas las muestras y arrojé al fuego todas las notas de aquella droga perniciosa. Y las gentes del pueblo no resultaron de tan buen corazón como estimamos, pues a la mañana siguiente aquello se llenó de periodistas, curiosos y personas que se hacían llamar hombres de ciencia. Con el tiempo destruyeron al hombre que había sido y lo transformaron en un grotesco fenómeno. En una anécdota en los libros de ciencia; un monstruo en las novelas más sandias.

Yo siempre lo recordaré por lo que fue; un devoto de las ciencias, fervoroso de este planeta llamado Tierra y un fiel amigo. Recordémosle como se merece... Recordémosle por su nombre: Frederick Daubrée.

Que vida tan larga

Iba a empezar presentándome, pero ya no me acuerdo de ni como me llamo. Últimamente me llaman Aleco… no se qué. Nací en el año 600, o por ahí, de esta era, y morí el 650 –más o menos-. No. No soy ningún vampiro o fantasma ni ninguna criatura mística. Soy como todos; nacemos, morimos y nos mandan a un lugar muy bonito con todo limpísimo donde uno puede ir a sus anchas por donde quiera. Bueno, eso si has obedecido las normas, sino, te mandan con Pedro. Tiene bastante mala fama, pero no es tan hijo puta como dicen; a mi me cae bien. He jugado unas cuantas veces con él y los colegas a las cartas. Bueno no, miento –últimamente le he cogido el gustillo-, un poco mamoncete sí que es; que siempre tiene más cartas debajo de las mangas que en la baraja. Pero fuera eso, ná… cuatro cosillas. Lo que pasa que como fue el primero en estar hasta la polla de tanto “no hagas eso…”, “no te lo comas todo…”, “no pises la hierba…”, “no te mires tanto al espejo…”, “dejara…” “…a él también”… que en fin, uno se cansa y se crea esa fama. El Jefe lo echó a ese sitio que está tan lleno de mierda por allí abajo, donde iban a hacer las casas esas de protección oficial pero que se quedaron sin presupuesto. Además, había problemas con la calefacción; el listo que mandaron instalarla lo hizo mal y llevan no sé cuanto tiempo sin saber como se apaga.

¿Por dónde iba? Qué bueno está este porro… Pues eso, que cuando los compañeros vieron que Pedro había apañado un poco todo aquello; con guateque y todo, y que había montado una destilería donde iba a ir el taller de túnicas, la gente empezó a decirle al Jefe: “Oye, ¿Por qué no ponemos una cosa de esas aquí?, “¿Por qué sólo podemos beber vino después del sermón?, que está muy bueno…”, “¿Qué es lo que se hace con la mano? Enséñanos… no seas así”. Que bueno, los mandó a todos con él. Pero el Jefe, que es muy regomelloso, le mandó una chavala a Pedro para que se embriagara del buen alma de ésta chica y así desease volver al camino recto y regresar a casa. Pero la chavala no pilló muy bien eso de recto por lo visto porque se lió con él, y claro, le gustó tanto que quiso repetir. Pedro se enamoró de ella y empezó a comportarse un poco, pero luego la lagarta esa le puso los cuernos con casi todos los que había allí abajo. Pilló un mosqueo… se hinchó de darle hostias a todos los que estaban allí y luego fue a ver al Jefe y a decirle que si por qué le había mandado una guarra…, que por qué cojones le tenían que salir cuernos sólo a él…, que como le mandara más gente les metía fuego a todos… Y bueno, eso, estuvo encabronado un tiempecillo pero luego se cansó; y es que dar hostias todo el santo día cansa una barbaridad.

¿Por dónde iba? Ah, ya me acuerdo. Que yo me morí, me fui a donde me mandaron, me miraron los papeles, me pusieron un sello y me dijeron que podía pasar. Pero a muchos no los dejaban; los metían en unas furgonetas que tenían allí y hala, a los barrios bajos. No decían a tomar por culo, pero ponían la cara. Luego había otros que intentaban colarse, pero tampoco; iban los guardas estos, los agarraban en la frontera y los arremetían en la furgoneta. Y para abajo…

A mí aquello me pareció muy bonito. No veías ningún papel tirado en el suelo, y las fachadas de los edificios siempre tan relucientes. La gente te decía buenos días (porque allí siempre es de día) y te enseñaban una sonrisita así como forzada, y es que… que coño, te entran unos calambres en la cara de tener todo el día la boca estirazada… Que por cierto, no sé si lo he dicho, una norma era sonreírle siempre al prójimo. El primer día de estar allí te daban un manual de normas que ni que fueras a opositar para correos; te lo tenías que leer acostado. Tardé no sé cuantos años en leérmelo entero; y memorizarlo ya ni os cuento, ¿para que? Y es que si en la Tierra hay normas, allí hay más; pues claro, todo tiene que estar de punta en blanco y chitón al que se queje. O chitón o a los suburbios; con Pedro. Bueno, eso era antes. Ahora están los dos un poco picados a ver quién recluta más gente.

Es por el rollo de tanta norma, que después de no sé cuanto tiempo empecé a juntarme con los plebeyos de allí abajo… y es que aquello crea estrés. Hice buenas migas, me presentaron a Pedro, jugábamos a las cartas o no íbamos de copichuelas. Siempre cosillas así, tampoco nos pasábamos. Pero un día descubrió el Jefe que me bajaba a los suburbios a jugar a las cartas y eso. Por lo menos, por aquel entonces no me iba de putas, pero bueno, se enfadó mucho. Me dijo:

-¿Qué voy a hacer contigo… tú?

Y yo:

-Pero si yo no estaba haciendo nada malo. Sólo bajé para llevarles unos cuantos libros de salmos y eso…

Y Él:

-Pero hijo, ¿no ves que yo lo puedo ver todo?

A lo que le respondí:

-No, si ya… tienes más cámaras aquí que ni el Gran Hermano –No sé si lo he dicho, pero a CaPedro hay una tele a color, de plasma, muy chula…
Y me dice:
-¿Tú a qué te dedicabas cuando estabas en la Tierra?
-Pues no me acuerdo ya… -Y no me acordaba.
-Me parece que te voy a mandar otra vez allí. –Me dijo- Una reencarnación es lo que te hace falta… y a ver como te portas. –Me quedé flipando.

Total, que como eran unos mesecillos de prueba no me endilgaron el paquete completo. Osea, volver a nacer, volver al colegio, aprenderlo todo otra vez… no. Si hubiese sido eso le habría dicho allí mismo que me desahuciara y que me mandara a los suburbios. Pero bueno, me pusieron un cuerpo de prueba, con un nombre nuevo (muy feo por cierto, pero es que no lo recuerdo, Atade… no sé qué), y una cara de panoli que echaba para atrás. También me enseñaron el cambio monetario y un poco en lo que consistiría mi trabajo en la Tierra: cocinar unos bocadillos de carne triturada que iban en unos bollos redondos. Me pusieron en unos apartamentos un poco hechos polvo en un barrio que me recordaba a los suburbios y me dieron un poco de calderilla para ir tirando.

Nada más llegar a la Tierra unos tíos me dieron una paliza y me quitaron el dinero y los zapatos. Cuando llegué al apartamento que me asignaron olía como si alguien se hubiese meado allí, pero no sabía dónde exactamente. Luego el curro, una mierda. Mis compañeros parecían subnormales, pero fanfarroneaban de ser universitarios (gente rara). La comida daba asco, pero a la gente les gustaba. Y tener que tratar con los clientes era lo que más me exasperaba. Nunca antes hubiese deseado meterle a alguien la cabeza en una freidora.

Pasaron más cosas, pero no me acuerdo de todas. Recuerdo que llegó un día que me harté (aflojé) y llamé al curro para decir que estaba enfermo (mentí). Luego me fui a una calle del barrio que se llamaba “Moulin Rouge” (de putas) y fui a un espectáculo que se llamaba “Agarré el alarga pene y me fui a ver a Irene” (jojojo); la gracia del espectáculo era que el alarga pene era comunitario… Irene también. No. No os creáis, con el alarga pene te daban unas funditas individuales muy higiénicas… con Irene también las daban.

Pero… ¿Por dónde iba? ¡Ah, ya! Pero eso no lo cuento. Después de aquello no volví a hacer el mismo. Seguí yendo al curro, pero no por mucho tiempo. Uno de los compañeros me enseñó lo que eran los cigarrillos aliñados. ¡Eso sí que estaba bueno! Luego descubrí un bar –en el que pasé más tiempo allí que en cualquier otro lado- que tenía más bebidas alcohólicas que agua tiene el mar. Joder, si me tuviese que volver a bautizar, lo haría en ese bar. Me seguí yendo de “señoritas” y cuando empezó a faltarme dinero aprendí que era muy fácil hacerse con el ajeno.

Y bueno, siguió pasando el tiempo y me fui hartando un poco de estar todo el día en la Tierra. Tiene muchas desventajas; que si tienes que dormir, que si mantenerte con vida, que si te tienes que lavar, ¡afeitarte! Joder, no se le puede pedir eso a un tío que lleva mil quinientos años sin afeitarse, parecía Freddy Krueger. En fin, que pensé; para la mierda que estoy haciendo aquí, mejor la hago allí y me sale gratis. Me pillé un par de pistolas y una escopeta e hice lo que había visto en una película en el bar. Me fui al restaurante de la carne picada y me lie a pegarle tiros a todo el mundo. Luego llegaron los policías, y dijeron ¡Alto! ¡Suelte las armas! A lo que les respondí pegando tiros y claro… me mataron. Diría que vaya mamones, pero es que era básicamente lo que quería. Así que nada. Volví para arriba, me miraron los papeles, el guarda chasqueó la lengua y me dijo que no iba a poder ser. Me arremetieron en la furgoneta y me llevaron a los suburbios. Allí estaba Pedro que se partió el culo al verme. Me enseñó cuál iba a ser mi nuevo apartamento –uno casi igual al que me dieron en la Tierra- y que me dijo que me tocaba barrer las escaleras del bloque los viernes.

Y eso fue todo. Se que es poco para una vida tan larga, pero es que no hay nada más que merezca la pena contar. Casi todo lo interesante les ocurrió a los demás; pero eso que lo cuenten ellos. Moraleja tampoco tengo, no la busques. No sé ni para qué lo cuento, por matar el tiempo supongo.

Ahora, ya se por dónde iba: dejando esto a un lado que he quedado con los amigos para ir a tomar unos cubatillas y pasar la noche con buena compañía.
Nos vemos.

Menos cada día

Aquella mañana no le despertó su madre como de costumbre. Tampoco escuchó pasar los coches bajo su ventana ni oyó a sus padres discutir en la cocina. Solamente se oía el gorjeo de los pájaros en el exterior y un siniestro silencio que envolvía la casa. Ya que su madre no le había despertado, no iría hoy al instituto; así pues, decidió dormir un poco más y ya se levantaría cuando tuviera hambre. Eso ocurrió alrededor de las doce del mediodía; bajó las escaleras, llamó a sus padres pero no respondieron, se fue a la cocina y volvió a su dormitorio con un tazón de cereales. Allí se quedó jugando con su videoconsola hasta las tres de la tarde; la hora en la que solían almorzar.

Volvió abajo y vio que su madre no estaba en la cocina ni había indicios de que estuviera preparando nada allí. De repente le invadió una sensación de pánico. Un accidente, abandono, cualquier tipo de desgracia; pensamiento que se le arremolinaron en la mente hasta acelerarle la respiración y el pulso y hacer que le corriera un sudor frio por la espalda. Corrió hasta el teléfono y llamó a emergencias; nadie respondió a su llamada. Colgó y fue probando con distintos números: el del hospital, el de la policía, bomberos, el seguro… nadie respondió. Salió a la calle e intentó hacer memoria de si había escuchado algún coche pasar en toda la mañana. Se dirigió a la casa del vecino y llamo a la puerta; no hubo respuesta alguna. Fue probando casa por casa, y en todas fue correspondido con el silencio. Volvió a su casa y encendió a tele; quizás fue una evacuación de emergencia y se hubiesen olvidado de él. En la mayoría de los canales no había señal, en otros se veían escenarios vacios o calles desiertas. Encendió la radio y sólo escuchó el sonido de un micrófono huérfano.

Todo el mundo había desaparecido. ¿Qué tenía que hacer ahora? Intentó tomárselo con calma; no perder los estribos ni dejarse adueñar por el pánico. Se fue a la cocina, sacó del frigorífico un surtido de embutidos, se preparo un par de bocadillos y se hizo con unos cuantos pastelillos. Total, nadie le echaría la bronca…
Después de comer fue con la bici a dar una vuelva por el vecindario; ni rastro de una sola persona. Esto hizo madurar la idea de poder hacer todo cuanto le viniese en gana. Bajó de la bicicleta, entró en una tienda de coches e intentó arrancar uno. Tras casi una hora intentándolo, consiguió hacerse con el manejo y salir a trompicones del establecimiento. Fue con el coche hasta el centro comercial que se encontraba a pocas calles de allí y cargó el coche con todo tipo de juguetes y electrodomésticos. Con ese gran botín se dirigió a casa y estuvo jugando con todas aquellas chucherías hasta que se quedó dormido en el sofá.

A la mañana siguiente todo había desaparecido. Su botín, los libros de la estantería, su colección de películas, todos los adornos con los que su madre invadió la casa, y lo peor de todo; la comida también había desaparecido. Creyó que le estaban gastando una broma y se puso a maldecir a pleno pulmón. Luego volvió a las casas de sus vecinos y también habían sido saqueadas. Lo único que encontró fue muebles y estanterías vacías. El centro comercial también había sido barrido, así como todos los depósitos de los coches y motocicletas. De los grifos tampoco salía agua, por lo que intentó no llorar para no deshidratarse tan rápido; pero no fue tarea fácil. Se encerró en su habitación, se echó sobre el colchón desnudo y esperó a que todo volviera a la normalidad. Su madre le encendería la luz y le sacudiría los hombros hasta que despertara del sueño para ir al instituto.

Lo que lo despertó a la mañana siguiente no fueron los vapuleos de su madre, sino el duro y frio suelo que hizo que se le engarrotaran las cervicales y se le entumeciera la cintura. Abrió los ojos y sólo vio paredes desnudas, suelos desarraigados; cerró con fuerza los ojos e intentó que no se escaparan las lágrimas por sus mejillas. El hambre también se despertó y se le quejó con irritación. Decidió dar un paseo por las calles y buscar algo comestible entre las casas. Pero todas estaban tan vacías como la suya. No pudo aguantarlos más y se dejó caer sobre el suelo. Lloró sin consuelo alguno y se dejó abandonado a la sombra de una casa que ya pertenecía a nadie. En un barrio donde ya no había vecinos. Donde incluso los animales habían desaparecido. Tuvo miedo de cerrar los ojos y perder algo más de su mundo al despertar. Pero la noche se le echó encima, y la oscuridad le hipnotizó con la nada.

Ya no había casas. Tampoco calles ni arboles. Un desierto sin arena; un cielo sin azul. Su garganta se quedó sin voz y a su mente le quedaba ya poco de razón. Pero tampoco estuvo del todo solo, pues los recuerdos acudieron a su encuentro. A recriminarle el haber sido un chico tan esquivo, tan solitario. ¿Y si hubiese sido más amable? ¿Si hubiese sabido apreciar lo útil que hay en los demás? Quizás ahora no le parecería todo tan vacío. Quizás…
Lo cierto es que todo estaba vacío, pero había un vacío en su interior que estaba allí mucho antes de que empezaran a desaparecer todo cuanto le rodeaba. Sólo necesitó perderlo todo para saber que es lo que le faltaba.
Comenzó a reír. Un sueño o una intervención divina; ¿Qué más daba? Ya sabía que seria lo próximo que desaparecería mañana. Y le parecía bien.

Eau de Foullè

“Este relato está dedicado a todos los anuncios de colonia y desodorantes varoniles”.


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Fans News, Clasificados (Empleo), pág. 82.

PRESTIGIOSA EMPRESA DEDICADA A LOS COSMETICOS NECESITA GENTE PARA PROBAR SUS PRODUCTOS. BUEN SUELDO MÁS INCENTIVOS.INTERESADOS DEJAR C.V CON FOTO EN EL APARTADO: 19841.


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Querube´s, S.A.

Abelardo, o “El Lagaña”, como era conocido en el barrio por su carencia de atractivo; había recibido respuesta a una oferta de empleo en el periódico. La entidad resultó ser Querube´s, S.A. Una prestigiosa empresa de cosméticos dedicada exclusivamente a la fragancia del género masculino.

Durante una larga espera en la sala de estar, ojeando una revista de moda que lo puso tibio con más de una foto, Abe –para los amigos, si los tuviera- fue conducido hasta una resplandeciente habitación repleta de cachivaches que jamás hubiese sabido identificar. En ésta se encontraban varios individuos con batas inmaculadas que fijaron toda su atención en el muchacho cuando éste entró por la puerta.

-Es perfecto –murmuraban-, ¿has visto que nariz? ¿Qué me dices de su cabello? Parece que se lo hicieron con estropajo. ¿Eso son las costillas? Shhhh, más bajo.

El muchacho ya estaba acostumbrado a todo tipo de comentarios sobre su aspecto físico. No era para menos que le llamaran El Lagaña, pues curiosamente, su aspecto destartalado y peyorativo recordaba a tan roñoso desecho biológico; piel pálida, raquítico, encorvado… Pero siempre era mejor ese desecho que otros peores que se es capaz de segregar.

-Joven, tome asiento, por favor. –Dijo uno de los hombres de bata blanca.

Abe se sentó, y aguardó impaciente la explicación del supuesto empleo.

-Vera, -continuó el mismo hombre- necesitamos un individuo, usted de ajusta perfectamente a los requisitos que buscábamos, para que pruebe durante una semana uno de nuestros productos, y vaya detallando minuciosamente los efectos que ésta vaya causándole.

>El producto en sí, se trata de un perfume que estimula las glándulas femeninas, incrementando las feromonas de ésta de forma que se sienta irremediablemente atraída por el sujeto portador de dicho compuesto. Su cometido, por el que se le pagará generosamente por ello, consiste en frecuentar distintos lugares (bares, discotecas, supermercados, autobuses…) y luego redactarnos un meticuloso informe de los efectos que causa esta colonia en el genero femenino. Así como posibles efectos secundarios como irritación en la piel, malestar general, caída del cabello, o todo lo que vea usted que experimenta.
-¿Y sólo tengo que ponerme la colonia e intentar ligar? –Preguntó Abe arqueando las cejas- ¿Y por eso me pagaran? Wow! no sé…
-Por supuesto, se le dará una prima para cubrir sus gastos nocturnos y demás.
-¡Trato hecho! –Dijo Abe donde un salto de la silla.


***



Primera Noche


Abe se vistió con una flamante camisa color frambuesa a la que le había echado el ojo en los saldos, y unos holgados pantalones marca “Lebis”; que aunque le estaban un poco largos, él lo solucionaba poniéndoles grapas en los falsos. Luego se untó el pelo con abundante espuma (sólo 60 cents en los chinos, una ganga) y se lo peinó encarecidamente. Cuando terminó su minucioso -aunque poco esmerado- aseo, cogió el frasco de “Eau de Foullè” y lo examinó con detalle. Poco convencido de los efectos milagrosos del compuesto, se encogió de hombros y se roció cuello, pecho y brazos con el perfume. Un poco empalagoso para su gusto.

Lo cierto es que esperaba algún resultado favorable, pues llevaba ya demasiado tiempo en sequia y estaba deseoso de echar uno bueno; o no tan bueno, la cuestión era echar uno cualquiera, pues tenía el pozo tan lleno que estaban a punto de reventarle los huevos. Y al muchacho, le gustaba reservarse…


Optó por ir a la discoteca. Mucho género distinto donde poder elegir o que lo eligieran por lo menos, y hacer alarde de su famoso baile: El Superstar. Lo llevaba practicando toda la semana para esta ocasión y no habría hembra viva en la tierra que se le pudiera resistir.

Así pues, Abe se dirigió presto hacia la discoteca “El Candelín”. Observó por el camino las reacciones de las mujeres que pasaban a su lado, y no vio ni el menor síntoma de que se interesaran por él. Ni tan siquiera una mirada fugaz.
Al entrar en la discoteca, una chica que había junto a la puerta le sonrió y clavó su mirada en él. Abe exhibió una media sonrisa, imitando a aquellos actores de gran carisma que salían en aquellas viejas películas y caminó hacia la barra con paso vacilante. Un grupo de chicos (bien etiquetados, como diría Abe) desatendieron su compañía femenina para centrar todos sus comentarios y burlas hacia el muchacho. Éste ya estaba acostumbrado a estos elementos y no le costó repudiarlos de su mente casi al instante.

Junto a la barra se encontraba Casandra; la Venus de Milo de “El Candelín”, y la meta inalcanzable de todo hombre que tuviera el providencial infortunio de posar su mirada sobre ella. Abe se sentó a su lado, sin darse ni siquiera cuenta de su presencia, y pidió al camarero una piña colada. Mientras esperaba su copa, volteó su taburete hacia la pista de baile y planeó dónde podría situarse para realizar su tan ensayado baile. Obviamente debería de ser donde más mujeres hubiese, y eso quería decir en el centro de la pista. Pero sus pensamientos fueron cerciorados por un exquisito “hola” que penetró en sus oídos como el canto de una sirena.

-¿Eh? –Atinó a contestar.
-¿No me invitas a una copa? –Le respondió la bella Casandra.
-¡Oh! Claro, me encantaría invitarte a una copa –Dijo con voz herrumbrosa-. ¿Qué bebes?
-Lo mismo que estés bebiendo tú –Respondió Casandra, esta vez con un tono de voz aún más seductor.

Abe la miró con cara de besugo y le contestó imitando a Cary Grant:

-Whisky.

En ese momento el camarero colocó su piña colada frente a él, y Abe, con gran irritación le dijo al camarero:

-¿Esto qué es? ¡Llévese esto inmediatamente! ¡Yo le había pedido un whisky, inepto! ¡Y tráigale lo mismo a la señorita!

El camarero frunció el entrecejo y clavó una mortal mirada a Abe mientras posaba las manos sobre la barra.

-Por favor… -Añadió Abe rápidamente y con tono débil.

Seguidamente el camarero levantó la mirada al cielo y se marchó con la piña colada. Casandra dejó escapar una leve carcajada y asió cariñosamente a Abe por el brazo.

-Que hombretón más admirable.

A lo que Abe no supo responder otra cosa que tragar saliva.

-Oh, basta de formalidades y perder el tiempo tan tontamente –Dijo Casandra-, llévame contigo a dónde quieras. ¡Hazme tuya, Lagaña!
-Mujer, baja un poco la voz. –Le respondió rápidamente.
-No, no, no, no…

Abe miró a su espalda y vio como el grupo de los bien etiquetados lo miraban con la boca abierta y ojos fijos. Eso le proporcionó a Abe la adrenalina necesaria para coger a Casandra por el brazo y salir corriendo de la discoteca.


A la mañana siguiente, no podía creer la noche que acababa de pasar. Se sentía guapo, elegante, sexy… y ahora mismo la mujer más codiciada y hermosa que había llegado a conocer se encontraba envuelta entre sus sabanas. No se creía todavía que todo ello fuese gracias a la colonia. Era increíble… ¡Menuda semana le esperaba!


***



Lunes, Martes, Miércoles…

Los siguientes días transcurrieron con mayor éxito que la primera noche del experimento. De haber sido un hombre sensato, habría conservado a Casandra en vez de deshacerse de ella como si fuera ropa sucia, para así poder saciar sus años sequia con toda mujer que le atrajese. Su actitud para con las mujeres era igual que la persona que va a la frutería y tantea escrupulosamente el manjar que se va a llevar a la boca. Pero lo que no podía siquiera imaginar, es que algún día la fruta se volvería contra él.

La sucesora de Casandra fue una chica que conoció en el quiosco a la mañana siguiente cuando fue a comprar el periódico. Aquella misma tarde se encontró en el rellano de su piso con Lucía, su vecina madurita con la que tanto había soñado alguna que otra noche. Al día siguiente tuvo un encuentro con una limpiadora de unos centros comerciales en los servicios de caballeros. Antes de salir del centro comercial tuvo otro tanteo con la dependienta de la joyería. A esto le siguieron una docena más de mujeres hasta la mañana del jueves, cuando, exhausto, tuvo que prescindir de la colonia y dejar descansar el cuerpo.

Se duchó y se acicaló el pelo con delicadeza. Luego se puso bastante desodorante y sacó del armario su antigua colonia. Le invadió una sensación de paz con el olor fresco y suave. Se sentía relajado y tremendamente satisfecho. Era gratificante volver a su vida diaria, pero esta vez, sin ningún vacío en su interior.

Salió de su piso y se dirigió presto hacía el quiosco. Allí se encontró con la chica del lunes y no pudo evitar la curiosidad de saber qué es lo que sentiría ahora ella por él. Se acercó cogió el periódico y le dedicó una amistosa sonrisa a la muchacha. Ella lo miró con los ojos desorbitados y le dijo:

-Estás más guapo que nunca.

Abe se quedó perplejo y no supo hacer otra cosa que levantar el brazo y olerse la axila. No, no olía a “Eau de Foullè”…

-Gracias, esto… Gracias, muchacha. –Respondió con una sonrisa y se fue rápidamente de su lado.

Escuchaba como la chica le llamaba con dulzura y le suplicaba que aguardara un momento, pero él no se volvió, sino que apretó el paso. Entró en un estanco con tal de despistar a la muchacha y compró un paquete de cigarrillos. No sabría qué hacer con ellos, pero en ese momento era el menor de sus problemas. Intentó mantener una charla con el dependiente, que se mostraba apático y distraído, sin otro propósito que el de hacer tiempo. Tras unos minutos de embarazosa charla sobre chicles y sobres, entró la mujer del dependiente. Llevaba unos paquetes de tabaco que fue reponiendo cuidadosamente en la estantería que había justo detrás del hombre. La mujer detuvo un momento su tarea y volvió la cabeza lentamente. Miró con curiosidad a Abe y le sonrió con timidez. El rostro del chico tornó a un pálido desmesurado. Lo cual, parece que hizo que la mujer del estanquero se sintiera aún más atraída y le guiñara un ojo. Abe dio tres torpes pasos hacia atrás, derribando un cartel de un vaquero fumando y agarrándose el paquete, y salió del establecimiento tan aprisa como le permitieron sus pies.

Decidió alterar su rutina del día e ir a comprar ciertos productos de limpieza como: distintos geles de baño, jabones, exfoliantes, desodorantes… Lo cual supuso unos cuantos siniestros coqueteos por parte del personal femenino del supermercado. Corrió hacia su piso, el primero B de la calle Elmo, y se deslizó hacia la bañera, en la que vertió todos los jabones y geles, y se roció el cuerpo a conciencia con ellos. Un par de horas después, con la piel tan roja como un tomate a causa del agua hirviendo y el constante roce de la esponja con su piel; Abe cayó rendido en el sofá y no salió de su piso hasta la mañana siguiente.


***



Todo lo que sube, no siempre baja

La ciudad amaneció tan monótona como siempre a las primeras incursiones de los rayos del sol por las calles madrugadoras. Los coches seguían amonestando el asfalto y las tempranas voces de los transeúntes (sin duda, las más molestas de todo el día) interrumpieron el sueño de Abe y le obligaron a dirigirse una vez más hasta la ducha. Tras un largo baño de agua caliente y una breve cabezadita en el retrete, optó por no ponerse ningún tipo de colonia ni desodorante y salió nuevamente a la calle.

Era el tercer día que faltaba a sus clases en la universidad y no podía demorarlo por más tiempo. Se dirigió rápidamente hacia la parada del autobús y logró cogerlo por los pelos. El autobús estaba bastante concurrido y Abe no tuvo más remedio que agarrarse como pudo a la barra y mantener el equilibrio.

Una disimulada mano le acarició suavemente las nalgas. Se giró como una nutria arrancada del agua y miró con ojos estupefactos como una mujer de bastante volumen le sonreía sin despegar la mano de sus nalgas y añadiendo un provocativo “hola”.
Abe se arrastró desesperadamente entre la gente intentando huir de aquella extrovertida mujer, y buscando la puerta de salida como quien busca un retrete en un momento delicado. Pero lo único que consiguió hallar fueron más manos discretas aventurándose en su cuerpo. Soltó sus libros sin preocuparse lo más mínimo por ellos e intentó defenderse con desesperación. Mas lo único que consiguió fue un mayor incremento de excitación en el ambiente y contemplar, estupefacto, como sus pantalones desaparecían entre sus rodillas. Una gran horda de mujeres deseosas de satisfacer ese irremediable apetito que sentían por Abe, se abalanzaron sobre el muchacho haciéndole, lo que para más de uno, hubiese sido un sueño fabuloso. Pero para él, era un yugo, una pesadilla, era heavy metal en un convento de clausura.
En la siguiente parada, Abe consiguió zafarse de sus opresoras y correr calle abajo con los pantalones entre los tobillos y la camisa desmembrada. Al llegar al final de la calle, se detuvo un momento para subirse los pantalones e intentar improvisar algún apañado con la camisa; un estruendo descendió por la calle y observó como el grupo de mujeres había salido tras de él. Abe emprendió de nuevo su frenética huida con pies patizambos y gritos de auxilio, similares a los de un albatros devorado por un tiburón.

En la calle Argumosa divisó como un agente de policía le hacia señas con las manos y le abría una puerta. Estaba salvado.

Se lanzó dentro del coche y éste hizo rachear las ruedas traseras saliendo escupido de la calle. Aprovechó para abrocharse bien los pantalones e introducir la camisa por los pantalones cuando una dulce voz le preguntó:

-¿Se encuentra bien?

Abe levantó lentamente la mirada hacia el agente y contempló como una melena rubia escapaba de la gorra por la parte de atrás.

-No se preocupe. Le pondré a salvo. No se mueva.

Abe obedeció y esperó.

Llegaron a las afueras de la ciudad y la agente detuvo el coche en la cuneta. Apagó el motor y antes de que Abe pudiese reaccionar, la agente se tiró sobre él y lo esposó a la puerta. Después se quitó la gorra liberando su melena dorada y se desabrochó los primeros botones del uniforme mientras lo miraba con ojos juguetones.

-Quedas detenido en nombre de la pasión. –Dijo mientras le arrancaba la camisa y comenzaban nuevamente los gritos de desesperación.


***



Atención al Cliente

A un par de horas del anochecer, la Agente del Amor -como ella mismo obligó a Abe que la llamara- se quedó dormida sobre él.

Con gran destreza, y años de practicar recogiendo todo lo que se le caía al suelo cuando estaba en su piso, Abe cogió con los pies los pantalones de la Agente del Amor y consiguió depositarlos junto a sus manos. Tras unos interminables minutos intentando hacerse con las llaves de las esposas del cinturón, y liberarse después de éstas; Abe salió corriendo del coche con toda su ropa entre los brazos aterrado por si oía despertar el motor del coche.

Antes de llegar a la ciudad, se volvió a vestir y aguardó tranquilamente a que la calle quedara libre de la presencia femenina. Se adentró en la ciudad como un ladrón huyendo de las sirenas de la policía y fue avanzando lentamente, con mucho cuidado de no pasar demasiado cerca de ninguna mujer. Cuando se encontraba a pocas calles de su piso escuchó como alguien emprendía la carrera en su dirección. Se volvió sobresaltado y vio como la chica del quiosco se abalanzaba sobre él. Abe abandonó su escondite y emprendió la huida hacia su casa. Escuchó a la chica gritar y tras unos pocos segundos, se le unieron más voces femeninas. Volvió la cabeza hacia atrás y vio como una docena de mujeres se habían unido en la persecución.

Recolectó todas las fuerzas que le quedaban y las dirigió hacia sus piernas. Esquivó con avidez unas cuantas mujeres que aparecieron de entre la nada abalanzándose sobre él y consiguió entrar sano y salvo en su piso. Entró en su apartamento y echó los dos cerrojos que tenía la puerta. Luego la atrancó con una silla a modo de palanca y se dirigió rápidamente hacia las ventanas. Las cerró y apiló muebles sobre éstas. Sacó el cepillo de barrer del armario de la limpieza y se paró frente a la puerta asiendo con fuerza el palo del cepillo.

Los gritos continuaron, pero no habían golpeado la puerta ni las ventanas. Eso hizo que se serenara un poco; quizás al no estar frente a ellas el efecto había remitido. Corrió hasta el cuarto de baño y cogió el frasco de colonia. Allí estaba el número de teléfono de “Querube´s”, marcó el número y esperó inquieto a que cogieran el teléfono. Tras unos eternos segundos alguien descolgó el teléfono y dijo:

- Querube´s, S.A, Servicio al Cliente, ¿En qué puedo ayudarle?
-¡Me llamo Abelardo, trabajo para vosotros! ¡Por favor, póngame con quién lleva lo de “Eau de Foullè”!
-Perdón, no entiendo nada de lo que dice, señor.
-¡Que soy yo! ¡La cobaya de la colonia que excita a las mujeres! Por favor, se lo suplico, necesito ayuda…
-Un momento, por favor.

Abe aguardó impaciente sin apartar la mirada de la puerta, tras unos segundos escuchó una voz masculina por el aparato.

-¡Eh, necesito que me ayude! –Gritó Abe al audífono- Ya no sé que hacer, no me estoy poniendo la colonia y las mujeres me están acosando. ¡Esto no remite!
Hubo una breve pausa, y la voz masculina le respondió:
-Ya veo. Lo siento, nosotros no hemos contratado a nadie en las últimas tres semanas.
-¿Está de broma? –Dijo Abe con cierto temblor en la voz. -Eau de Foullè…
-Lo siento, chico. Nosotros no tenemos nada que ver.
Dicho esto, el hombre colgó el teléfono y a Abe le recorrió por todo el cuerpo un escalofrio; sentía que había sido utilizado y ahora abandonado a su suerte. Jamás se harían responsables de los efectos del producto y, seguramente, ahora estarían destruyendo todas las pruebas sistemáticamente.


***



La Noche de las Mujeres Ardientes

Una hora después de que Abe se recluyera en su piso, aparecieron más mujeres vociferantes e histéricas. Se sentó en la mecedora esperando que se cansaran de gritar y se marcharan por donde habían venido; pero cada vez era más improbable que esto ocurriera, al menos, no hasta obtener lo que ellas querían.

Unos ruidos chirriantes surgieron del extremo opuesto de la habitación. Abe se levantó he intentó localizar la fuente del ruido. Al cabo de unos segundos el ruido fue más notable y consiguió hallar el lugar de origen. ¡Estaba intentando entrar por la ventana! Una columna humana de mujeres excitadas se erguía frente a una de las ventanas del salón. Abe corrió hasta la cocina a por cualquier cosa que le fuera de utilidad para espantarlas y volvió presto hasta la ventana. La abrió, no sintiéndose muy seguro de sus actos, y divisó con exasperante terror, como una rubia destartalada se encontraba a pocos centímetros de él. Abe sacó el insecticida que había traído de la cocina y lo aplicó, sin agitar, sobre la cara de la muchacha. Ésta soltó un chirriante grito y cayó de espaldas llevándose con ella unas cuantas compañeras. Volvió a cerrar la ventana y se quedó horrorizado ante la horda de mujeres que había frente a su casa.

Exponerse ante las acosadoras pare ser que las inquietó aún más de lo que estaba y se apartó de su campo de visión. Minutos más tarde, comenzaron las amenazas. Como si de un único ser omnipresente se tratara, todas las mujeres se unieron para gritar a coro:

“¡1º B, buenorro, queremos echarte un polvo!”

Siendo esto la gota que colmó el vaso, Abe decidió llamar a la policía y acabar con de una vez con todo esto. Vaciló unos segundos ante el aparato telefónico y marcó el número. Una voz monótona interrumpió el tono de llamada:

-Central de Policía, ¿En qué puedo ayudarle?
-Sí, necesito que envíen unos cuantos coches patrulla a mi casa, una multitud de mujeres se ha plantado frente a mi casa e intentan forzarme.
-Ajam, ¿y usted es..?
-Abelardo. Manden a alguien.
-Ajam -continuó el agente con su tono monótono-, ¿Y que dicen que hacen?
-Pues intentan entrar en casa, gritan desesperadas… están golpeando ahora mismo la puerta e intentan entrar por la ventana. ¡Se están volviendo más violentas por minutos!
-Ajam, ya… Bueno, ya sabe como es esto. Necesitan devorar cerebros para aliviar el dolor.
-¿¿Qué?? ¡¡NO!! ¡¡NO ESTAN HAMBRIENTEAS DE SESOS, ESTAN HAMBRIENTAS DE SEXO!!
-Mira niño, no tenemos tiempo para bromitas telefónicas. Esto es sólo para emergencias. Adiós y buenas noches.

Abe dejó caer el teléfono sobre la mesita y comenzó a apilar más muebles sobre la puerta. Luego volvió a coger el cepillo de barrer y abrió la ventana para echarlas. Tras unos breves forcejeos con las mujeres de ahí abajo, consiguieron quitarle el cepillo, y casi, tirarlo a la calle. Abe logró volver a cerrar la ventana y comenzó a recorrer el pequeño piso en busca de cualquier arma que le fuera de utilidad. Montó un pequeño armamento frente a las ventanas y comenzó a arrojar todo lo que había encontrado: lejía, polvos detergentes, pepsi-cola, sus calcetines sucios, la escobilla del wáter, el cubo de la basura… pero nada conseguía hacer que se alejaran.

Cayó al suelo y comenzó a llorar y temblar. Estaba cansado, no tenia fuerzas para seguir la lucha; y si le atrapaban, el suplicio sería aún más insoportable. Se dejó abandonar a la suerte y que ocurriese lo que tuviese que ocurrir. En ese momento, fue cuando encontró una pequeña oportunidad para salir de aquello. Era tan simple que se echó a reír; ¿Cómo podía haber sido tan idiota? Ellas sólo querían una cosa, y no era “él”.

Corrió hasta el cuarto de baño y cogió el frasco de “Eau de Foullè”; aún quedaba más de la mitad del frasco. Eso tenía que ser suficiente. Volvió al salón y abrió la ventana que se encontraba más al norte, pues era la que estaba más despejada. Al otro lado de la calle se encontraba un viejo perro callejero olisqueando una esquina para ver si sería ese un buen retrete. No había contado con ello, pero quizás eso le fuese de alguna utilidad; no dejaría de aprovechar una ocasión como esa. Abe quitó el tapón y arrojó el frasco con fuerza a donde se encontraba el perro. Éste dio un brinco por el objeto que acaba de estrellarse justo en su esquina y ponerlo perdido de un liquido que sabía a aguarrás.

Abe volvió a cerrar la ventana y estuvo atento a cualquier cambio de la situación.
Las mujeres fueron apaciguándose poco a poco hasta que todas quedaron inmóviles y en silencio. Lentamente, las que estaban más apartadas de su piso se fueron dando la vuelva; ejemplo que fueron siguiendo todas hasta que la gran congregación de mujeres se quedaron mirando al perro desvencijado que se encontraba meando en la esquina. Un nuevo clamor surgió de forma gutural y el sonido de estampida envolvió toda la calle. El perro, que en ese momento no se había percatado de la nueva fascinación de la que ahora era portador, observó con los ojos casi desorbitados y una extraña expresión muy humana de “¡coño!”, como una montaña de bípedas mamíferas hembras se abalanzaban sobre él. De haber tenido cremallera se la habría pillado con ella en su rapto de huida desenfrenada.

Cuando minutos más tarde la calle quedó desierta y el estruendo de los gritos se alejaba paulatinamente, Abe bajó hasta la calle y corrió en dirección opuesta a los gritos. Tras casi media hora de huida a pie, consiguió parar un taxi para que le llevara hasta la estación de autobuses. Allí cogería un tren y se volvería a casa de sus padres.


***



Colonia nueva: Vida nueva

Tras una breve estancia en casa de sus padres -que seguro hubiese perdurado más de no haber sido por ciertos momentos embarazosos ocurridos con su madre-, Abe aceptó el dinero que le ofreció su padre y se marchó sin mirar atrás en busca de una solución a su problema.

Abe optó por llevar una vida que le permitiera mantenerse apartado de las mujeres, y fue por ello que entró en un monasterio budistas en una cordillera perdida del Himalaya. Allí consiguió reponerse de su terrible experiencia y meditar a fondo sobre lo ocurrido. Llegó a la conclusión de que su falta de afecto hacia las mujeres fue lo que le encomendó tener que vivir con aquella maldición y tener que abandonar todo su mundo conocido. Ahora encontraría de nuevo la paz y estaba seguro de que podría acostumbrarse al cambio y ser feliz.

Sus paseos por el monasterio se convirtieron en el momento más sagrado del día. Entró más en contacto con la naturaleza y con su entorno. Comenzó a mostrar fervor por la religión budista y apreciar, cada día más, la nueva oportunidad que se le había dado.


Una gélida noche de invierno, Abe entró al comedor deseoso de cenar y acomodarse junto a sus hermanos entorno a la mesa repleta de platos calientes. Tomó su sopa de ajó con voracidad y ahogó el pan en el plato antes de darle un destino mejor. El frio que sentía fue menguando gracias al calor de la habitación caliente y los dos monjes que se sentaban a su lado. Pero tras un buen rato allí sentado, notó que el calor procedente de su lado izquierda era mayor que el del derecho. Eso era debido a que el monje que se sentaba en ese lado estaba bastante más arrimado a él que el otro. Levantó la cabeza despacio y vio como el monje le estaba mirando de reojo. Abe bajó de nuevo la mirada al plato pero notó como los ojos de aquel hombre le seguían escudriñando. Con más vacilación que la vez anterior, Abe levantó la cabeza y volvió a mirarlo, y en efecto, seguía sin apartar la vista de él. El monje inclinó levemente la cabeza hacia un lado y, sonriéndole tímidamente, le dejó perplejo ante un coqueto “hola”.


FIN

Efímero

Que desdichado; de no encontrarme aquí recluido, hace ya tiempo me habría ido.

Tengo por consuelo, el pensamiento de que nada es eterno. Y a él me aferro; me aferro como a un clavo ardiendo. El tiempo caprichoso, que parece olvidarse de mí, se burla de mí de un modo grotesco: los minutos como yagas, las horas… que se alargan, los días como semanas, y los años: no me da tiempo ni a contarlos.
¡Que no! No me vengas con consuelos; que no los quiero. Y llévate esa lengua afilada, que cada vez que la empleas, deseo verla profanándome las venas. Pues quizás, ése sea el único pretexto, la única salida de esta mente desquiciada. Y ahora que lo pienso, mi corazón se ha quedado pequeño. Quizás, un corte aquí y otro por allí lo puedan aliviar.

Destino, ¿Por qué este odio hacia mí? Si yo a ti no te he hecho nada… Pero no importa, dejémoslo correr. Supongo que te caigo gordo. Y ahora pásame esas uñas afiladas: un corte aquí y otro allí; Gracias. Los minutos como yagas, las horas… que se alargan, los días que ya no habrá, y los años que no vendrán.
No. No es tan triste, no te aflijas. Es tan sólo distinto; mi mente me aprisiona, me lastima, y yo sólo pienso, que soy efímero –igual que el infinito-. Ahora dame un beso, que lo necesito, para al menos llevarme un buen recuerdo de este sitio.

Espantapájaros

Un gran maizal para un sólo espantapájaros. Y solo se encontraba en aquel mar verdoso de espuma dorada.

Durante incontables días de sol y de lluvia, el espantapájaros estuvo ahuyentando a los cuervos; realizando así, con creces, el cometido de su trabajo. Pero ya ha pasado mucho tiempo, y su cuerpo de paja y trapo comienza a derrumbarse lánguidamente. Sus manos, de guantes viejos y dedos quebrados, le cuelgan inertes por los extremos del palo. Y su sombrero de paja, hace ya tiempo se lo llevó el viento.

Ahora solamente permanece inmóvil en su cruz; alzando sus ojos de botón al horizonte, y soñando; soñando con más allá de la línea que separa el maíz del firmamento y los secretos que ésta esconde. Pero hoy el pelele de trapo no se podía sentir más desdichado, pues hoy había descubierto, que el día que nació fue abandonado.


Los cuervos, como cada mañana, planean sobre el espantapájaros; tantean el terreno, e intentando robar comida sin ser descubiertos. Pero los cuervos se han dado cuenta de que hoy le ocurre algo al espantapájaros. Y uno de ellos, el más aventurado, se ha posado en uno de sus brazos.


-¡Eh, Espantapájaros! ¿No nos ahuyentas hoy?
-Hoy no tengo ganas de espantar nada. Podéis comer hasta hartaros. –Dijo el espantapájaros con un suspiro.

El cuervo hizo un gesto a sus compañeros, y estos se posaron a ambos lados del espantapájaros.

-¿Qué te ocurre, Espantapájaros? –Dijo el cuervo.
-No sé cuanto tiempo llevo aquí varado –Respondió-. He visto crecer cosecha tras cosecha; he velado por el sustento del granjero y el ni se ha molestado en volver a ponerme el sombrero. Me empalaron y me dejaron abandonado; y yo como un condenado, ¿qué otra soy si no?, he velado por el cultivo de ese hombre desalmado.

Los cuervos murmuraron un momento entre ellos, y le preguntaron:

-¿Y por qué no te largas de aquí?

El espantapájaros le miro sorprendido, y le respondió:

-¡¿A caso no veis que estoy aquí empalado?! -El espantapájaros sollozó y continuó con voz quebrantada- Yo sólo quiero que me lleve el viento…
-Nosotros somos muy buenos amigos del Viento, Espantapájaros. Y es por eso que nos regaló estas alas.

El cuervo abrió sus alas con solemnidad y jubilo; el espantapájaros las miro con admiración y luego deslizó su mirada hacía la fina línea del horizonte, tras la cual, había un mundo desconocido que no fue creado para él. En cambio el espantapájaros estaría dispuesto a dar cualquier cosa por verlo, al menos, una vez.

-¿Y podrías pedirle al Viento que me lleve más allá de este maizal? -Preguntó el espantapájaros con cierta esperanza; mas siendo consciente, de que era soñar en voz alta.
-Nosotros –respondió el cuervo- somos los emisarios del Viento. Entre todos te llevaremos fuera del maizal y podrás descansar en la ladera que hay más allá. ¿Verdad chicos?

Los cuervos aclamaron la propuesta del cuervo y alzaron sus alas en señal de aprobación.
El espantapájaros guardó silencio un momento. Bajó la vista y contempló como la paja sobresalía por las comisuras de sus ropas descoloridas. Su mano derecha casi la había perdido y su cabeza, al estar desprovista de sombrero y expuesta al radiante sol, le provocaba terribles dolores de cabeza.

-Por favor, sáquenme de aquí… -Dijo el espantapájaros, casi con un susurro.

Los cuervos se alzaron al unísono y se aferraron al espantapájaros. Éste notó como les clavaban sus afilados picos y le desgarraban con sus fuertes garras. Unos le arrancaron las manos y se alejaron con ellas; otros se hicieron con las mangas de su camisa y otros cuantos con el relleno de su interior. Así, uno a uno, fueron desmembrando al espantapájaros y llevando sus restos fuera del maizal; dejando tan sólo la cruz donde fue empalado.

Pero él no prestaba atención al dolor, sino a su cuerpo que se alzaba; que se liberaba. Contemplaba con ferviente alegría como el mundo se iba ensanchando a su paso. Vio árboles, casas, rocas, hierba, un pequeño arrollo juguetón, una liebre asombrada… Cosas que jamás se hubiese atrevido a soñar. Y mientras sus restos iban cayendo ladera abajo, él iba muriendo, mas no murió sin iluminarse, pues se liberó del yugo de la soledad, del desamparo de no ser reconocido.

Los cuervos, no creyendo aún la suerte que habían tenido, volvieron al maizal cantando y bailando para celebrar con aquel festín de frutos, ahora desprotegidos, la partida del espantapájaros y la recuperación del que durante años fue su campo de maíz.

Órbita

A una altitud de 35.000km sobre la tierra, se encuentra el orbitador Bridge camino de la estación espacial ZUL. A las 7.53 A.M, la Bridge sufrió una avería debido a una obstrucción en la exclusa de residuos. El capitán John Miller salió al exterior para reparar dicha avería mientras el teniente Robert Streiner se encargaba del control de la nave.

La sensación de soledad ahí fuera abrumada al capitán Miller; no podía mas que sentirse insignificante y desamparado en la inmensidad de la nada. Su situación era equiparable a la de una pequeña araña en un gran fregadero; sin poder escapar, sin nada a que sostenerse; un pequeño fallo, y caería ahogada en el más profundo de los abismos.

La única compañía allí fuera, era el leve sonido de su respiración.

-Hola, tú debes de ser John.

El capitán Miller alzó la vista a su derecha y contempló atónito, la figura de un hombre sin traje espacial alguno, sólo con unas ropas azules y blancas similares a las que usaban en NASA. Su tez era algo pálida y marchita, y sus cabellos azabaches eran como la infinidad de la noche. Por un momento creyó que algo había fallado en su tanque de oxígeno –pues era imposible que los sonidos se transmitieran en el espacio sin aire, y aun más inverosímil que hubiese allí persona alguna sobreviviendo sin traje-, pero tras comprobar que todo marchaba bien, volvió la mirada al Hombre del Espacio.

-¿Cómo…? ¿Cómo es posible? – Dijo el capitán Miller sin salir de su asombro.
-Bueno John, ¿alguna vez has probado a quitarte el casco y respirar el aire puro de estos paramos? –Le contestó El Hombre del Espacio con una sonrisa.
-Aquí afuera no hay aire.
-Oh, ¿Pero has probado? Te aseguro, John, que yo puedo respirar muy bien.

El Hombre del Espacio inspiró hondo y manifestó en su rostro el gozo que experimentaba con aquel aire puro.

-Debo volver adentro. Algo no marcha bien. Esto…
-Si entras ya me encargaré de que vuelvas a salir. –Esta vez, El Hombre del Espacio no sonrió. – Aquí afuera se está muy solo, John. Muy solo…

El capitán Millar se decidió a no hablar más con aquella alucinación y se dirigió presto hacia la entrada a la nave. En ese momento, vio como El Hombre del Espacio subía rápidamente por encima de la nave dirigiéndose hacía la parte frontal de ésta.



***




Después de salir del compartimento estanco, se dirigió hacía la cabina de control en busca del teniente Streiner; pero antes de llegar, se lo encontró camino de su dirección en el pasillo C.

-¿Lo has solucionado? – Dijo Streiner con cierta monotonía.
-¡¿Lo has visto?! –
-¿El qué? – Contestó Streiner sin mostrar más interés.
-¡Al hombre, maldita sea!

Streiner levantó la vista del cuaderno que sostenía en las manos y miró perplejo al capitán Miller.

-¿Te encuentras bien, John?
-No... No lo sé. Había un hombre allí fuera. No tenía traje, podía respirar con normalidad. Y me hablaba. Dijo que me haría volver a salir…
-Delira, capitán Miller. –Respondió Streiner tajantemente.

Súbitamente saltaron las alarmas. Miller y Streiner fueron rápidamente hasta la sala de control en busca del diagnostico de la avería. Las luces de emergencia parpadeaban y el incesante clamor de las alarmas, inevitablemente, les atemorizaba. Streiner silenció la alarma y pudo leer en la pantalla de diagnostico de la nave:


FALLO EN EL MECANISMO DE DIRECCIÓN


-¿Nos desviamos? – Preguntó Miller.
-Seguramente. –Respondió Streiner sin poder disimular su inquietud- Si no conseguimos solucionar el problema a tiempo es probable que… -Streiner se detuvo un momento con la mirada fija en la pantalla-. La avería es externa. Algo está obstruyendo uno de los propulsores. Puede que se haya infiltrado alguna esquirla metálica desprendida de algún satélite…
-Ha sido ese Hombre, Robert.
-No sigas con eso.
-Dijo que me volvería a hacer salir y lo está haciendo.
-John, no.
-¡Maldita sea, Robert! ¡Me quiere matar!
-¡Basta ya! Déjate de alucinaciones y fantasías. ¿Sabes lo que ocurrirá si no corregimos el rumbo? Que nos estrellaremos contra la Luna. Nuestra trayectoria pasa muy cerca de su órbita ¿Y tienes idea de lo fácil que es estrellar una nave como ésta sobre la luna? ¿Sabes cuantas naves, satélites y demás artefactos se han estrellado allí?
-Pues sal tú.
Streiner miró implacablemente a Miller y dijo:
-Ese no es mi campo, sino el tuyo, John.



***




John Miller se hallaba nuevamente en el exterior. Se encontraba junto al propulsor derecho de la Bridge intentando localizar la avería. Su nivel de oxígeno descendía más rápido de lo normal debido al acelerado pulso que le instigaba el miedo. Atento a cualquier sonido profanador de la inevitabilidad del silencio.

Pese a que el traje le proporcionaba calefacción, un frio gélido corría por su espalda y brazos. Sentía como el espacio se agolpaba contra él. No sabía cómo, pero sabía que El Hombre del Espacio estaba cerca.

-Te dije que saldrías, John.

El Hombre del Espacio apareció tras él y se apoyó de espaldas contra la nave; con la misma naturalidad que alguien se pararía a hablar con él en tierra firme.

-¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
-Estoy muy solo aquí arriba, John. Y, no puedo bajar… -El Hombre del espacio se encogió de hombros y le dedicó una fugaz sonrisa.
-¿Y qué quieres que haga yo?
-¿Sabes cuando tiempo hace que no pasa nadie por aquí? -Le respondió con cierto reproche.
-Y quieres que me quede aquí ha hacerte compañía. ¿No es cierto?

El Hombre del Espacio sonrió gozosamente sin añadir nada más.

-Lo siento. Yo vuelvo a casa.
-Yo no quiero eso, John. –Le miró fijamente apenado, y añadió- Veamos que opina Robert.


En ese momento, El Hombre del Espacio le dio la vuelta al capitán Miller y desconectó la válvula del mecanismo de inyección del traje. Acto seguido, bordeó la nave y se dirigió hacia la cabina de control.

El capitán Miller sacó de su traje dos afilados alicates e intentó aferrarse como pudo a la nave. Si se separaba lo más mínimo de ella, se quedaría flotando a la deriva y moriría asfixiado en cuestión de horas. Era de vital importancia entrar en la nave cuando antes.

El corazón le maltrataba el pecho. Y los nervios incontenibles, hacían que su labor fuese más complicada y peligrosa.

Sosiégate, o acabaras dando tumbos en el espacio, se dijo a sí mismo.
Cuando consiguió llegar a la entrada de la nave quedó horrorizado al ver del otro lado, como El Hombre del Espacio le impedía la entrada. Reía con júbilo, y sus ojos manifestaban una expresión de triunfo inconfundible. Desesperado, fue trepando por la nave hasta llegar a la parte frontal y poder avisar al teniente Streiner por la luna de cristal. Pero El Hombre del Espacio llegó antes que él. Y vio inevitablemente, como éste se abalanzaba sobre el teniente.



***




Optó por lo más sensato. Dirigirse nuevamente hasta la puerta ahora que El Hombre del Espacio no estaba allí. Y debería hacerlo rápidamente, antes de que terminara lo que estaba haciendo en ese momento.

Esta vez la puerta cedió sin resistencia alguna. Se quitó trabajosamente el traje espacial; se hizo con el destornillador más voluminoso que tenía a mano, y avanzó rápidamente hasta la sala de control. Con un poco de suerte, Streiner seguiría vivo. Pero el espacio, no entiende de suerte.

El cuerpo agarrotado del teniente Streiner se hallaba bajo el panel de control de la Bridge. No parecía mostrar señas de heridas ni magulladuras. Simplemente murió; como si se cuerpo se hubiese contraído sobre sí mismo igual que lo haría un agujero negro. Su rostro era el testamento de su muerte.

-La muerte del Vudú, -Dijo Miller en voz alta- jamás he visto a nadie morir así. Morir de miedo…
-Lo siento, John. Robert no era como tú. No es merecedor de Mi Cielo.

El Hombre del Espacio estaba sentado en uno de los asientos que había frente al panel de mandos. Guardó silencio durante un momento, y sin apartar la vista del destornillador que sujetaba John en la mano, le dijo:

-No has arreglado la avería.

Miller no había reparado en eso, y la luna se hacía cada vez más grande en la ventana. El Hombre del Espacio se levantó de su asiento, pasó junto a Miller y le puso una mano en el hombro.

-Espero que tú sí te quedes, John. Estoy muy solo aquí arriba.

Desprendió su mano del hombro del capitán Miller y se alejó lentamente por el pasillo. Miller quedó allí de pie; contemplando su muerte blanca y resplandeciente. Pensando en la soledad de aquel hombre, y la soledad que le aguardaba en aquella tierra gris e infértil que le reclamaba.
La luna era una sirena, y su canto; la gravedad que lo llamaba.



***




INFORME NASA 10/125-98564.
MISIÓN 86549: BRIDGE.
OBJETO DE LA MISIÓN CONCLUIDO. RESULTADO: POSITIVO. DAÑOS ESTIMADOS CONFIRMADOS. SUJETOS DE LA MISIÓN: FALLECIDOS. CONTACTO CON D-RAC/V1 ALIAS ALAN REED: POSITIVO_

Cambio de Dirección

Stanley iba camino de Brasil en el transatlántico Triggered, cuando una tormenta hizo zozobrar el barco en mitad de ninguna parte. La muerte le anegó los pulmones y zarandeó con terrible violencia. Milagrosamente, consiguió resistir a tan temibles vapuleos de las colosales y embravecidas aguas del Atlántico y ser arrastrado por éstas –también sus salvadoras- hacia una serena isla desierta escondida entre las mareas.


Al despertar, igual que la persona que ha de acostumbrarse a mirar sin sus lentes, Stanley observó lo que vendría a ser un punto y aparte en su vida.

Lo que en la mesa de su oficina sería un paraíso tropical, él lo veía ahora como un destierro de la humanidad. Un lugar inhóspito y salvaje, donde tendría que aprender a sobrevivir –o mal vivir, pues el tren de vida que estaba acostumbrado a llevar había descarrilado- y hacerle frente al peor enemigo de cualquier ser humano; uno mismo.

Cuando logró aceptar esto, la supervivencia se hizo más llevadera. Aunque no fue camino fácil el llegar hasta este punto; tan sólo unos cuantos años sin ser contados. La escaza comida compuesta por la poca diversidad de frutos de la isla y algún pescado ocasional, pasó de degradante a tolerable. El día abrazador y la gélida noche se convirtieron en el amén de todos los días. Su ocio, tuvo que menguar de televisión, lectura, juegos de mesa a coleccionar piedras y conchas. Y sus oraciones diarias, estaban dedicadas al recuerdo y la añoranza.

Una mañana, el sonido de las olas trajo consigo algo que resultaba perturbador pero familiar.
Stanley salió de su lecho de hojas secas y corrió velozmente hasta la orilla. A lo lejos vio como un barco mercante se acercaba por el horizonte. Tan sólo tendría que encender la montaña de hojas y ramas verdes que tenía preparada, y su grito de auxilio se levantaría en una gran columna de humo.

El júbilo y la excitación no cabían dentro de él. Apenas tenía el suficiente pulso como para encender la hoguera. Pero tampoco podía apartar la mirada del barco. Su sonrisa se fue desdibujando lentamente, y su pulso menguando. El barco cobró otra forma; y no era la de un ángel salvador, sino la de un mundo lascivo que volvía para reclamarlo en su lugar. Y éste traía consigo, todos los infortunios de la civilización; la sumisión del reloj, las clases sociales, la decadencia de la fortuna, la sobre información, la impudicia de las modas, los juicios de valor prefabricados, pensamientos racionales inculcados –como es la necesidad de una hipoteca, un vehículo, una tecnología disparatada...-, disparates. Disparates variados de un mundo cada vez menos humano.

Por otro lado, echaría de menos tantísimas comodidades: el protegido hogar, la asistencia sanitaria, la interacción con otro ser humano, las comidas…
Durante un instante tuvo miedo. Se sintió perturbado y fuera de lugar. Extraños sentimientos para un hombre abandonado, mas no eran del todo inapropiados. Nada de eso; pues él sabía bien lo que quería.


El barco cruzaba ya bastante cerca de la isla. Stanley lo volvió a mirar, y se agazapó entre los matorrales.

Mi Patria Quemada

Le parecían lejanos aquellos días de sol y rutina. Cómo si sus recuerdos hubiesen sido un sueño, y ahora despierto, supiese que no conocía más que aquel infierno. Pero sus recuerdos no eran sueños; y aquellos días, no fueron lejanos. Ayer desayunó junto a su familia en la terraza de su casa, y al llegar la noche, las llamas eran las que se alimentaban de su casa.

Las calles apestaban a ceniza y pólvora. El cielo, antes azul, ahora era un manto de humo incandescente. El graznar de las aves fue sustituido por disparos y llantos; y el resonar de la campana de la iglesia, por ensordecedoras explosiones. La muerte caía a su alrededor como gotas de lluvia. Temeroso, pues qué otra cosa si no, buscó refugio entre los matorrales y los escombros con la esperanza de salir del país sin ser masacrado. Pero la huída no era sencilla, y tenía que cargar con pensamientos que no quería reconocer.

El aire estaba impregnado de ceniza; su olor era difícil de aceptar, pues ya había visto que no sólo ardían las casas y las calles, sino también los que en ellas habitaban. Cada grito de aquellos demonios de ojos azules le hacía estremecerse; más que el sonido de los disparos y las explosiones. Era el sonido de la muerte invasora. La muerte disfrazada de uniforme, carente de pensamiento racional alguno. Desprovista de humanidad, o quizás, sembrada de ella.


Levy, tras perder a su familia -padres y hermanos, amigos y compañeros-; emprendió la desesperada carreta hacia la frontera. No miró atrás, también evitó el recuerdo; pues éste sólo supuraba la herida de días felices. Sólo miró hacia adelante, donde hubiese escondrijos y refugio. Un atisbo de esperanza entre las sombras bajo el cuerpo marchito de su patria.

Y así siguió, sin más alimento que el agua teñida de rojo de los charcos y las amargas lagrimas que corrían por sus mejillas. No le importaban las magulladuras ni el hambre; el dolor que sentía le venía desde dentro. Un dolor creciente que arrastraba consigo un pensamiento enmudecido.

Los tanques pasaban a pocos centímetros de su escondrijo. El estruendo le mortificaba los oídos; y cuando éste disparaba, su pecho se acongojaba evitando el paso del oxígeno a sus pulmones. Veía como aquellas máquinas iban desgarrando el suelo de sus calles, y como los usurpadores las regaban con cadáveres.

Para ellos, tan solo era carne, pero para él; eran hermanos.
Una fría mañana, de quién sabe que día, Levy llegó a su destino. A pocos metros enfrente de él se encontraba la frontera; tan sólo unos pasos, y se reencontraría con la libertad. Miró a su alrededor comprobando que podría pasar sin peligro alguno. Y así era. Pero aquel enmudecido pensamiento que llevaba arrastrando desde que comenzó la huída, sin poder resistir un minuto más de silencio, afloró como una planta bañada por la visión de la libertad.

No. Tras la frontera no se encontraba la felicidad y tan poco la paz. La felicidad la había dejado atrás; estaba ardiendo y convirtiéndose en cenizas. Allí estaba su felicidad. Vivir lisiado de su familia no era vivir feliz, era vivir por vivir.

No podían arrebatarle su hogar ni su familia. Podían quemarla, mas no arrebatársela. Él moriría, y mezclaría sus cenizas con las de su gente. Mas no habría derrota alguna, pues él elegía su destino.

Salió de su escondite, y con paso firme, emprendió el camino de vuelta a casa.