De la Mano de La Muerte

Aquella mañana, Peter salió del hospital más deprimido de lo que lo había estado nunca. Pero no sólo estaba triste, sino que también estaba confuso. No sabía que pasos debería seguir ahora. Ni que seria lo más apropiado en sus circunstancias.


Caminó hasta el parque que había cerca del hospital y se sentó a meditar durante un rato. Cáncer. Que fatídica palabra para el que no tiene más deseo que el de vivir. Por un lado; seria un consuelo perder de vista a tanta gente que le estaba haciendo la vida imposible, pero por otro lado; siempre quedaba la esperanza de mejorar la calidad de vida. Pero de nada servía intentar arreglar las cosas, pues el medico le aseguró, que no había esperanza alguna.


¿Por qué no le tocó la fría mano de la muerte a aquella gente tan odiosa? Si él se merecía morir, su jefe se lo merecía aún más. Y su ex mujer, y su casera… Y sin embargo le eligió a él. Al menos malo de los malos. Pensó, que si él fuese la muerte, limpiaría aquel círculo de vicio que se cernía sobre él. Y claro está, que si tan mala vida le habían dado, puede que ellos fuesen culpables de lo que le pasaba ahora. No, no es justo. Deberían morir ellos, no él. Pero que tristes pensamientos eran aquellos para un hombre moribundo. Quedarse los últimos días de su vida deseando la muerte de otros y lamentándose de su suerte. Era penoso incluso para sí mismo. Así que lo mejor seria levantarse, armarse de valor y hacer cumplir sus últimas voluntades.


Lo primero que hizo fue ir a la armería de Joel, quien tenía fama de ser poco escrupuloso a la hora de vender artículos debajo del mostrador. Se hizo con un machete de unos 40 centímetros y una pistola de 9mm. Después se decidió por una bandolera, unas botas de montaña y pintura de camuflaje negra.


Cargó todo el arsenal en el coche y se dirigió a la sastrería más cercana. Allí adquirió un traje negro de ceda y unos guantes blancos de algodón. Seguido de esto, se fue a la pizzería de Luigi´s, encargó una pizza familiar y se fue a su apartamento. Entró con la pizza y el traje por la puerta principal, y luego subió las armas por la escalera de incendios para evitar levantar sospechas.

Se puso su traje nuevo, con las botas de montaña y la bandolera; en la que se ajustaba perfectamente la pistola y el machete. Con la pintura negra, se pinto los ojos y los palpados, pareciendo dos cuencas vacías como las de una calavera. Se sentó a disfrutar de la cena y se tomó unas pocas cervezas de más.



Abajo estaba la casera. Una mujer cincuentona y amargada, que desprovista de modales, lo compensaba con malas sañas y altanerías. Siempre le recriminó a Peter que su mujer le había abandonado por inútil y patán. En los momentos en los que el estuvo más bajo y se retrasó con el alquiler, lo amenazó con echarlo a la calle. He incluso cuando llevaba visitas, le negaba la entrada a estas, alegando ser malas compañías y no permitir esos comportamientos en su casa.


Ahora estaba en su viejo sillón viendo el televisor como cada noche. No se percató de la presencia del que arrastraba la muerte hasta que estuvo justo detrás de ella. Se levantó de un salto dispuesta a gritar pidiendo auxilio, pero el grito se le atraganto al ver a aquella figura funesta en representación de la muerte. Sacó el machete y lo levantó completamente, dejándolo caer sobre esa masa de carne ingrata. El golpe fue tal, que la mujer cayó al suelo como si hubiese sido arrollada por un camión. Y él, sediento de satisfacción, se arrodilló ante la vieja para contemplar cada segundo que pasaba, de la vida que se le escapaba.


Una vez cumplida la ejecución, un sudor frió invadió todo su cuerpo. Y un sabor oxidado le atiborró la boca. Tambaleante, enfundó su machete, y con paso torpe, salió por la puerta en busca de los demás elegidos.



Por la excitación y el éxtasis de la muerte de la casera, Peter se mordió con fuerza el labio inferior dejándole una fea herida en la boca. La sangre le rebosaba, pero no dejaba caer ni una gota, pues como si de saliva se tratase, la dejó residir en su boca. El sudor se había intensificado, humedeciéndole los cabellos hasta dejarlos empapados y la pintura de los ojos se le había corrido un poco.


De camino al coche, algunos transeúntes nocturnos se quedaron impactados por la aparición de la muerte errante. Y es que hasta la más valiente de las personas se hubiese acobardado por aquel espanto, que al caminar, dejaba caer gotas de sangre de su machete tras de sí. Se subió al coche y tomo rumbo al norte, donde residía su ex mujer.



Al llegar a la calle apagó las luces del automóvil y se dirigió silenciosamente hasta la fachada de la casa. Paró el motor y se bajó del coche sin despegar la mirada de la casa. Tras unos segundos de reflexión, optó por ir hasta la puerta.


Melanie se encontraba en la cocina preparando la cena para su nueva conquista, quien estaba a punto de llegar. Estaba cortando unas zanahorias para mezclarlas con una ensalada cuando alguien llamó a la puerta. Deseosa de encontrarse con el nuevo hombre de sus sueños, se fue corriendo hasta la entrada con el cuchillo aún en la mano. Al abrir y ver aquella amarga figura, instintivamente se alejó de él cuanto pudo, pero tropezó con la mesita del café y cayó de bruces. Peter dio un paso al frente, saliendo de la penumbra de la noche para ser contemplado a luz más intensa, y que de esta forma Melanie pudiese contemplar el obsequio que le ofrecía por la inesperada visita. La cabeza de su amante pendía de la mano blanca del hombre funesto. Que con una sonrisa, arrojó la cabeza a donde estaba ésta. Y como una rebeldía de algo que nos maneja por dentro, sin dar aviso ni esperarlo en algún momento, la rabia y el valor le brotó a la mujer desde las entrañas, y se lanzó contra el asesino con el cuchillo en la mano y gritando para desconcertarlo. Consiguió acertarle en el brazo, pero la herida no fue profunda y antes de que pudiese volver a atacarle, le golpeó con todas sus fuerzas para apartarla lo suficiente. Sacó la pistola he hizo dos disparos; uno contra el reloj que había junto a la puerta de la cocina y otro en el pecho de la mujer.

Se acercó hasta donde estaba ella, he igual que hizo con la anterior, se quedó mirándola a pocos centímetros de la cara, esperando a que el alma se le escapara. Pero cansado de esperar, cogió el cuchillo de ésta y se lo clavó en el pecho tantas veces que perdió la cuenta. Y al fin, ahí estaba lo que tanto ansiaba; un respiro sin ser seguido de ningún otro.


Estaba casi a punto de amanecer y aun le quedaba aquel cerdo totalitario. Se fue corriendo hasta las Oficinas Fermán antes de que llegara él y poder esperarle en su despacho. Era un hombre maniático y calculador. Le gustaba ser el primer en llegar y controlar la entrada de cada empleado. Usurero y ruin como ninguno, fue la desgracia diaria de diez horas al día del sufrimiento de Peter. Pero ahora él podría cobrarse su premio por tantos malos años de la vida que le dio y poder verlo pronto en el infierno para seguir gozando de su sufrimiento.


Nada más entrar en su despacho, recibió dos disparos en las piernas por una oscura sombra en un rincón de la habitación. Levantó su vista del suelo para intentar ver a su agresor mientras se arrastraba hasta la puerta. Pero la sombra se descubrió, mostrando aquel tormento en vida, para aterrorizarlo aún más. Mientras le suplicaba que lo dejara marchar e incluso darle todo lo que pidiera, Peter desenfundó el machete y fue mutilando al obeso hombre mientras el sol se ponía sobre la ciudad y los gritos del condenado rivalizaban con los del gallo.



Al llegar a su casa, tenía un aspecto aun más lamentable que la de sus victimas. Ya que él aún parecía estar vivo. El blanco de los guates había quedado teñido por diversas tonalidades de rojo. Sus ojos negros ya le caían por las mejillas y su traje arrugado parecía la textura de un cadáver afectado por el paso del tiempo. Dejó las armas sobre la mesa para el descanso de su cintura fatigada. Se acercó a la ventana y contempló aquella ciudad aun apenas despertada a la que echaría tanto de menos.


Aquella tranquilidad y paz fue violada por el estrepitoso tintinear del teléfono que hacia reclamo de su atención. Molesto, fue a descolgar el auricular y con voz quejada dijo:

-¿Sí?
-¿El señor Peter Romero?
-Sí, al habla.
-Le llamo del Hospital San Helen, hubo una confusión en su diagnostico. Se mezclaron los resultados de usted y otro paciente… Le alegrara saber que no tiene cáncer. Sólo es estrés.


Peter dejó caer el auricular al suelo, mientras desde el otro lado aún se escuchaba una voz desconcertada.

Esa mañana, todo era tan tranquilo como cualquier otra. El sol empezaba a brillar con más ímpetu y algunas personas ya salían de sus casas para dirigirse a sus trabajos. La tranquilidad de la calle sólo quedó quebrada durante unos segundos, en los que un sonido hueco y metalizado se escuchó desde alguna parte de la ciudad. Pero como quien tira una piedra a un estanque de agua, tras un momento de perturbación en la superficie, todo vuelve a la calma.

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