Fauces

En el páramo yermo y sombrío, el pastor que guarda el rebaño, entra en la casa para rezar unos salmos. Se santigua y suplica; que ésta noche no se derrame la vida. Luego asegura el ganado, y se dirige de nuevo al páramo. De la ropa se despoja, y la coloca cuidadosamente sobre unas rocas. La luna pronto asomará, y él sabe muy bien lo que ello traerá. Sus nervios se le arraigan, en las manos y en la espalda. Y con la primera luz espectral, el vello le comienza a brotar. Su piel antes blanca, ahora se ha tornado parda. La nariz se empieza a humedecer, y las uñas a crecer. Su cuerpo se encorva, y por atrás un rabo le asoma. Las orejas se le alargan, y en un largo pico acaban. Y de su cara, antes chata, de repente un morro aparece. Y con él trae, una gran hilera de dientes. Un colmillo a cada lado, y unos ojos amenazando. Y lo que antes eran manos, en unas garras han acabado. Y un aullido feroz, al rebaño aterró. Así la bestia nació del hombre, he hizo temblar hasta la noche. Pues aquel día no hubo un ser viviente, que de aquellas fauces lograse burlar a la muerte. A la mañana siguiente el hombre despertó, despojado de su ropa, huerto, ganado… y razón.

El Barco de Papel

Las lágrimas del niño asomaban por sus ojos, tímidas de salir. Y su carita alargada, le reprimía la mirada al suelo. Como si toda la pena que sentía se le acumulase en la cara y ésta le pesara.
Cuanto valor hacia falta para mirar a ese hombre -que con tanto cariño y aprensión le contaba cuentos y dichas de la vida- y no derramar lágrimas de tristeza por su ida. La promesa de ser feliz es algo casi imposible de cumplir.

-Cuando tu viniste a este mundo, yo ya llevaba mucho tiempo en él. -Una sonrisa se debatía entre aquellos arrugados labios y la mirada deseosa de hallar felicidad en aquella triste carita-. Mi cuerpo está fatigado y no sirve ya para nada.

-Yo no quiero que te mueras. –Las palabras salieron de su boca como si hubiese habido una explosión dentro, seguido de un llanto desconsolador-. No quiero que te mueras…

El anciano miró con ternura al niño que estaba tendido junto a él. Quedó un momento en silencio, mientras acariciaba los cabellos de su nieto. Sentía más dolor por el sufrimiento que estaba pasando aquel niño, que por aquella enfermedad que pronto reclamaría su vida.

-Hijo… puede haber algo que me salve la vida.
-¿De verdad? –La voz estaba impregnada de duda. Pero su mirada suplicaba esperanza.
-Sí, pero es peligroso. Y habría que hacerlo con mucha discreción y sin errores. ¿Estas dispuesto a correr el riesgo?
-Claro que sí, abuelo. Cuenta conmigo. Pero, ¿Cómo lo vamos a lograr?
-Es un secreto que me contó mi madre. Ella sabia magia, ¿Te lo había contado alguna vez?
El niño dio un brinco en la cama. La sorpresa le había cambiado la cara. Se sentía lleno de esperanza y ansiedad. Casi no podía creer que la magia existiese realmente, pero así era.

-¡No! ¿De verdad?
-¿Como te iba yo a mentir? –Le dijo el anciano con una sonrisa inocente.- Pero date prisa, queda poco tiempo.
-Abuelo, dime que tengo que hacer.
-Trae papel, cartón y tus lápices de colores.
El pequeño salió corriendo en busca de lo que le había pedido. Cogió los colores y la cartulina de su habitación, y sacó papel de la impresora que había en el despacho de su padre. Dejó todo el material encima de la cama y le pidió más instrucciones a su abuelo. Éste cogió el papel, y recortó un trozo, no más grande que la palma de la mano.

-Ahora debes dibujarme ahí. Debe de entrar todo el cuerpo en ese recuadro. Tienes que hacerlo muy bien, sino no servirá.
-Lo haré muy bien abuelo, no te preocupes. Todo saldrá bien.

Se sentó en el suelo y comenzó a retratarlo. Mientras tanto el anciano, fabricaba un barco con la cartulina que le había dejado sobre la cama. Cuando ambos habían terminado, el anciano cogió unas tijeras y recortó la figura que le había dibujado. Luego –con manos ya temblorosas- colocó el recorte dentro del barco de papel.

-Ahora ve corriendo hasta el riachuelo y deja que la corriente lo arrastre. Cuando llegue al mar, entonces me habrás salvado. Habremos burlado a la muerte y yo podre escapar en el barco. ¡Ahora ve! Y si alguien te pregunta, no le digas nuestro secreto.
-No lo haré, te lo prometo.
-Gracias hijo mío –le dijo con lágrimas en los ojos.- Jamás olvidare que me salvaste en el momento mas difícil de mi vida.

El anciano le dio un fuerte abrazo con sus brazos marchitos, y le apremió a que se diera prisa.
El niño salió de la casa con el barco en la mano tan veloz como le permitían sus pies. Llegó a donde estaba el riachuelo y depositó el barco con delicadeza sobre el agua. La corriente lo empujó y éste avanzo vertiginosamente. El niño corría tras el barco todo cuanto podía.
Corría y gritaba. Le gritaba a su abuelo que iba en el barco que ya era libre. Y aunque había lágrimas corriendo por sus mejillas, éstas corrían de júbilo. Y la sonrisa en su rostro, era una declaración de felicidad.
Finalmente el barco desapareció en la lejanía, y él cayó rendido de espaldas en la hierba. Miraba al cielo y reía a carcajadas. Su abuelo era el hombre más listo del mundo y ahora iba camino a un mundo de ensueño, en un barco de papel.

Mientras tanto en aquella habitación, el anciano exhaló su último aliento. Pero no sintió miedo ni tristeza. Sino todo lo contrario. Pues su mente no estaba presente en aquel cuerpo mutilado ni en aquella inhóspita habitación. Él estaba corriendo ladera abajó; junto a su querido nieto que corría tras él dando saltos de alegría. Sentía el aire fresco de la ladera, el olor de la albahaca que lo impregnaba y la suave brisa que le arrastraba. Se liberó del cuerpo quebrantado que lo atrapaba y se evadió de aquella vida insulsa que ya nada bueno le daba, de la misma forma que un niño cree en la magia y en los cuentos de hadas.

De la Mano de La Muerte

Aquella mañana, Peter salió del hospital más deprimido de lo que lo había estado nunca. Pero no sólo estaba triste, sino que también estaba confuso. No sabía que pasos debería seguir ahora. Ni que seria lo más apropiado en sus circunstancias.


Caminó hasta el parque que había cerca del hospital y se sentó a meditar durante un rato. Cáncer. Que fatídica palabra para el que no tiene más deseo que el de vivir. Por un lado; seria un consuelo perder de vista a tanta gente que le estaba haciendo la vida imposible, pero por otro lado; siempre quedaba la esperanza de mejorar la calidad de vida. Pero de nada servía intentar arreglar las cosas, pues el medico le aseguró, que no había esperanza alguna.


¿Por qué no le tocó la fría mano de la muerte a aquella gente tan odiosa? Si él se merecía morir, su jefe se lo merecía aún más. Y su ex mujer, y su casera… Y sin embargo le eligió a él. Al menos malo de los malos. Pensó, que si él fuese la muerte, limpiaría aquel círculo de vicio que se cernía sobre él. Y claro está, que si tan mala vida le habían dado, puede que ellos fuesen culpables de lo que le pasaba ahora. No, no es justo. Deberían morir ellos, no él. Pero que tristes pensamientos eran aquellos para un hombre moribundo. Quedarse los últimos días de su vida deseando la muerte de otros y lamentándose de su suerte. Era penoso incluso para sí mismo. Así que lo mejor seria levantarse, armarse de valor y hacer cumplir sus últimas voluntades.


Lo primero que hizo fue ir a la armería de Joel, quien tenía fama de ser poco escrupuloso a la hora de vender artículos debajo del mostrador. Se hizo con un machete de unos 40 centímetros y una pistola de 9mm. Después se decidió por una bandolera, unas botas de montaña y pintura de camuflaje negra.


Cargó todo el arsenal en el coche y se dirigió a la sastrería más cercana. Allí adquirió un traje negro de ceda y unos guantes blancos de algodón. Seguido de esto, se fue a la pizzería de Luigi´s, encargó una pizza familiar y se fue a su apartamento. Entró con la pizza y el traje por la puerta principal, y luego subió las armas por la escalera de incendios para evitar levantar sospechas.

Se puso su traje nuevo, con las botas de montaña y la bandolera; en la que se ajustaba perfectamente la pistola y el machete. Con la pintura negra, se pinto los ojos y los palpados, pareciendo dos cuencas vacías como las de una calavera. Se sentó a disfrutar de la cena y se tomó unas pocas cervezas de más.



Abajo estaba la casera. Una mujer cincuentona y amargada, que desprovista de modales, lo compensaba con malas sañas y altanerías. Siempre le recriminó a Peter que su mujer le había abandonado por inútil y patán. En los momentos en los que el estuvo más bajo y se retrasó con el alquiler, lo amenazó con echarlo a la calle. He incluso cuando llevaba visitas, le negaba la entrada a estas, alegando ser malas compañías y no permitir esos comportamientos en su casa.


Ahora estaba en su viejo sillón viendo el televisor como cada noche. No se percató de la presencia del que arrastraba la muerte hasta que estuvo justo detrás de ella. Se levantó de un salto dispuesta a gritar pidiendo auxilio, pero el grito se le atraganto al ver a aquella figura funesta en representación de la muerte. Sacó el machete y lo levantó completamente, dejándolo caer sobre esa masa de carne ingrata. El golpe fue tal, que la mujer cayó al suelo como si hubiese sido arrollada por un camión. Y él, sediento de satisfacción, se arrodilló ante la vieja para contemplar cada segundo que pasaba, de la vida que se le escapaba.


Una vez cumplida la ejecución, un sudor frió invadió todo su cuerpo. Y un sabor oxidado le atiborró la boca. Tambaleante, enfundó su machete, y con paso torpe, salió por la puerta en busca de los demás elegidos.



Por la excitación y el éxtasis de la muerte de la casera, Peter se mordió con fuerza el labio inferior dejándole una fea herida en la boca. La sangre le rebosaba, pero no dejaba caer ni una gota, pues como si de saliva se tratase, la dejó residir en su boca. El sudor se había intensificado, humedeciéndole los cabellos hasta dejarlos empapados y la pintura de los ojos se le había corrido un poco.


De camino al coche, algunos transeúntes nocturnos se quedaron impactados por la aparición de la muerte errante. Y es que hasta la más valiente de las personas se hubiese acobardado por aquel espanto, que al caminar, dejaba caer gotas de sangre de su machete tras de sí. Se subió al coche y tomo rumbo al norte, donde residía su ex mujer.



Al llegar a la calle apagó las luces del automóvil y se dirigió silenciosamente hasta la fachada de la casa. Paró el motor y se bajó del coche sin despegar la mirada de la casa. Tras unos segundos de reflexión, optó por ir hasta la puerta.


Melanie se encontraba en la cocina preparando la cena para su nueva conquista, quien estaba a punto de llegar. Estaba cortando unas zanahorias para mezclarlas con una ensalada cuando alguien llamó a la puerta. Deseosa de encontrarse con el nuevo hombre de sus sueños, se fue corriendo hasta la entrada con el cuchillo aún en la mano. Al abrir y ver aquella amarga figura, instintivamente se alejó de él cuanto pudo, pero tropezó con la mesita del café y cayó de bruces. Peter dio un paso al frente, saliendo de la penumbra de la noche para ser contemplado a luz más intensa, y que de esta forma Melanie pudiese contemplar el obsequio que le ofrecía por la inesperada visita. La cabeza de su amante pendía de la mano blanca del hombre funesto. Que con una sonrisa, arrojó la cabeza a donde estaba ésta. Y como una rebeldía de algo que nos maneja por dentro, sin dar aviso ni esperarlo en algún momento, la rabia y el valor le brotó a la mujer desde las entrañas, y se lanzó contra el asesino con el cuchillo en la mano y gritando para desconcertarlo. Consiguió acertarle en el brazo, pero la herida no fue profunda y antes de que pudiese volver a atacarle, le golpeó con todas sus fuerzas para apartarla lo suficiente. Sacó la pistola he hizo dos disparos; uno contra el reloj que había junto a la puerta de la cocina y otro en el pecho de la mujer.

Se acercó hasta donde estaba ella, he igual que hizo con la anterior, se quedó mirándola a pocos centímetros de la cara, esperando a que el alma se le escapara. Pero cansado de esperar, cogió el cuchillo de ésta y se lo clavó en el pecho tantas veces que perdió la cuenta. Y al fin, ahí estaba lo que tanto ansiaba; un respiro sin ser seguido de ningún otro.


Estaba casi a punto de amanecer y aun le quedaba aquel cerdo totalitario. Se fue corriendo hasta las Oficinas Fermán antes de que llegara él y poder esperarle en su despacho. Era un hombre maniático y calculador. Le gustaba ser el primer en llegar y controlar la entrada de cada empleado. Usurero y ruin como ninguno, fue la desgracia diaria de diez horas al día del sufrimiento de Peter. Pero ahora él podría cobrarse su premio por tantos malos años de la vida que le dio y poder verlo pronto en el infierno para seguir gozando de su sufrimiento.


Nada más entrar en su despacho, recibió dos disparos en las piernas por una oscura sombra en un rincón de la habitación. Levantó su vista del suelo para intentar ver a su agresor mientras se arrastraba hasta la puerta. Pero la sombra se descubrió, mostrando aquel tormento en vida, para aterrorizarlo aún más. Mientras le suplicaba que lo dejara marchar e incluso darle todo lo que pidiera, Peter desenfundó el machete y fue mutilando al obeso hombre mientras el sol se ponía sobre la ciudad y los gritos del condenado rivalizaban con los del gallo.



Al llegar a su casa, tenía un aspecto aun más lamentable que la de sus victimas. Ya que él aún parecía estar vivo. El blanco de los guates había quedado teñido por diversas tonalidades de rojo. Sus ojos negros ya le caían por las mejillas y su traje arrugado parecía la textura de un cadáver afectado por el paso del tiempo. Dejó las armas sobre la mesa para el descanso de su cintura fatigada. Se acercó a la ventana y contempló aquella ciudad aun apenas despertada a la que echaría tanto de menos.


Aquella tranquilidad y paz fue violada por el estrepitoso tintinear del teléfono que hacia reclamo de su atención. Molesto, fue a descolgar el auricular y con voz quejada dijo:

-¿Sí?
-¿El señor Peter Romero?
-Sí, al habla.
-Le llamo del Hospital San Helen, hubo una confusión en su diagnostico. Se mezclaron los resultados de usted y otro paciente… Le alegrara saber que no tiene cáncer. Sólo es estrés.


Peter dejó caer el auricular al suelo, mientras desde el otro lado aún se escuchaba una voz desconcertada.

Esa mañana, todo era tan tranquilo como cualquier otra. El sol empezaba a brillar con más ímpetu y algunas personas ya salían de sus casas para dirigirse a sus trabajos. La tranquilidad de la calle sólo quedó quebrada durante unos segundos, en los que un sonido hueco y metalizado se escuchó desde alguna parte de la ciudad. Pero como quien tira una piedra a un estanque de agua, tras un momento de perturbación en la superficie, todo vuelve a la calma.

El Último Diario

11 de Enero

Anoche volvió a llover plomo. Hoy han dicho por la radio que nadie beba agua corriente, pues ya es oficial que está contaminada. Conseguimos 57 litros de agua mineral; aunque para ello tuvimos que empeñar todas las joyas que había en la casa. Las calles y los tejados están teñidos de negro. Por fortuna han limpiado las carreteras en cuanto cesó la lluvia. Si hubiésemos pinchado, esa gente histérica nos habrían robado, y quién sabe... puede que incluso matado. Todo es tan extraño.
Aún no han dicho ha qué es debido todo esto. Nadie lo sabe, o por lo menos, nadie quiere contarlo. Cada vez que el cielo se llena de esas nubes negras-azuladas me entra el pánico. ¿Y si lloviese tanto que el techo cediera bajo el peso? No. No debo pensar en eso o me volveré loco.

15 de Enero

Hoy han caído cerca de mi casa esos rayos de los que hablan por la radio. Caen rayos con el cielo despejado. Por ahora sólo habían caído por los países del norte. Jamás pensé que llegarían hasta aquí. Uno cayó en la casa de los Peterson derribándoles medio tejado. Toda la mañana han estado sacando escombros. Por fortuna, los bomberos les pudieron ayudar durante unas horas. Pero es demasiada gente la que necesita ayuda.
Creo que estoy dormido y que esto es una pesadilla. Un mal sueño. Pero me pellizco, y no me despierto. El hombre es idiota o la física se ha vuelto loca.

16 de Enero

Hoy ha sido un día bastante normal, y por normal, me refiero a como era antes. Parece que todo está acabando. Hacía mucho tiempo que no estaba tan alegre.

28 de Enero

Creo que son las cinco de la mañana. La lluvia de plomo ha vuelto. Es ensordecedor. Creo que el tejado caerá de un momento a otro. No se donde esconderme. Mi mente es el único refugio que me queda. Pero tengo mied…
Anoche se fue la luz. Han caído los tendidos eléctricos, y no habrá energía eléctrica hasta dentro de mucho. Con una vieja radio a pilas hemos oído que ha comenzado una epidemia por África. Han declarado una cuarentena mundial. El presidente de EE.UU ha anunciado que abrirán fuego contra cualquier vehículo o persona que intente entrar en el país; ejemplo que han seguido las demás naciones. Cada país debe apañárselas por sus propios medios.

29 de Enero

Esta mañana, mientras quitábamos plomo del tejado, empezaron a caer los rayos. Uno de ellos ha caído en el patio, a pocos metros de donde nos encontrábamos. Papá se ha caído del tejado. Creemos que tiene la cadera rota o algo… no lo sé. Los hospitales están atestados y es imposible conseguir un medico.

5 de Febrero

La gente está muriendo. No sólo los humanos, también los animales. No se escuchan pájaros. Han aparecido manchas rojas en los océanos, y los peces muertos son arrastrados hasta la orilla. Las playas han sido cerradas. Nadie sabe a qué es debido. Dicen que empieza con una fiebre. Los que encuentran muertos tienen la piel grisácea. Lo más seguro es que nos estemos envenenando. Papá tiene fiebre; estamos preocupados por él.

8 de Febrero

Mi padre ha muerto. Tenía la piel gris, la lengua de color rojo intenso y los ojos amarillos. Jamás podré olvidar su cara funesta en el sofá de la sala de estar. Pero he de hacer acopio de valentía. Ahora soy yo quien debe cuidar de la familia. Mi madre y mi hermano pequeño me necesitan. Sólo le pido al Cielo que me de fuerzas.

20 de Febrero

Me encuentro mal. Hace mucho frio. El aire se ha vuelto denso, y es difícil respirarlo. Cada día que pasa estoy más cansado que el anterior. Mi hermano lleva dos días durmiendo. Ni siquiera se ha movido, y por más que le pongo mantas encima, siempre está helado. Y mi madre… bueno, mi madre no se dónde está. No sé cuando fue la última vez que la vi. Creo que estaba enferma.
Me parece haber visto en el cielo manchas enormes. No estoy seguro. Pueden que sea alucinaciones. No como nada desde hace días. Todo lo que me llevo a la boca sabe a cartón. Estoy cansado, ya seguiré mañana.

25 de Febrero

El otro día, no se cuál exactamente, salí a dejar la basura enfrente de la casa y no conseguí encontrar el camino de vuelta. En esos días no vi nadie por la calle, ni oí ruidos en ninguna casa. Ni tan siquiera el de los animales. Sólo un “ZUUMMM”.
Mi hermano sigue durmiendo. No había más mantas en la casa, así que le he dado la mía también. Tengo mucho sueño. Me pesa todo el cuerpo y apenas puedo sostener la pluma. Mañana seguiré escribiendo.

26 de Febrero

27 de Febrero

28 de Febrero

El Asunto que Aguarda en el Sótano

Wendy no dejaba de llorar, mientras Lucy intentaba consolarla para así consolarse ella misma. Los chicos, nerviosos y frenéticos, se gritaban endiabladamente exigiéndose soluciones. Pero los alaridos que subían del sótano no les permitían pensar con claridad. Con cada nuevo grito del hombre muerto, se sentían más impotentes.

-¡Que se calle! ¡Maldita sea, haced que se calle! –Gritaba Wendy.
Bobby enfurecido, miró a Wendy reprimiéndose las ansias de abofetearla. Lo último que necesitaban era una mujer histérica e inútil. Le dio la espalda y se dirigió a los dos muchachos.
-Hay que matarlo.
-¿Y como coño quieres que lo hagamos, Bobby? Joder, ¡Si le he abierto la cabeza con un tronco, y el cabrón sigue gritando y golpeando la puerta!
-Pues no lo sé, pero hay que matarlo. No quiero que cuando lleguen mis viejos vean al puto negro jurándonos venganza. Scott, ¿Tu qué dices?

Scott pensaba que si se organizaban, podrían vencerlo. Bastante trabajo costó encerrarlo en el sótano. Pero con Bill, que estaba aún más histérico que las dos mujeres por haberle abierto la cabeza al hombre muerto, el asunto se les escapaba de las manos.

-He estado pensando un plan. – Guardó silencio unos segundos, mientras volvía a repasarlo todo –. Bien, primero necesitamos atar algunos cuchillos a unos palos. Cuando le acuchillé el vientre, antes de tirarlo al sótano, casi me arranca un brazo.

Bill y yo nos pondremos enfrente de la puerta con las lanzas mientras Lucy la abre, y tu Bobby, te pones a un lado de la puerta y le echas una soga al cuello. Si conseguimos atarlo, entre los tres podremos sacarlo fuera, y… bueno, no sé, meterle fuego.

Bobby asintió con la cabeza, analizó el plan de Scott, y conforme lo repasaba mentalmente fue animándose más. Comenzó a reír eufóricamente y se abalanzó hacia la frente de su amigo para besarla.

-Busquemos unos palos.

Zabubu fue criado de la familia desde que llegó a Inglaterra, demostró ser un sirviente leal y afable. Cuando cumplió los sesenta, los Harrison lo dejaron a cargo de la casa de campo de Spring Hill, en compensación a su lealtad a la familia. Aunque cuando llegó a Inglaterra se convirtió al cristianismo, fue iniciado en el vudú y la santería por su abuela materna.

Jamás usó los conjuros y rituales desde que aceptó su nueva doctrina. Pero el hijo único de los Harrison, Bobby, desde pequeño fue insolente con él. Lo consideraba un esclavo, como veía en aquellas películas. Lo trataba con altanería, y le exigía realizar arduas tareas que no se encontraban entre sus funciones. Soportó el arrogante trato de Bobby sin rechistar hasta aquella tarde de humillación. Nítidamente, entre la vida y la muerte, recordó las palabras de aquel terrible maleficio.

Ahora se encontraba encerrado en el húmedo sótano, soportando el dolor de las heridas en su cuerpo marchito. Un dolor, que solo desaparecería cuando los que lo habían causado murieran de la peor de las formas. A falta de sangre, por sus venas solo corría la venganza. Con cada herida, su instinto se hacia cada vez más dominante y salvaje. Su conciencia quedó desplazada a un segundo plano, y su odio, que quedaba patente con cada grito, crecía a medida que escuchaba los llantos de sus asesinos.

Su corazón, que le dolía fatídicamente por el hecho de no estar latiendo, le dio un brinco al ver que la puerta se abría. Se agazapó en las escaleras, dispuesto al ataque, pues lo que los jóvenes no sabían, era que Zabubu había entendido cada palabra de lo que planeaban.

Lucy, con mano temblorosa, sostuvo el cerrojo de la puerta a la orden de la señal para abrirla. Bobby estaba pegado a la pared con la cuerda en la mano, mientras Scott y Bill, agarraban con fuerza las improvisadas lanzas. Mantuvieron un momento de silencio, en el que solo se podía oír la respiración entre cortada de Bill. Scott dirigió su mirada a los componentes del grupo, para confirmar las posiciones, acabando con encontrarse los entumecidos ojos de Lucy. Asintió con la cabeza, en señal de que era la hora de abrir la puerta.

Corrió el cerrojo lentamente, esperó un momento, y obligándose a no pensar en lo que había tras la puerta la abrió hasta la mitad, ocultándose tras ésta. El hombre muerto asomó medio cuerpo acompañado de un espeluznante alarido que los inmovilizó del susto durante unos pocos segundos, suficientes para agarrar a la muchacha que se escondía tras la puerta y arrastrarla escaleras abajo.

Scott se lanzó hacia el sótano, pero Bill lo agarró con fuerza por la chaqueta gritándole que no bajara. Scott se quitó la chaqueta, y con la lanza en la mano se abalanzó escaleras abajo. Los otros tres se quedaron inmóviles observando la puerta. Pronto se dejaron de escuchar los llantos de Lucy. Y a pesar de que Scott gritaba con fuerza, eran más notables los mortecinos alaridos del hombre muerto. Pronto, el grito de Scott se fue ahogando, hasta que solo se escuchó el gotear de la sangre en el suelo.



Bill se apresuró a cerrar la puerta, pero Bobby se lanzó contra él, gritándole.

-¿¡Que diablos estas haciendo!? ¡Ellos siguen allí abajo!
-¡Los ha matado! ¡Deja que cierra la puerta, joder!

Entre forcejeos, los dos cayeron al suelo. Al oír unos pasos ascender por las escaleras torpemente dejaron de un lado la riña, mirando fijamente la puerta abierta. Los pasos se detuvieron a pocos peldaños de la puerta. Bill se incorporó, dispuesto a cerrar la puerta, pero la duda que Bobby le había sembrado, de que pudiera ser su amigo, le incapacitó a ello.

La improvisada lanza de Scott sobrevoló la habitación hasta incrustarse en el pecho de Wendy, que seguía sentada en el sofá, sollozando. Los dos muchachos quedaron petrificados al ver como a su amiga se le escapaba la vida entre gemidos. Y con paso lento, asomó el hombre muerto del oscuro sótano, sosteniendo entre sus manos las cabezas de sus amigos. Se acercó a Bobby y le asestó un fuerte golpe con las cabezas en la de éste. Se escuchó el crujir de los huesos, dejando un charco de sangre y masa encefálica en el suelo. Bobby quedó tendido en el suelo sin conocimiento, mientras Bill se arrastraba por el suelo intentando escapar de su agresor, que le seguía con paso lento y conciso.

Bill se levantó y corrió a la cocina, en busca de un enorme cuchillo que había sobre la mesa. Se dio la vuelta en busca de una posible salida, pero se encontró a menos de un palmo de distancia del hombre muerto, que le agarró por el cuello con fuerza. Asestó ciegos golpes sobre él, pero consiguió clavarle el cuchillo -en un golpe fortuito- entre sus costillas. Éste gritó de dolor, y aflojó un poco el cuello de Bill. Tomando aire, le propinó una patada derribándolo y liberándose de aquellas condenadas manos.

No consiguió alejarse mucho de Zabubu, pues este le cogió por la pierna, tirándolo al suelo. Se sacó el cuchillo del costado, tarea que le supuso un insufrible dolor, para acabar menguando la agonía al clavarlo en la espalda de Bill. El hombre muerto se echó encima de Bill, seccionándole la cabeza a mordiscos.

El cielo empezaba a clarear. El hombre muerto fue a donde se encontraba Bobby, aún inconsciente, le ató el cuello con la soga y lo sacó a rastras de la casa. Junto a la entrada principal había un árbol, Zabubu lanzó un extremo de la cuerda por encima de una rama, y subió el cuerpo de Bobby a pocos centímetros del suelo. Cuando el joven recuperaba la consciencia y abría los ojos, unos grandes dientes blancos teñidos de sangre se proyectaron sobre su rostro. Lo último que devoró fueron sus ojos. Al terminar, colocó el cuerpo agonizante a media distancia, entre el suelo y la rama del árbol. Conforme la vida de Bobby se extinguía, lo hacía también el dolor de las heridas del hombre muerto. Finalmente, cuando todos murieron, también él pudo hacerlo.

Zabubu fue un hombre humilde y gentil, nunca decepcionó a la familia Harrison. A pesar de ser tan solo el criado, llego a enfatizar con ellos, especialmente, con el señor Harrison. Fue lo más parecido a un amigo, en lo que pudo encontrar en aquella tierra hostil. Abrazó la fe cristiana con esperanza de una vida mejor después de aquella. Eso fue la ilusión que guardó toda su vida. Pero aquella tarde en la que aquel chico, que siempre trató con el mismo cariño con el que trataría a un hijo suyo, se burló de él con sus amigos, lo maltrataron y finalmente, asesinaron. Y solo por el hecho, de que le amenazó con informar a su padre por el trato tan degradante que estaba recibiendo. El odio y el rencor que sintió en aquellos últimos momentos de vida, le hicieron acordase de aquella anciana que lo inició en aquellas artes oscuras y peligrosas.

Rechazó, a pesar de ser el único anhelo que cosechó toda su vida, aquella gloria prometida. Y maldiciendo a tan crueles asesinos, se maldijo a sí mismo. No por la condena de soportar las heridas de la muerte, sino por condenar su alma a aquel infierno del que todos hablaban.

Ruidosos

-Lo primero que recuerdo eran los perros, le dijo al psiquiatra. Al pasar por enfrente de la casa, unos aullaban, otros ladraban o gemían…
-¿Y usted cree que notaban alguna presencia? –Interrumpió el psiquiatra-.
Gabriel miró al doctor fijamente. Debía de volver a contar la historia. Sino, aquella crisis nerviosa le acabaría llevando a la tumba. Respiró hondo y continuó.
-Sin duda, no puede negar que es un fenómeno curioso, el que los perros muestren esos comportamientos al pasar por un determinado lugar. –Gabriel se detuvo un momento-. No me di cuenta hasta que llevaba unos días allí, y asomado a la ventana, del que fue el cuarto de mi madre, observé aquel extraño fenómeno en los animales.
-Que sea extraño, no quiere decir que sea sobrenatural.
-Muy cierto. Pero antes de sacar conclusiones, deje que le cuente mi historia.
Gabriel apoyó la cabeza sobre el respaldo de la cómoda, cerró los ojos, y comenzó su relato.

Mi madre había muerto la semana anterior. En su testamento me dejó la casa, y el resto de sus bienes los cedió a la beneficencia. Mi sueldo no era gran cosa, así que si me mudaba a casa de mi madre, podría ahorrarme el dinero de la renta del apartamento.
No le di importancia al asunto de los perros entonces. Tampoco a lo que yo creía, eran despistes míos, tales como dejar los cerrojos de las puertas abiertos, o las luces de la casa encendidas. No sentía más miedo, que el de la compañía de la soledad en una gran casa vacía.
Fue una noche que invité a mis amigos a cenar, cuando entre bromas sobre lo sucedido, despertaron la idea en mi cabeza de que la casa no estuviera tan sola como creía. Resultó que, estando todos en el salón, se escuchó un golpe procedente del piso de arriba. Parecía que de mi colección de canicas, que guardaba desde la infancia, una se había caído por inercia, haciendo el ruido característico de una bola al botar en el suelo. A los pocos minutos cayó otra, y cada vez eran más seguidas unas de otras. Fueron cayendo al suelo una a una, hasta causar un ruido realmente angustiante. Subimos todos juntos, yo agarraba con fuerza el atizador de la chimenea. Pero al abrir la puerta, sentí más miedo que alguien que hubiese esperado encontrarse con un ladrón. Todas las canicas estaban inmaculadamente puestas en su sitio. Para cualquier persona, no es más que una anécdota cualquiera, pero aquella noche yo tendría que pasarla allí, sólo.
Lo siguiente, recuerdo que fueron los muebles. Todas las noches se oía cómo los movían de sitio. Creía que eran los vecinos, en una mudanza ajetreada. Pero una noche reconocí el sonido del taburete metálico que había en la cocina. Cuando bajé a comprobarlo todo estaba en su sitio, pero al volver a mi dormitorio, escuché nítidamente, que alguien descalzo echó a correr detrás de mí. Me volví bruscamente, pero el silencio me envolvió y un frío se adueñó de mi espalda. Aquella noche dormí en el salón.

Cuando pasaron unos meses la situación ya se había complicado, algo me destapaba por las noches, me cambiaban las cosas de sitio, me escondían las llaves de la casa,…. Y una mañana, cuando me levanté, vi una pareja de ancianos sentados en la mesa de la cocina. El hombre me miraba por encima del hombro de la mujer, y cuchicheó algo a la anciana mientras me miraba. La mujer giró ligeramente la cabeza y me miró de reojo. Los ojos de la anciana estaban cargados de rencor. No pude hablar. Me desmayé, y al caer, me golpeé la cabeza con una silla.
Al recobrar el conocimiento allí no había nadie. Llamé a Mery, una amiga que está muy relacionada con todo lo místico. Le conté todo lo que pasaba en aquella casa, mi incidente con los ancianos, mi imposibilidad de mudarme, pues nadie me daba una oferta medio decente a aquella vieja casucha, y bueno, lo de mi despido. No descansaba bien por las noches y me perjudicó seriamente en el trabajo.
Me dijo que debería informarme de la historia de la casa, y de toda la gente que vivió allí. Y luego me propuso la posibilidad de una sesión espiritista, a la cual, me negué en redondo. No quería más vivencias de aquel tipo, y si aquel ritual o lo que fuere, lo empeoraba, no sabría como soportarlo.
No encontré nada fuera de lo normal en los antiguos habitantes de la casa. Ni asesinatos, ni trifulcas. Así que regresé a casa y la puse patas arriba. Pero tampoco encontré nada. Por mucho que me esforcé, pasaron semanas sin hallar una sola pista. Y fue la primera noche que hable con Mery de la posibilidad de acceder a la sesión espiritista, cuando vi aquella figura oscura en el patio de la casa. Era una silueta –una sombra-, que parecía mirar a mi ventana. Avanzó despacio por el patio y desapareció en la entrada de la casa. Segundos después, los perros aullaban.

Mi madre vivió en aquella casa desde pequeña. Como era una casa grande, al casarse con mi padre se quedaron a vivir allí, con mis abuelos y mis tíos. Pero al nacer yo, mis padres se mudaron. Cuando me licencié y me independicé, mis padres volvieron a la antigua casa. Allí permanecieron hasta sus últimos días. Y salvo mi madre, que en contra de su voluntad, murió en el hospital, todos mis familiares perecieron en aquella casa. Pero eran gente honrada y de buen corazón. Tampoco les oí nunca hablar de espíritus. Por lo tanto, no veía otra manera de echar luz en el asunto que comunicándome con ellos.

Mery llevó una cartulina blanca con las letras del abecedario, signos, y algunas palabras sueltas escritas en él. Lo puse en la mesa del salón y me pidió un vaso pequeño. Miguel se ofreció para acompañarnos y ayudar en lo que hiciera falta. Era amigo mío desde la infancia, y aunque no creía demasiado en fantasmas, escuchó que era algo peligroso, debido al estrés que causa la situación. Dejamos la luz encendida y nos sentamos en la mesa. Pusimos el dedo índice sobre el vaso y Mery comenzó a llamar a la gente de la casa. Creo que pasó más de una hora hasta que el vaso comenzó a vibrar, y lentamente, se desplazó hasta la G. He de confesarle, que con las primeras letras, el corazón me dio un vuelco. Lo primero que dijo el ente, fue: Gabriel, tú no debes estar aquí. Le preguntamos durante un buen rato, quién estaba hablando. Pero por lo único que el vaso se volvió a mover, fue al preguntar por qué seguían en la casa. Es por Francisco, dijeron.
Ese nombre no figuraba por ninguna parte en la historia de la casa. Las demás sesiones fueron un fracaso, y lo único que conseguimos fue lo que yo me temía, empeorar las vivencias. La casa se envolvió de un olor a flores podridas, y los ruidos se hicieron más fuertes. Cuando me empezaba a quedar dormido, notaba una mano sobre mi hombro, lo que conseguía asustarme y hacer que no pegara ojo en toda la noche. Pero lo peor de todo, fue una noche que al sacar la basura me dejé las llaves dentro de la casa. Me quedé sentado en los escalones del patio durante un rato pensando a donde ir, cuando de repente, en la esquina del patio vi otra vez la figura oscura. No podía moverme, estaba aterrado. Quería salir corriendo hacia la calle, pero la presión en el pecho se hizo insoportable. La sombra empezó a caminar lentamente en mí dirección, y como si alguien me quisiera proteger –o eso es lo que yo pensaba en aquel entonces-, se abrió la puerta a mis espaldas. Lo más extraño de aquella noche, fue que no le siguieron ruidos ni presencias.

Deduje que había varias personas en la casa. Los ancianos rencorosos, la mano cálida y en las noches más ruidosas, pude distinguir hasta cinco personas. Pero fuera, estaba la figura oscura que parecía amenazar al resto, o eso parecía. No entiendo por qué me protegieron de la figura oscura, pero estaba claro que sí me abrieron la puerta, pudo ser por que corría peligro.

Como estaba escaso de dinero, me vi obligado a vender algunos muebles. La mañana que vinieron a recogerlos, de detrás de un armario, cayó una vieja cartera de cuero. Dentro había viejas fotos de la familia, todas de antes que yo naciera. Me senté en la mesa de la cocina para verlas. Allí estaba mi madre, tan bella y elegante como solía estar, incluso los días de arduas tareas. También estaba mi padre, que a pesar de aquellas viejas fotos, hacía gala de persona jovial y emprendedora. Había también de mi tío Gregorio con mis abuelos. No reconocí algunos rostros, que supongo serían amigos de la familia. Y luego vi una pareja que me resultaba familiar. Dejé la foto sobre el montón y pasé a la siguiente foto. Y fue viendo la foto de la pareja de reojo, lo que mi hizo reconocerlos. Eran los ancianos que vi sentados en esa misma mesa. ¿Serían a caso familiares? Me levanté de un salto para ir en busca del libro de familia cuando la puerta se cerró de golpe, y al intentar abrirla, comprobé que la manivela estaba atascada. Volvió el frío que me envolvió la espalda y los brazos, y todo se llenó de aquel hedor.
Estuve encerrado en la cocina durante dos largos días, hasta que Miguel, preocupado al ver que no contestaba al teléfono, vino a verme. Oí que llamaba a la puerta, y comencé a gritar pidiéndole auxilio. Llamó a un cerrajero para abrir la entrada principal, pero al llegar a la de la cocina, esta cedió sin esfuerzo. Durante esos días intenté echar la puerta abajo. Probé a hacerle un agujero alrededor de la cerradura con los cuchillos que había allí, e incluso intenté desmontarla. Pero era una puerta robusta y antigua y todos mis intentos de liberarme durante dos días, resultaron un fracaso. Sin embargo, cedió ante la llegada de Miguel y el cerrajero.

Me costó una mañana entera hacerme con el viejo libro de familia. Decidí ojearlo con Mery en una cafetería del centro, e intentar relacionarlos con los nombres que aparecían en el reverso de algunas fotografías.
La pareja de ancianos eran Ernesto y Graciela, mis tíos. Solo los vi en un par de ocasiones cuando era niño, pero no conseguía relacionarlos ni con aquellas viejas fotos ni con aquellos tempranos recuerdos. Los demás personajes de las fotografías fueron irrelevantes a excepción de uno, Francisco, otro tío que tuve y que nunca supe de su existencia. Era el menor de los hermanos de mi madre. Sólo aparecía en dos fotografías, pero en las dos estaba sonriendo y muy alegre. Estaba claro que fuera lo que fuera que había en aquella casa, estaba relacionado con mi familia. Esa misma noche, haríamos la última sesión espiritista.

Mery llevó a una vieja amiga de su madre, que fue la que la inicio en el ocultismo. Aunque trabajaba en una humilde lavandería, era popular por su habilidad para comunicarse con los muertos y la videncia. Se sentó en la mesa con las fotografías, y dijo que había tragedia y vergüenza en aquel lugar. Luego se levantó, y colocó algunas figuras religiosas por la habitación. Sacó un frasco con agua bendita y lo dejó sobré la mesa. Después nos ordenó sentarnos y cogernos de las manos.
Apenas dijo unas palabras cuando la puerta de la cocina se abrió de golpe. Di un brinco en mi silla, pero Mery me agarro con fuerza de la mano. Luego se abrió lentamente la puerta que había a mis espaldas, y una brisa recorrió mi espalda. La médium seguía llamándolos, invitándolos a la sesión. Y aunque notaba las presencias en la sala, dijo que aun había gente en las demás habitaciones. Al preguntar la médium por Francisco, dieron un fuerte golpe en la mesa, y como contestando a alguien que hubiera hablado, preguntó: - Pero, ¿Por qué esta muerto? La cosa siguió así durante un rato. Hablaba con nadie, y ella misma se contestaba. La sección acabó al oírse a alguien correr desde el patio hasta donde estábamos reunidos y lanzar disparada la mesa por encima de nuestras cabezas.
Aquella noche la médium fue ingresada en un hospital por paro cardíaco, murió al cabo de tres días. El día antes de fallecer, cuando parecía recuperarse, me contó todo lo que vio y escuchó esa noche.
Hacía mucho tiempo, en aquella casa vivieron mis abuelos y sus hijos juntos, mi madre y tío Ernesto se casaron, pero permanecieron allí con sus respectivas familias. Vivian en comunidad, teniendo sus propias normas y costumbres. Pero Francisco, era un alma inquieta. Llevaba una mala vida, como decían los difuntos, y pasaba las noches en compañía de maleantes y mujeres de la vida.
Un día, los hermanos decidieron darle un escarmiento. Al llegar una noche, ebrio como de costumbre, lo apresaron entre todos y lo ataron a una de las sillas de la cocina. Graciela le hizo tragar litros de un vino añejo que tenían en unas garrafas. Mi padre, Gregorio y Ernesto lo abofetearon y atormentaron con amenazas y regañinas. Por la sobredosis de alcohol y la ansiedad que le causó lo terrorífico de aquella situación, que sus propios familiares lo atemorizaban, sufrió un ataque al corazón. Fue un accidente. Nadie quería acabar con la vida de Francisco. Ellos obraron de buena voluntad, y si murió, fue por voluntad suprema. Así que para librarse de las culpas, enterraron al menor de los hermanos bajo el árbol que había en el patio, y pregonaron –con palabras realmente angustiadas- la partida del hermano en busca de libertad e independencia.

Deduzco, que el espíritu de Francisco, como una figura oscura en el patio les atemorizó el resto de sus vidas. Y fue el sentimiento de culpabilidad, el que les llevó a todos a fallecer en aquella casa para compartir la suerte del interfecto. Por lo que ahora comprendo las suplicas de mi madre por morir en su casa.
A la mañana siguiente de la muerte de la médium, me ingresaron aquí. Supongo que de no haberlo hecho, los nervios que me provocó todo aquello, hubiesen acabado conmigo. Mi amigo Miguel se encargó del asunto. Con la escusa de que le pedí quitar aquel árbol muerto del patio, encontraron -como por casualidad- el cuerpo de Francisco.

El doctor se recostó sobre la butaca, pensando donde puede acabar lo cierto y comenzar las divagaciones de un hombre mentalmente trastornado. Tras un momento de reflexión le dijo:

-La sugestión puede provocar alucinaciones. Puede hacerle creer que el crujir de la madera son pasos, o que una puerta esta bloqueada, cuando es usted mismo quien la esta bloqueando.
-Que me crea, no importa. Lo único que no quiero es correr la suerte de toda esa gente. No quiero que mi corazón lata tan fuerte que crea escupirlo por la boca. Si usted dice que son alucinaciones, yo le intentaré creer. Quiero dejar de oír ruidos. Me gustaría dormir, como lo hacia antes. Por favor, ayúdeme.

El psiquiatra, tras unas últimas anotaciones en su bloc, recetó al paciente unos tranquilizantes y observación constante. Acompañaron a Gabriel a su habitación en la que estuvo dando vueltas durante unas horas. A media tarde, cuando una luz pajiza entraba por la ventana, decidió recostarse en la cama durante un momento. La tranquilidad de la habitación y el canto de los pájaros en la ventana le invitaron a un sueño ligero. Cerró los ojos y vio aquella casa, con toda su familia en la entrada, esperándole. Le invitaban con una fatigada sonrisa, y haciéndole sitio junto a la puerta. Con paso aletargado, abandonó esa pálida habitación y se adentro en la vieja casa, con aquella familia extraña, de la que ya él también formaba parte.

El Periódico

En la barra del café-bar “Tómatelo Con Calma”, hay un periódico que todos los días lo deja Don Tomasino para que lo lean sus clientes. Es un local tranquilo, en un barrio tranquilo, donde nunca pasa nada.

Entró un cura, pidió un café, y se sentó en la barra leyendo el periódico. “Continua la guerra en Iraq: Los resientes ataques sobre la ciudad se cobran la vida de 90 personas.” Aunque ya estaba hecho a leer estas noticias, y verlas día a día, no se acostumbra del todo a ellas. Pagó el café y salió a la calle con la mirada fija en el suelo. ¿Por qué tanta muerte? ¿Es qué a caso sólo había odio en las personas?

Luego entró un empresario. Un café y un brandy como cada mañana. Coge el periódico sin mucho interés. A ver que pone: “La guerra en oriente medio afecta a la bolsa considerablemente. Miles de acciones caen en picado.” Ésta noticia hace que se sienta inseguro. ¿Y si le pasara lo mismo a él? Perdería su buena posición económica. Aunque intentando aparentar ser un hombre impasible y seguro de sí mismo, sale del local irremediablemente preocupado.

Tras éste, entró un profesor. Leyó el periódico, pues casi era lo único que le interesaba de aquel sitio. “Un hombre mata a su mujer.” Más de lo mismo –pensó-. “Aumenta el impuesto del patrimonio.” Como no… “28 muertos éste fin de semana en la carretera.” –El mundo sigue igual de mal, o incluso peor. –Murmuro-. Se fue tan infeliz como cada mañana.

Luego entró un tonto. Pidió un zumo y se quedó sentado en el taburete con la mirada perdida. Vio el periódico sobre el mostrador y no resistió la tentación de cogerlo. Lo miró durante un momento y sonrió. Arrancó las hojas con mucha delicadeza; dejando correr su imaginación. Salió por la puerta con los brazos repletos de los juguetes hechos con el periódico y la cara rebosante de entusiasmo. Y corriendo y riendo, con incansables arrebatos de alegría, se fue calle abajo lanzando al viento los aviones de papel.

Por Un Nuevo Mundo

Los recursos de su mundo casi se habían agotado por completo. Se había vuelto estéril y hostil. Era realmente difícil conseguir –al menos- mal vivir en aquella tierra. Y con la promesa de viajar a un nuevo mundo, donde había prosperidad y futuro; decidió tomar una pequeña embarcación y cruzar aquel cosmos oscuro y lleno de peligro.

Le prometió a su pueblo que volvería con una ruta por las estrellas; a un mundo prometedor. Esa fue la palabra que dieron los sabios: tras el oscuro abismo del infinito, se encontraba un nuevo paraíso. Y con todo lo que le quedaba, se adentró en lo desconocido. Tuvo que saltear diversas amenazas. Burlar a la muerte en incontables ocasiones. Luchar contra terribles seres muy poderosos de otras tierras. Finalmente, se dispuso a atravesar la nada. Su nave no estaba equipada para tan largo viaje, pero haciendo gala de un orgullo admirable; invitó a su miedo a subir con él a bordo.

Su nave sufrió graves daños cuando ya casi había llegado a su objetivo. Estuvo a punto de perder la vida. Pero el amor por su padre; aquel hombre tan humilde y bueno, y su hermanita pequeña; que deseaba con toda su alma sacar de aquel infierno, le dieron las fuerzas y el valor suficiente, para conseguir un último atisbo de voluntad, y así vencer tan terrible fatiga. Con el corazón en un puño, logró tomar tierra. Fue casi un milagro conseguir llegar hasta allí.

-Lo logré. –Dijo entre lágrimas de felicidad. -¡Lo logré!

Lo prometido estaba ante sus ojos. Lujosos reinos, aire puro y limpio. Prosperidad; mirara a donde mirara. Era un sueño hecho realidad. Aquí haría un nuevo hogar y con ayuda, salvaría a su gente. Pero la euforia acabó en temor. Unos vehículos centelleantes lo rodearon, y de ellos bajaron unos guerreros que lo apresaron. Llegó una de aquellas personas tan distintas a él, y le habló en su lengua.
Le dijo que no podía quedarse allí. Ese no era el mundo al que él pertenecía, y debería volver a su tierra. No pudo evitar llorar y sentirse desdichado. Todo lo que había hecho, todo lo que había perdido en el viaje; de nada sirvió. Tendría que soportar las desilusionadas caras de su gente cuando lo viesen regresar con las manos vacías. Y todo el valor que una persona puede apilar para cruzar el infinito y plantarle cara a la mismísima muerte; no se puede comparar con la vergüenza y la desolación, de decirle a la esperanza: No me queda nada más para darte…

Las Corrientes Del Este

El ocaso de la humanidad. Así lo llamaron algunos. Lo cierto es que en aquel entonces todo el mundo parecía hacer caso omiso de la amenaza que se cernía sobre todos. Nadie parecía ser consiente, a pesar de ser avisado varias veces por los medios de comunicación, que la gran nube toxica estaba próxima.

Yo estaba esos días en la ciudad vecina buscando alojamiento, pues en breve me trasladaría por asuntos de trabajo. Todo empezó la mañana de mi regreso a casa. Había dejado la llave de mi habitación y me disponía a coger un taxi para llegar a la estación. Pero curiosamente, no vi ninguno en toda la mañana. De vez en cuando, pasaba alguien con una mascarilla y las manos llenas de bolsas del mercado. Llegue como pude a la estación de tren; pero las vías estaban vacías y las taquillas cerradas. No tuve más remedio que sentarme en un banco junto a la taquilla a la espera de alguien que me pudiera ayudar.

Llegó como un pequeño nublado sin amenaza alguna. No llevaba ningún paraguas, pero no parecía que fuese a llover, así que no le di más importancia y seguí leyendo un folleto sobre los peligros del tabaco que alguien dejó ahí abandonado. El cielo comenzó a tomar un siniestro matiz pajizo. Y poco a poco todo se fue inundando de aquella siniestra nube amarilla y el polvo que con ella arrastraba. No preste atención alguna hasta que mire mi reloj y me di cuenta de que eran las 4 de la tarde, parecía como si el atardecer se hubiese adelantado tres horas antes. Mire con curiosidad al cielo y esa nube de polvo, o quizás niebla, iba haciéndose cada vez más espesa. El aire se hizo un poco denso, y los ojos empezaron a irritarme. Recordé de inmediato a aquellas personas con mascarilla, y aquello que la gente comentaba en la calle sobre una nube toxica procedente de oriente.

Cubrí mi boca y nariz con un pañuelo que saqué de mi bolsillo, y comencé mi marcha en busca de ayuda. Cada vez estaba más y más desesperado. Empezó a escocerme la garganta cada vez que respiraba. Me alteré hasta tal punto que comencé a aporrear las puertas pidiendo auxilio, pero la gente parecía haberse quedado sorda. Veía a algunas personas correr a lo lejos, y gente asomar la cabeza por las ventanas. Seguí aporreando las puertas, gritando exasperado, e incluso intenté forzar la puerta de una pequeña tienda de golosinas. Pero en ese momento oí una persiana metálica abrirse cerca de mí.

-Por aquí, amigo. –Me dijo alguien casi susurrando.

Entré tan aprisa como pude, parecía ser un pequeño videoclub. Había cuatro personas dentro. Tres jóvenes de unos 25 o 27 años y una muchacha algo más joven. Uno de ellos se acercó a mí y me dio un vaso de agua. La bebí casi de un solo trago; y recuperando el aliento, conseguí serenarme un poco.

-¿Qué diablos es aquello? –dije. -Pero bueno, ¿Tu de donde has salido? Me quedé pensativo durante un momento y luego respondí: –He venido para conocer la ciudad. Pronto me trasladare aquí… creo.

No dejaban de mirarme con curiosidad. Veía en sus ojos mil preguntas pasándoles por la cabeza. El muchacho que me abrió la verja me puso un brazo sobre el hombre y dijo:

-Aquí estarás bien. Tenemos un extractor de aire, y suficientes provisiones de patatas fritas y chocolatinas como para unas semanas.

La muchacha se puso en pie, dio una breve mirada a cada uno de sus amigos y dirigiéndose a mí, comenzó a hablar:

-Yo soy Sonia, este de aquí abajo es mi novio, Fran. Su hermano, Ismael –dijo señalando a un muchacho sentado a su derecha.- Y Héctor, tu salvador. -La verdad es que estuve a punto de dejarte ahí afuera. Dijo con una sonrisa. -Gracias por acogerme, si puedo hacer algo por vosotros… lo que sea. -No te preocupes, esto nos dará buen karma. –Dijo Sonia entre carcajadas.
Me pusieron al día de lo que estaba ocurriendo. Me comentaban, entre acalorados debates sobre las decisiones del hombre en la tierra; que la nube se originó hace meses, producida por las grandes fabricas de oriente. Pero la culpa caía sobre todos: coches, fabricas, derroche… Arrastrando tras de sí, todos los residuos de países vecinos, la nube llego a ser tan grande como un continente. Fue asolando Europa hasta llegar al mediterráneo, y según los expertos, sólo duraría un par de semanas.

Fue curioso, como no estar en contacto con el mundo durante tanto tiempo, perdido en mi pequeño mundo de memeces, pudo hacer que ignorara por completo tan colosal catástrofe que estaba padeciendo en mis propias carnes.

Y así pasaron los días, encerrado en una pequeña tienda, llena de videos inservibles, sin una televisión siquiera para poder hacer el tiempo más ameno. Y viendo como el suministro de alimentos iba menguando poco a poco; sin que la calamitosa nube diera signos de flaqueza. Y pasaron semanas, ya había perdido la cuenta, creo que íbamos por final de la tercera cuando nos peleábamos por la última bolsa de patatas.

Ismael empezó a culpar a Héctor por haberme dejado entrar. Si no hubiese sido por meter a un desconocido, ahora les quedarían alimentos. Pero debíamos mantener la calma, pronto pasaría la nube y podríamos salir. O eso es lo que yo pensaba entonces.
En el segundo mes, la situación empeoró alarmantemente. Estábamos irritables y tensos. Las peleas entre nosotros eran constantes. Y Fran, con el apoyo de su hermano, se había ensañado conmigo. Me hacían responsable y exigían una solución por mi parte. Sonia optó porque saliese fuera y recolectara alimentos. Moción aprobada por Héctor, pero los hermanos se opusieron. Decían que si me dejaban ir, me escaparía con las provisiones que encontrase y los dejaría abandonados a su suerte. Ese fue el primer síntoma de locura que percibí.
El poco atisbo de suerte que me quedaba llegó a su fin la mañana del que creo era el tercer o cuarto mes. La paranoia del grupo fue en aumento, y Sonia empezaba a tener alucinaciones que me llegaban a asustar. Y fue ella la primera en hablar.

-Nos moriremos. Está claro. Y yo por mi parte sólo veo una solución. Aquellos hombres que se asoman por la ventana me lo han dicho, ¿No lo comprendéis?... O comemos o morimos. –Sus ojos grandes y dilatados, recorrían cada rostro de los que estábamos presentes, mirándome fijamente a mí cada vez que mencionaba que íbamos a morir. –O comemos… o morimos. Y dado que el fue el ultimo en llegar, y acabar con parte de nuestras provisiones ¡Tiene el deber de devolvernos lo que nos a quitado! –Se volvió de espaldas a ellos mirándome fijamente, envuelta en una manta, y con los ojos casi salidos de sus orbitas y con la boca medio abierta, dijo:

-Nos lo tenemos que comer…

Hablaron entre ellos, mientras ella seguía de pie con la mirada fija en mi persona. El resto se puso en pie, y afirmaron. –Nos lo tenemos que comer. – Me puse en pie de un salto, y andando desesperado de espaldas, les tiraba todo lo que encontraba. Agarré un viejo cepillo de barrer de madera, y asesté un fuerte golpe en la cabeza de la muchacha; ella gritó de dolor. Los demás se volvieron a ella para atenderla. Fran se giró hacia mí encolerizado. Pisé el extremo del palo con el pie, he hice palanca para romper el extremo a modo de lanza. Se abalanzo hacia mi, y le brandi la lanza en el hombro, éste retrocedió, y se palpó la herida con la mano.

Mi corazón iba a salirse del pecho, la respiración acelerada me estaba casi ahogando, y sólo oía el fluir de la sangre por mis oídos. Yo me quedé arrinconado al fondo del local, gritándoles que si se acercaban no dudaría en matarles. Ellos se quedaron conspirando, susurrándoselo todo, intentando de vez en cuando acercase a mí. Fueron pasando las horas de estrés y temor, y lo único que podía hacer era vigilarlos; frotaba la punta del palo contra la pared para sacarle punta. Al principio este gesto servía para intimidarles; pero pasado todo el día, comenzaron a acecharme de nuevo. Me aterrorizaban con conversaciones sobre que parte de mi cuerpo seria mejor para comer o como deberían de realizar la matanza. Luego hicieron turnos para dormir. Mientras uno me vigilaba el resto descansaba. Pronto me abandonarían las fuerzas y seria presa de aquellos locos.

Llevaba dos noches sin dormir, estaba terriblemente atenuado. Sonia estaba sentada en el suelo mirándome inconmoviblemente. Creo que seria media mañana cuando ya dejé de captar la presencia de los demás en la sala. Casi un pestañeo, y de repente los cuatro inhumanos se estaban abalanzando hacia mí. Di un salto hacia la pared de atrás, y con las fuerzas que pude recolectar, incrusté mi lanza en uno de los cuatro cuerpos que se me abalanzaban. Héctor. Su cuerpo, ya casi muerto, dio de bruces contra el suelo. Todos quedamos inmóviles. El silencio se puso en boca de todos los que allí nos encontrábamos.

El reducido grupo dejo de poner su atención en mí, y con la vista vuelta al suelo, se quedaron observando como la vida se le escapaba de las manos. Ismael se acercó hacia él, sacó la lanza de su ahora inmóvil cuerpo, y a modo de cuchillo empezó a desgarrarlo. Los otros dos se agacharon junto a él y ayudaron como pudieron a la preparación de “la comida”.

Salté por el mostrador y corrí hacia la puerta, las llaves de la cerradura estaban puestas; levanté un poco la reja y salí de ese infierno tan rápido como el viento. Se cerró casi inmediatamente de salir yo, aunque era seguro que no iban tras de mi, me alejé tanto como pude. Pero mis fuerzas sólo dieron para un par de calles de margen. Y medio asfixiado, con los ojos hinchados y vomitando lo único que me quedaba dentro -el alma-, caí desfallecido en medio de la calle.

Me desperté entre unas sabanas limpias, lleno de tubos y cables por todo el cuerpo. Escuchaba un constante “Bit” junto a mi cama. No conseguía ver más que manchas grisáceas. Intenté hablar, pero es como si me hubiesen hecho tragar azufre. Alguien cogió mi mano y comenzó a hablarme. Apenas entendía nada, sólo llegué a escuchar -…Peligro…. y…a salvo… -y dicho esto, como a un niño al que le cuentan un cuento, volví a caer en un profundo sueño.

Por soñar, que no quede

Johnny Pesadillas es un muchacho gafado. Haga lo que haga, y por más que se esmera, todo le sale bocabajo. No le quedan amigos, su mujer le ha dejado, es pésimo en su trabajo y su vecino no deja de darle por saco. Su gran sueño es ser un gran pintor. Pero por desgracia lo que pinta es de pena. Le gustaría por lo menos cambiar de trabajo; ese fue su propósito del año. Pero entre alquiler, casa de su mujer, manutención, facturas y más facturas... Se encontraba encadenado a fregar platos.

Así que Johnny P, amargado de la vida que lleva, decide encerrarse en el ático y pintar. Pintar, pintar y pintar, hasta dejarse los pulmones en el suelo; pero que por lo menos un cuadro sea bueno. Y después de muchos lienzos desperdiciados, y días de aislamiento, llegó su inspiración. Plasmó en el lienzo, lo que para él seria un mundo perfecto. Una mujer agraciada, cientos de amigos ¿que digo de cientos? ¡Miles! Un trabajo maravilloso, una casa preciosa… Y tan absorto se quedó con su pintura, que pasó los días y las noches contemplándola. Se levantaba de cara al cuadro, y se dormía como si le contara un cuento.

Un día al despertarse, vio que el cuadro había cambiado. Ya no era la pintura de su mundo soñado, sino que era horrible y desconsolador. Incluso la firma había cambiado, “Johnny Maravillas”, ponía. Pero no sólo el cuadro había cambiado, sino que la casa también. Era la casa de sus sueños, y a su lado, estaba la mujer de sus sueños. Ésta se despertó, y besándole suavemente, le dijo que no llegase tarde a la galería. Johnny casi se cae de la cama de la alegría. Se levantó de un salto, se puso un elegante traje, y cantando se fue a su nuevo trabajo –en una limusina-, claro.

Todo lo que pintaba era estupendo. Tenía éxito. Era asquerosamente millonario. Elegante, afortunado, guapo ¿Qué digo, guapo? Un adonis. Tenía todo lo que siempre había soñado, incluso más. ¿Y qué más se puede pedir? Porque por pedir, que no quede.

Pero llegó un día, que todo le aburría. Si deseaba algo, lo tenía en el acto. La vida, aunque repleta de todo lujo, se volvió monótona. Aburrida, irritante… ¿indeseable? Menudas dudas vagaban de acá para allá por su cabeza. Así que se obsesionó con su antiguo cuadro. Ahora no podía dejar de mirarlo. Envuelto en su albornoz de terciopelo, se quedaba horas y horas mirándolo. Qué asco de vida era aquella, pero estaba llena de metas y ambiciones. Y allí se quedó lamentando aquella antigua vida suya. Porque aunque no tenia nada, es cierto, era el deseo de conseguir lo soñado, de alcanzar algún día lo deseado, lo que realmente le hacia feliz.

En Nuestro Hogar de la Alhambra

Corríamos descalzos por aquellos jardines y bosques, tan libres, como las hojas secas de los arboles que en otoño lo envolvían todo. Siempre corría agua fresca y había alimentos de sobra. Cientos de arboles en los que trepar y maravillosos compañeros para jugar: como lo eran las castañas, las hojas, los escarabajos… y Katty. Mi pequeña Katty. No hay un solo día que no piense en ella.

Grandes muros de arcilla limitaban nuestra zona de recreo. Pero era divertido rebasar aquella fortaleza y hacer enfurecer a aquellos guardas que no nos querían allí. Día a día, los hombres entraban y salían de aquel castillo. No sabemos bien para qué; porque allí, por lo que pudimos averiguar los que nos adentramos, estaba casi vacío. Pero muchos de aquellos humanos nos daban alimento a cambio de dejarles estar allí. Supongo que creerían que aquel lugar era nuestro.

Nos gustaba jugar con las crías de los humanos. Eran cariñosos y atentos. Un poco toscos algunos… Pero algunos de ellos desprendían la esencia. Sagrado vinculo entre animal y humano. Y si te abrían los brazos; podías elegir entre seguir en el jardín, o pasar la vida con estas criaturas. Nos acariciaban, nos traían comidas; que nunca supimos de donde las sacaban. También nos enseñaban juegos divertidos, como el de hacernos correr detrás de un hilo –ese era mi favorito-. En definitiva, era divertido jugar en aquellos rasos en medio del campo que fueron ellos mismos quienes lo construyeron.

Todo era apacible y maravilloso. El sol que entraba a duras penas entre las ramas de los arboles, la brisa que bajaba de la montaña... Todo era extraordinario, hasta que llegaban los monstruos. Eran hombres, sí, pero su crueldad contra nosotros, y algunas veces entre ellos mismos, no tenia limites. Muchos de ellos, galopaban en furiosas maquinas bípedas que alteraban la tranquilidad de la montaña.

Mi pánico a estas criaturas aumentó un día, en el que ingenuamente, un grupo de ellos me llamaban como lo hacían los otros humanos. Fui con la promesa de caricias y comida, pero cuanto pase mi cabeza por una de las piernas de ellos, me golpearon de tal manera que salí disparado por el aire y me lastime la cintura al estréllame contra un árbol. Katty, mi Katty, me cuido después del ataque. De esta manera nació nuestro amor.

Era muy atenta conmigo. Me mimaba inconmensurablemente. Cada pequeño detalle de ella hacia que fuera más querida aún; cuando me agarraba e insistía en limpiarme las orejas, cuando me tiraba bocados en las piernas porque sabia que no resistía las cosquillas. Cuando me deleitaba con sus danzas…

Pero un día llegó una pareja de aquellos humanos indignos. Ella, aunque yo le decía que no fuera, acudió a la llamada de la mujer. Me decía que era una buena chica y que nunca le había hecho daño alguno. Yo me desasía entre los arbustos llamándola y suplicándole que volviera. De repente la mujer la cogió por el cuello y la atrapó entre sus brazos. ¡Esa mujer no tenia esencia alguna! Y con toda la osadía del mundo se subió a esa maquina del infierno, y con un gran estruendo se alejaron.

Corrí tan aprisa como me permitían las patas y gritaba su nombre con cuerpo y alma. Pero no se detuvieron y siguieron colina abajo. Ella asomo su cabecita por encima de aquellos monstruos y me llamaba con la patita. No te dejare. Gritaba. Pero cada vez se alejaban más y más. De repente ella consiguió escapar y dio de bruces contra el suelo. Miro atrás horrorizada; yo la seguía llamando desesperadamente. Al verme, corrió hacia mí. Pero el monstruo rugió, giró bruscamente, y de entre una nube de polvo se abalanzo hacia ella. Mis ojos se cerraron para protegerme de ver aquello, como si ellos supiesen lo que iba a ocurrir. La mujer gritó, y el hombre que llevaba las riendas de la bestia: huyó.

No se por qué lo hicieron. No se por qué tuvieron que quitarle la vida, sólo porque no les pertenecía. El amor de mi vida quedó tendido en el suelo. Yacente. Y yo, horrorizado, tuve que acercarme a ella para ver si seguía respirando. Pero era imposible que lo hiciera. Me quede con ella hasta que vino otro humano; la metió en un saco negro estridente y se la llevó. Le suplique con desesperación que la curara, pero parecía que no me entendía. Igual que yo no entendía sus resonancias.

Y allí continúe, solo. Aunque lleno de gente, estaba solo. Porque no estaba quién yo más quería. Me la habían arrebatado. Y con ella mi alegría y vitalidad. Y aquel sitio dejó de ser hermoso y alegre. Al menos para mí. Dejó de ser un jardín bellísimo, y se convirtió en la más desoladora de las tumbas. Ahora me llaman arisco y solitario. Y por desconfiar del mal trato del humano: ahora mi penitencia es vivir sin ella. Pero yo sigo cumpliendo mi promesa.

No te dejare…

Noches de Asedio

Una noche más, Víctor debería bloquear todos los accesos a la casa. Varias ventanas estaban tapiadas y el resto las protegían resistentes rejas de acero. La única puerta al exterior estaba blindada y asegurada con doce cerrojos. Cogió un tarro que había junto a la mesilla en la entrada y espolvoreo su contenido junto a las puertas. Flores de ajo. Sacó del armero una escopeta de repetición y se dirigió al salón. Dejó el arma junto al sillón, y se sirvió una copa. La noche serie larga. Debería mantener la mente despejada. Se sentó en el sillón, y aguardó a la llegada del que hace años le acosaba.

Anoche mató al perro del vecino. Maldito bastardo –Se repetía-. Era la tercera vez que se cambiaba de casa. Pero siempre le encontraba. En ésta estaba más protegido. Ofrecía mucha más seguridad. Además, si entraba en casa le fulminaría con la escopeta. Aquí dentro no tendría tanto espacio para moverse. A no ser, que en estos años se hubiese vuelto más rápido. La última vez casi le mata. Pero afortunadamente llegó a tiempo una patrulla de barrio que por allí pasaba. Se cobraron demasiadas vidas aquella noche. Pero ahora este barrio parece tranquilo. No hay robos ni vandalismo. Seguramente él está detrás de todo eso. Lo estará manteniendo limpio para que no hagan falta patrullas de barrio ni vigilancia en exceso. El muy condenado era listo.
Empezaron los ruidos. Procedían de la ventana de la cocina. Victor cogió su escopeta y se dirigió tan aprisa como pudo a la cocina. Pero ya no se oía nada. Se acercó para examinar la ventana. Parece que había intentado separar las rejas con algún garrote. Ahora los ruidos provenían de arriba. Corrió por las escaleras; aguardó un momento quieto para oír de dónde venían. Del dormitorio. Dio zancadas hasta la habitación, cogió un puñado de flores que había en el suelo y las arrojó por la ventana. Se escuchó un fuerte golpe. Cayó a la parte trasera de la casa. Se asomó a la reja para ver si lo veía, pero ya se había levantado y ocultado.

-¡Maldito! –Vociferó. – Esta vez no, ¿Me oyes?, ¡No! ¡Déjame en paz!

Y dicho esto, le siguió a la noche horas de calma. Una calma repleta de tensión. Y Víctor, cansado, decidió volver a su sillón. Entre tanto silencio, cayó en un sueño ligero. Pero entre pesadillas, escuchó que lo llamaban. Abrió los ojos y se quedo pensativo. ¿Lo habían llamado o estaba soñando? Pero nuevamente escuchó su nombre.

- Víctor… -Más bien era un susurro que arrastraba el viento. - Víctor… Déjame entrar…
Éste, furioso, apuntó a la ventana he hizo dos disparos. Escuchó unos pasos alejarse. Recargó los dos cartuchos malgastados y siguió apuntando. Debió pasar como media hora; ya le dolían los brazos de mantener el arma en alto. La dejó en el suelo y cogió una linterna que había en la mesa del salón. Alumbró la ventana y allí estaba de pie mirándole entre las sombras. Seguía teniendo el mismo aspecto jovial que cuando comenzó a acecharle. Sin embargo él estaba bastante más viejo. El vampiro tenía los ojos grandes y negros y el pelo revuelto. Vestía completamente de negro. Una jersey negro sin insignias y unos pantalones de tela. Parecía un óleo en la ventana. Impasible. Le miraba fijamente sin pestañear siquiera. Apretó los labios e hizo una fuerte respiración. Pero Víctor, como un rayo, levantó el arma y le disparó. Le alcanzó de pleno en el pecho. Éste soltó un bramido y retrocedió hasta confundirse entre las sombras.


Al medio día sonó el despertador. Hoy debía ocuparse de su trabajo y labores del hogar. Cogió una taza de café y se dirigió al estudio. Estuvo escribiendo hasta la hora del almuerzo. Una comida consistente a base de carnes y verduras. Luego quedó rendido en el sofá durante un par de horas y se levantó -de mala gana- porque debía ir a la compra.

Cuando salió vio a su vecina, Linda, y una pareja de enamorados besándose en un banco que había enfrente de su casa. Mantuvo unas tímidas palabras de cortesía y se despidió de ella; alegando que tenía prisa. Ardía en deseos por ella, ¿Pero que podía hacer? Con un vampiro encaprichado por él todas las noches desde hace años. No veía que podía hacer. No quería que ella también fuera presa de su maldición.

A la vuelta; casi había oscurecido. Ese mal nacido llegaría pronto. Guardó el coche en el garaje y, rutinariamente, cerró puertas y ventanas. Tiró las flores por los suelos, sacó la escopeta del armero, y se dispuso a hacer la cena.


12:30, el vampiro llamaba, burlescamente, al timbre de la entrada. El muy cabrón. Se repetía en voz baja, mientras tiraba las sobras de la cena a la basura. El vampiro cada cierto tiempo llamaba al timbre. De camino al salón, echó un rápido vistazo por la mirilla. Nadie. –No te servirán esos viejos trucos. –Gritó-. Y como si se hubiese sentido ofendido por el comentario de Víctor, aporreó insistentemente el timbre. Luego silencio.

Una lágrima cayó por la mejilla de Víctor. Pensaba en el vampiro, y en como era su vida antes de que comenzara la pesadilla. Fatigado, su alma había envejecido terriblemente en pocos años. Así es como se sentía; terriblemente fatigado. Y su mirada mustia, daba testimonio de aquel sufrimiento. Pero aquel ser tenia el mismo aspecto de siempre. Inmune, vehemente… eterno.
El vampiro ahora se puso a aullar. Victor era incapaz de escuchar aquel alarido; era superior a sus fuerzas. Agarró un marco con una vieja foto de su familia, a la que añoraba cada día. Y gimoteando, se acurruco en el sillón tapándose los oídos.


El sol estaba en su punto más alto. Esa noche salieron del olvido recuerdos ya olvidados. Nada puede doler más que la aparición de un recuerdo ya muerto. Que tu mismo deseas que este muerto. Será mejor volver a la rutina. Se levantó del sofá como un alma en pena. Tenía el cuerpo entumecido por haber pasado la noche allí contraído.

Tomó media taza de café, y se quedó mirando una caja de galletas. Comer, ¿Para qué? Dejó la taza y salió a la entrada de la casa a barrer las hojas de la puerta. Allí estaba esa joven pareja. Se quedó mirándoles un momento. Como le gustaría volver a pasar su tiempo con alguien a quien querer. Que sana envidia le producía verlos. Era como soñar despierto. No se dio cuenta de que Linda le saludaba con la mano. Al verla sonrió y cruzó la calle para saludarla.

-Pareces un zombi, Víctor. –Dijo Linda bromeando.
-Oh, bueno. Es que he pasado mala noche.
-¿Eso por qué? –Su voz parecía preocupada, y Victor no pudo evitar sentirse alagado por su consideración.
-Nada grave. Debí cenar algo en mal estado.
-Pobrecito. Pues esta noche te vendrás a cenar a mi casa. Mi comida es sanadora ¿Sabes?
Casi escapó de su boca un: -Genial, me encantaría-. Pero pronto recordó que esa noche, irremediablemente, tenia visita.
-Yo, lo siento, Linda. Resulta que estoy sumergido en una novela, y tengo que terminarla pronto. Ya me están llamando la atención por lo que estoy tardando en acabarla.
-No pasa nada. Tengo una idea. Cuando la termines me invitas a cenar para celebrarlo. ¿Qué te parece?
-Eso me encantaría… Y bueno… ahora tengo que volver adentro. Tengo mucho que hacer.
-Por supuesto. ¡Vuela!

Víctor dio unos pasos de espaldas; sin poder apartar la vista de la alegre muchacha. Al darse la vuelta, vio que la pareja que había en el banco le miraban de reojo. ¿Tan patético les parecería a aquellos jovenzuelos? Entró en la casa, y fue directo hacia la cama. Fantaseo un poco con esa cena que le habían prometido. Pero la realidad le dio una fuerte bofetada. Jamás estaría con ella. El Valium que había junto a la mesita le ayudo a dormir.


Todo estaba listo. Puertas, ventanas, armas… Se sentó en el sofá y aguardó la llegada. Se retrasa. Pensó. Cogió sus apuntes y los repasó. En ese momento, alguien deslizó una nota por debajo de la puerta.

Ojo de pez.

¿Qué significaba? Acertijos; ahora le daba por los acertijos. Se dirigía de nuevo al sofá, pero de repente comprendió. La mirilla de la puerta. Fue a la puerta y se quedó mirando un rato. La calle estaba oscura; el banco junto a la farola vació. No se veía un alma. Sólo la casa de enfrente. Y allí estaba Linda, en la cocina preparando la cena. Se quedó un momento mirándola. Su belleza era casi hipnótica. En ese momento alguien encendía la luz del piso de arriba. La siniestra figura se posó junto a la ventana.

-¡Bastardo! -Gritó.

Salió de la casa desarmado; dejando incluso la puerta abierta. Una frio le corría por la espalda. Llamaba desesperado a la puerta. Abre… abre… abre… Linda se asomó por la ventana, y seguidamente abrió la puerta.

-Creo haber visto alguien arriba. –Le dijo bruscamente.
-¡Víctor, no subas, llamaremos a la policía!

Pero él ya estaba subiendo las escaleras. Registró habitación por habitación. Miró hasta debajo de las camas y por encima de los armarios. Allí no había nadie.
Ella estaba junto a la puerta. Cuando bajó por las escaleras vio por encima del hombro de Linda que la puerta de su casa estaba abierta. Jaque. Dijo entre dientes.

-Linda, no ocurre nada. Lamento haberte asustado. Últimamente no descanso bien y me vuelvo paranoico. Déjalo todo cerrado y no te preocupes. Mañana hablaremos. Mañana…

Se dirigió corriendo a su casa. ¿Como podía haber sido tan estúpido? Era una trampa. Tenía que alcanzar como fuera la escopeta.
Había barrido las flores de la entrada. No había rastro de la escopeta ni del vampiro. La puerta de la entrada dio un portazo tras de sí. Allí estaba él, bloqueando la única salida y con la escopeta en la mano.

-Víctor.
- Fuera de mi casa. -Dijo con repugnancia.
-Pero Victor, yo quiero que vengas conmigo.
-¿Contigo? Me das asco. ¡Engendro!

El vampiro, ofendido y furioso, se abalanzó sobre él. Lo agarró con fuerza por los hombros y lo arrojó al sillón.

-¡No me llames eso!
-Lo eres… te odio.

El vampiro dejó de agarrarle, y casi acariciándole los hombros, le siguió hablando suavemente:
-Yo quiero que vengas conmigo…

-¡Nunca! –Casi se atragantaba con sus propias palabras.
Se puso en pie, y dio la espalda al hombre que había en el sillón. Se quedó un momento allí en silencio. Luego se volvió y le miro casi con misericordia.
-Mamá siempre decía que no me dejaras solo. ¿Lo recuerdas?
Las lágrimas bañaron las mejillas de Víctor.
-No puedo... ¿No entiendes que no puedo?
-Víctor, yo sólo quiero que cuides de mi. Si hubiese sabido que me odiarías por convertirme en lo que soy, jamás lo hubiera hecho. –Se quedó en silencio viendo a aquel hombre marchitado en su sillón, y continuó. –Luche mucho. ¡Mucho!, por conseguir lo que tengo. No es una cosa que regalen ¿sabes? Y yo te la estoy regalando a ti, Víctor. Te estoy regalando la inmortalidad, la historia del hombre; que escucharas de boca de gente que estuvo allí. Te lo estoy ofreciendo todo.
-¿Cómo supiste lo de Linda?

El vampiro hizo un gesto de desaprobación. No le estaba interesando nada de lo que le decía.

-Compré a una pareja para que te espiaran. ¿Qué mas dará eso, Víctor?
-Tienes recursos, ¿eh?
-Somos muy ricos y poderosos. Pero lo daría todo por estar a tu lado.
El vampiro se puso en pie. Recogió el arma del suelo y se la ofreció. Éste, titubeando, cogió la escopeta con una mano, y se quedó mirándolo con ojos doloridos. No… se repetía. No. Pero alzando su mano vacía, estrechó la que llevaba su propia sangre. Y con un abrazo, abrazó la oscuridad y el destino de las alimañas que por las tinieblas de la vida humana, vagan.

Cenando Con Un Extraño

Eran casi las ocho. Y cansado ya de estar allí sentado, y la cabeza enmarañada de cuentas, deslizo su voluminosa barriga entre la mesa y el respaldo de la silla, que cada día, más estrecho le parecía. Se puso su abrigo, se lo abrochó como pudo, y cogió un sombrero -dudosamente de buen gusto- y se lo embotelló en la cabeza. Apagó las luces y echó el cierre; pues ya sólo él quedaba en la oficina, y se fue pensando que plato cenaría.

Ya casi llegando a la puerta del restaurante, tuvo su inspiración, ¡Pollo!, un suculento y sabroso pollo. Dio su abrigo al metre, y pidió, con mucha educación, la mesa de siempre. Un mantel a cuadros rojos y blancos: todo un clásico. Le encantaba el ambiente del local, por algo había sido su establecimiento predilecto durante tantos años. Tenía pinturas de aficionados, cortinas de saldo, y lo que más le gustaba; camareros con smoking haciendo contraste con la mediocridad del restaurante. Y sin más contemplaciones, mandó al camarero traer un buen pollo, con mucha salsa y mucho de todo. Y por supuesto, una botella de buen vino.

Cuando todo estuvo servido, se aseguró de tener bien puesta la servilleta a modo de babero, y sin probar si quiera el vino, ni tocar el tenedor ni el cuchillo; se llevó un muslo entero a la boca. La grasa le chorreaba por la barbilla, pero cosas como esa eran pequeños detalles sin importancia. Pues cada bocado era una feria de sabores para su paladar. El sabor salado del pellejo, el aliño de las especias, la carne suculenta…

Pero de repente todo lo bueno acabó. Un pequeño hueso de pollo se le alojó caprichosamente en la garganta. Primero lo intento con el vino, pero ahí permaneció. Luego un par de puñetazos en el pecho, tampoco. Y finalmente una tos incontrolable. Tenia la cara ya morada; no le entraba ni una sola gota de aire. Pero alguien por detrás, con una experta maniobra, consiguió que el hueso saliera disparado a modo de proyectil. Tomo un poco de aire, y luego dio unos sorbos al vino. Que respiro.

Se volvió hacia su salvador para darle infinitas gracias.
No era un hombre fuerte, más bien delgado. Era medio calvo, con ojos de búho y finísimos labios. Vestía un sencillo traje negro y una camisa casi blanca. Augusto, no sabiendo como expresar aun mejor su gratitud, rogó al extraño a sentarse con él. – ¡Yo invito, que demonios! – Y con un poco de vacilación, el extraño al final aceptó la invitación. Imposible que admitiese un no, aquel eufórico glotón.

-¿Cuál es su nombre? –Dijo Augusto.
-Morty. No es necesario que me invite a cenar caballero. Yo le he ayudado de buena gana.
-¡Tonterías!, Yo me llamo Augusto. Pide lo que quieras. ¿Langosta? ¡Pide dos si se te antoja!
-Bueno… Ya que estoy aquí, supongo que me comería un plato de pasta.
-Eso esta hecho.

Hizo un gesto con el brazo, y en un segundo estaba el camarero tomando nota del pedido. Augusto mando retirar el pollo y que en su lugar le sirvieran una pizza familiar; con mucho queso, muchas anchoas… y mucho de todo. ¡Ah!, y un buen plato de espaguetis para su nuevo amigo, que estaba muy canijo. Y con el nuevo pedido, continuó la charla, eso sí, con la boca llena. – Con esto no me atraganto…

-Hacia mucho tiempo que no probaba la pasta. La comí una vez en Italia, y hasta ahora no la he vuelto a probar. – Comentó el invitado, mientras se limpiaba delicadamente la boca con la servilleta.
-Madre mía, tu debes ser un anoréxico de esos que no comen. Sin embargo yo vivo para comer. Es mi perdición. Pero comer no tiene nada de malo.
-No, nada de malo, mientras no lo hagas con gula.
Augusto soltó una carcajada, y negando sarcásticamente con la cabeza, se llevó a la boca la copa de vino. Y así trascurrió la velada. Augusto hablaba y hablaba, y Morty hacía pequeños comentarios. Muy reservado siempre, pues no quería ser descortés con su anfitrión, que aunque buena persona, llevaba un modo de vina lamentable.

Augusto sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, y alargando el brazo le ofreció uno a su nuevo amigo.
-¿Fumas?
-No. Es más; detecto el tabaco. Me da muchísimo trabajo. Pero tú fuma a gusto.
-Que bicho raro. –Dijo con una amistosa sonrisa. Y encendiendo su cigarro, se recostó sobre la silla y se desabrocho un poco el cinturón. –Menuda comilona. Que maravilla.
-Estaba deliciosa, sí. Gracias de nuevo por la cena.
- ¡Gracias a ti por salvarme la vida!
-Bueno…
-Nada, Morty. En fin, ¿A que te dedicas?
-Pues, para algo así como el estado.
-Caramba, eres un señor importante.
-Algo así…

Augusto apagó su cigarrillo en el plato. Dejó el dinero sobre la mesa. Y a duras penas consiguió levantarse sin derribar la mesa. -¿Nos vamos, amigo?

Se puso su abrigo y su sombrero, y observó que su nuevo amigo no tenía más que la ropa que llevaba puesta. Salieron a la calle; quedaron un minuto en silencio en la puerta, y encendiendo otro cigarro, se dirigió a su nuevo amigo:

-Bueno, me voy ya, que mañana he de madrugar.
-¿A dónde vas?
-Pues a casa, ¿A dónde diablos iba a ir?
-Pues podrías acompañarme.
-Perdona, soy un desconsiderado. Te pagare un taxi.
-A donde vamos no llegan los taxis.

Augusto se quedó mirándolo un momento. Estaba empezando a irritarle tanto misterio con aquel extraño. Y en un tono áspero, le dijo:

-Mira, que yo te pago un taxi, y tu te vas a donde te de la gana. Pero yo me voy a casa a descansar. –Hizo una breve pausa–. Que yo te he invitado por que me has salvado la vida. No busco nada, no se si me entiendes.
-Yo no te he salvado la vida, Augusto. –Dijo el extraño con una sonrisa–. Yo he venido para llevarte conmigo. ¿A caso crees que un hombre de tu tamaño puede estar tanto tiempo sin respirar?
-No… -Dijo Augusto con nerviosismo e ira-.Tú me sacaste el hueso de la tráquea. Y luego te invité a cenar. Y seguí comiendo… ¡Y pagué la cuenta!
La Muerte sonreía; le parecía cómica la manera con la que Augusto se estaba tomando la situación. El pobre hombre pasó de estar furioso, a asustado, y doblemente nervioso. La Muerte le cogió por el brazo y comenzó a caminar calle abajo.
-¿A dónde me llevas?
-Te llevo a que te vean. Deben decidir tu destino.
-Pero yo no puedo morir, tengo responsabilidades en la tierra. Y tengo un perro.

La Muerte esta vez rió a carcajadas. Y con una cara casi divertida, le dijo:

-No creas que eres tan importante aquí en la tierra. Si todos sois iguales. Me montáis unos numeritos cada vez que vengo a por vosotros… La verdad es que sois muy divertidos.

Augusto, sollozando y temblando, fue calle abajo. Sin saber el destino que le aguardaba. Atemorizado por el ser que le acompañaba. Fue caminado y lamentando tantos errores del pasado. Y al fondo; la calle era cada vez más oscura. Y una ricilla entre dientes a La Muerte se le escapaba. Pues a él nada le parecía más divertido, que la ironía de tan cruel destino.

Espanto

Cerca del pueblo, donde se hallaba el viejo abedul marchitado, había un riachuelo. Si te quedabas fijamente mirando desde el viejo árbol, podrías distinguir una oscura mancha en el fondo del agua. De ahí dicen en el pueblo, sale una vieja bruja, que siglos atrás ahogaron, y ahora mora cerca de la orilla, para atrapar a la gente que se queda allí tendida. Pero ninguno de nosotros nos atrevemos a quedar allí varados, para provocar a la vieja bruja a salir de su madriguera, y comprobar sin son ciertos los relatos. Pero es colosal el morbo de verla, y minúscula la osadía a reprenderla. Así que el pequeño Jeremías ha sido votado; para quedarse allí parado. Y nosotros allí junto al árbol, esperamos a ese espanto. Pero aburridos nos quedamos, y Jeremías ya se ha hartado. Que dice no le da la gana de esperar más, que se quiere ir con su mamá: y a nosotros que dos de morcilla. Pero unas largas y horribles manos, al pequeño Jeremías han atrapado. Y una horrenda cara, del agua ha asomado. Estupefactos nos quedamos, al ver al pobre niño arrastrado. A la vieja se le hace la boca agua, con la cena que le aguarda, y nosotros aterrados, nos hemos quedado petrificados. Y cuando la bruja al niño ya ha secuestrado, y las aguas amansado, salimos corriendo como alma que lleva el diablo. Pero peores son nuestros padres, que no se lo han creído ¡Y dicen que hemos mentido! Si han sido ellos quienes nos han contados esas historias horrorosas y nosotros jamás inventamos tales cosas. Así que el pequeño Jeremías de banquete sirvió, y nosotros, por mentirosos, la cena se nos negó.

El Último Vampiro

Salió de su lecho de madera y barro como cada noche; pasadas unas horas de ponerse el sol. Con el paso de los siglos su letargo era cada vez más largo. La mayor parte de sus fuerzas le habían abandonado. Y la demencia, al igual que los humanos, le estaba llegando. La piel se adhería a sus huesos, y unos largos y tristes mechones de canoso cabello, caían sobre sus hombros. No le quedaban dientes y tenia que hacer uso de palos afilados para sacar el ansiado alimento a sus presas. Su ropa estaba mohecida, tenía la espalda cubierta de hongos y los bolsillos llenos de arañas.

Vivía solo en medio del bosque en una cabaña derruida, aunque a pesar de los esfuerzos del anciano por mantenerla en pie; se le podría calificar más bien de cueva, que de cabaña. Era incapaz de recordar en que parte del mundo vivía, y ya casi ni recordaba su propia lengua. Llevaba siglos apartado del mundo que conoció. Su única compañía eran las alimañas de la noche, que muy de vez en cuando; eran el único alimento que tenia. Aunque su menú se había reducido a ratas y gatos salvajes, pues incluso un zorro ya era superior a sus fuerzas.

Lauro, como cada noche, se sentaba en lo alto de la colina a contemplar las estrellas y hacer terribles esfuerzos por recordar que fue joven una vez. Cuando su comida era gente sana y esbelta. La fuerza que recorría por sus venas y sus inmensas riquezas. Pero más que esto, añoraba la compañía de gente semejante a él. Echaba de menos a su esposa; que hace ya demasiado tiempo fue victima de un terrible jabalí que pudo con ella. Si le quedasen lagrimas, lloraría también esta noche su perdida.

Su marcha era lenta pero ágil. Aunque de vez en cuando tropezaba con alguna piedra. Se quedaba quieto junto a las madrigueras durante horas con su afilado palo, esperando a alguna presa. Pero la mayoría de las noches; o no daba con ellas, o eran estas más rápidas que él. Pero esa noche la suerte estuvo de su parte. Una rata vieja y gorda asomaba su voluminoso cuerpo por la madriguera. Lauro se abalanzó sobre ella como un rayo, dejando caer su cuerpo sobre ésta. Con movimientos torpes y fugaces pudo acertar un mortal golpe en el vientre de la rata, y con sus decrepitas manos; la agarró con fuerza, llevándose sus temblorosos labios a la herida de la bestia. No era suficiente alimento para él. Pero su cuerpo marchito y cansado lo agradecía.

Cada vez que se alimentaba, regresaban a su mente antiguos recuerdos de cuando vivía en medio de una gran civilización. Y su presencia era capaz de hacer temblar al más apuesto y valeroso de los hombres. Cuando después de poseer a bellas mujeres; se alimentaba de ellas complaciendo su gula de placeres y necesidades. Pero al conocer a su amada, Ademar, y el gran corazón de ésta, aun a pesar de ser un demonio para el hombre; decidió irse a vivir a las afueras de la ciudad y formar un hogar junto a ella. Alimentándose tan solo de los reos que huían de la ciudad y las temibles bestias de los bosques.

Y ahora, cansado y sólo, sin ciudades cerca, ni fuerzas para el viaje; Lauro sufre la desconsoladora soledad y la dolencia del anhelo. Y como cada noche, horas antes del alba, vuelve a su ataúd; entristecido y dolorido, sin más deseo que el de volver a los brazos de su amada. La que con su llegada le enseñó un mundo de amor. Y con su perdida, sintió en sus carnes por primera vez el temor.

Cuando el bosque se llenó con la luz blanquecina de la luna, y las criaturas nocturnas habitaban en la penumbra de la noche. Un espíritu se deslizaba entre los árboles, siguiendo un camino casi marcado que lo llevaba a lo alto de una colina; junto a un viejo tronco podrido, en el que se sentaba y meditaba sobre una plegaria a las estrellas. Pero el ciervo, príncipe de los bosques, se acercó al ánima como nunca antes lo había hecho. Lauro, abandonó sus pensamientos para prestar atención a su espectador. Con infinita nobleza, hizo un gesto de reverencia al anciano espíritu, como un último adiós, y dicho esto, siguió su camino dejando al vampiro con la mirada tendida al recuerdo suspendido que dejaba tan noble criatura.

Hubo un tiempo en el que fueron faraones, emperadores y reyes quienes les hicieron reverencias. Temido por los demás vampiros, dueño de medio mundo… Lauro, el conquistador, embajador de todo lo que tocaba; amo del humano, y por amor, ahora estaba condenado.

Bajó hasta la cabaña, donde tenía un pequeño huerto de hortalizas, que cultivaba para atraer a pequeños roedores y que éstos les sirviera de alimento. Se llenó los brazos con éstas, y se adentro en el bosque repartiendo los alimentos por cada madriguera y junto a árboles. Después, como cada luna nueva, cogió las flores silvestres que cada noche colocaba Ademar en su cama; y las colocó donde ahora sus restos descansaban. Regresó a lo alto de la colina, y sentado junto al tronco, con las manos temblorosas y entrelazadas, esperaba el momento a su plegaria.

Las estrellas se empezaron a dispersar, y el cielo a aclarar. Una extraña luz se adueñaba de todo. Primero sintió frio, y después, conforme el horizonte empezaba a desteñir, su piel empezaba a enardecer. Y con voz temblorosa y palabras torpes lanzó su plegaria a la mañana: -Llévame junto a mí amada….