A Cal Y Canto

Casi un año lleva Tomás encerrado en su propia casa. Y no por su voluntad, sino que es rehén del espíritu atormentado de su hermano. Éste murió hará un año; victima del alcohol. Y Tomás, por no dejar de cobrar su pensión, enterró a su hermano en el sótano. Allí lo dejó olvidado, y a las cuatro personas del pueblo, del contó que volvió al asilo donde residió antaño. Y suponiendo que Samuel –el hermano- después de muerto siguió escuchando, decidió que Tomas lo pagaría muy caro.

Una noche mientras el dormía. Las puertas y las ventanas se cerraron a cal y canto. Y cuando Tomás a la mañana siguiente se levantó para ir al mercado, descubrió con asombro que estaba encerrado. Desesperado al ver que no conseguía abrir la puerta, probó con la ventana de al lado; pero tampoco hubo suerte. Luego probó con las de la cocina y los dormitorios; tampoco. Y ya con la furia, del que necesita una copa (o en su caso un cartón de vino) agarró un martillo y se lanzó contra la puerta como poseído. Pero el martillo se le escapó de la mano, y como si alguien se lo hubiese arrebatado, le sacudió en la cabeza un buen testarazo.

Al despertar se encontró en el suelo tirado, y el martillo: ni rastro. No tuvo más remedio que aguantar allí encerrado, gritando tras la puerta por si alguien le echaba una mano. Aquella noche, exhausto por la fatiga, cayó rendido en el sofá y le llego un sueño –que para él-, no tuvo nada de sueño. Su hermano Samuel, que estaba sentado sobre él, le dijo que jamás se hubiese imaginado en vida que su querido Tomás le hubiese hecho aquella jugarreta. Y Tomás se defendía: ¡Que no, Samuel! Que no quería hacerte daño… pero tú ya estabas muerto, y yo necesito tu dinero. ¿A ti qué más te da? Si no lo necesitas donde estás. –Decía. Y Samuel, ya cabreado, le dijo que allí se quedaría a tomar por saco. ¡Por asesino!

Y así fue, que Tomás por más que lo intentó, en todos aquellos meses no consiguió escapar de su opresor. Con el paso del tiempo, le cortaron la luz y el agua por impago. Pues todos creían que se había ido con su hermano. Y lo peor de todo aquello (si es que algo podía ser peor) fue su nueva dieta compuesta de ratas e insectos. Y el agua; gracias a un par de goteras, en el invierno se pudo apañar con agua rancia. Y durante los tiempos de sequia… que remedio; orina.

A esto se le sumaban los tormentos a los que le sometía Samuel. Gritos –o más bien aullidos- en mitad de la noche. Patadas y empujones. Algún mordisco cuando cruzaba los pasillos. Apariciones espeluznantes en las que Samuel se mostraba con el vientre hinchado, los ojos ahuecados, la piel cubierta de yagas… Y Tomás apunto estuvo de enloquecer. Pues incluso se intentó ahorcar de una viga, pero Samuel, para no darle tal consuelo; lo bajó de la viga y le dio una buena paliza.

Y cuando paso más o menos un año –pues era difícil llevar la cuenta allí enclaustrado-, abrió la puerta del sótano y bajó cuidadosamente los peldaños. Recordaba bien dónde enterró al hermano: pegado a la esquina del rincón más apartado de la escalera. Allí abajo el ambiente era fresco y húmedo. Y un olor como acre, se le metía por la nariz.

Se arrodilló junto a la tumba y comenzó a escavar la tierra con las manos. No pasó mucho tiempo, hasta dar con el cuerpo. Quitó un poco más de tierra alrededor, y agarrando el cadáver, lo sacó del agujero. Estaba podrido como era de esperar, pero no tanto como debería estar. El ambiente fresco tuvo que ayudar a la conservación de la carne. O eso, o el ferviente deseo del muerto, por complicarle aun más la tarea a su asesino.

Subió las escaleras con el cadáver agarrado por las axilas y se dirigió hasta la puerta de la calle. Cuando giró el picaporte, éste cedió; Tomás salió a la calle con el cadáver a cuestas, y la gente que había por allí se quedó horrorizada al ver aquella aparición ¡Se supone que estaban a kilómetros de allí los dos! Y sin embargo ahí estaba Tomás descolorido, agarrando a Samuel en putrefacción, y gritando: ¡Lo he matado! ¡Lo he matado!

La Sangre del Suicida

Llenó la bañera con agua caliente y colocó una cuchilla de afeitar sobre la jabonera. Cuando el ambiente estaba flamante de vaho, Asier se quitó la ropa y se metió en el agua. Dejó los brazos sumergidos en el agua caliente esperando a que su piel se volviera más suave y blanda. Luego quitó la funda a la cuchilla y la hizo bailar entre sus muñecas. Un agudo escozor le subió por el brazo, pero al meterlos de nuevo bajo el agua; el dolor fue menguando. Asier cerró los ojos y esperó el sueño mortecino. Pero éste, se hizo de rogar…

La bañera se tiñó de rojo, y el empezó a sentirse incomodo en aquel baño de sangre. Quitó e tapón y dejó que el agua se evadiera por el sumidero. Luego se duchó para limpiar el rojo carmesí de su piel, se secó y se miró al espejo. Estaba muy pálido; con grandes ojeras, la piel flácida y los labios morados. En las muñecas estaban los dos cortes limpios que se hizo con la cuchilla, pero éstos ya no sangraban. Confuso, se puso el albornoz y se acostó en su cama. Quizás esto tarda más de lo que pensaba.

Al despertar ya casi había oscurecido. Al principio pensó que habría hecho algo mal; pero la bañera se llenó de sangre; con toda su sangre. Volvió al baño y se hizo un nuevo corte; esta vez, no sangró. Abandonó su intento de suicidio y se fue a la cocina para comer algo. Notaba un vacío en el estomago, pero apenas tenía hambre. Abrió la nevera y nada de lo que había allí le aumentó el apetito. Cogió unos embutidos y se preparó un sándwich, pero cuando se lo llevó a la boca sintió nauseas. Pues moriré de inanición, pensó.

Durante toda la noche estuvo rondando por la casa. No tenía sueño, se sentía agotado; pero aun así, no tenía sueño. Estaba inquieto; deseaba hacer algo, pero no sabía qué. Cuando estuvo a punto de asomar el sol, el sueño se el echó encima. Bajó la persiana y se entregó a él.

Despertó justo antes del anochecer, y el sol del ocaso le irritaba tanto los ojos que tuvo que hacer uso de unas gafas de sol. Volvió a la cocina, y el estomago le reprochó con nauseas el estar allí. Volvió a deambular por la casa como hizo la noche anterior pensando el motivo de que siguiera vivo. Quizás he muerto y soy un fantasma. Qué otra explicación puede haber si no. Pero desesperado, cogió las llaves y salió de la casa para tomar el aire.

Ya estaba bien entrada la madrugada y no había gente por la calla. El aire nocturno era fresco y renovador. Se sintió un poco mejor rondando por la calle, pero su apetito iba en aumento, y su aversión por la comida acrecentaba.

Escuchó unos pasos apresurados yendo en dirección hacia él. De entre la oscuridad, asomó una joven con un vestido de noche. Pensó que habría salido de alguna fiesta bruscamente, pues no llevaba abrigo. Sin darse cuenta, comenzó a caminar hacia ella. Se sentía muy atraído; casi, como un enorme deseo de poseerla. La muchacha lo miro asustada, apretó el paso e intentó alejarse de Asier; pero éste la cogió por el brazo –tanto para sorpresa de ella como de él-. Intentó besarla, pero pronto descubrió que no era eso lo que deseaba. Los golpes que le asestaba la chica parecían no tener efecto en él. Volvió a dirigir su boca hacia ella, pero esta vez, la muchacha gritó. Asier la agarró fuertemente por el pelo levantando su cabeza y mordió con brutalidad en su garganta.

El grito se ahogo entre su boca, y él notó que la sangre que emanaba de la herida de la chica le resultaba de un gusto exquisito. Apretó su boca contra el cuello, y sació su hambre con el cálido flujo de su sangre.

Cuando terminó, la chica había empalidecido terriblemente y dejó de respirar al instante que él retiró su boca de la herida. Asier ahora tenía un color cálido en la piel. Se sentía vigoroso y completo. Y fue en ese momento; justo en ese mismo instante, cuando descubrió en lo que se había convertido.

El Curso de las Brujas

Aquel fin de semana lo pasarían solos los hermanos Simó. Sus padres se iban a pasar un romántico fin de semana a Belmonte; y suponiendo que la hija mayor sabría cuidar de los demás, se fueron despreocupados. La mayor se llamaba Elisa; tenía diecinueve años, era la más responsable de los hermanos y también la más mandona. A ésta le seguía Aarón con dos años menos. Él era osado, travieso y siempre gustoso de irritar a sus hermanas. Con otros dos meticulosos años de diferencia estaba Paula; tenía unos kilitos de más, y siempre era obediente y trabajadora. Y el más pequeño, con sólo siete años, era Ciro. El ojito derecho de su mamá.

Aquella fría tarde de invierno, cuando faltaban pocas horas para el anochecer, llamaron a la puerta de la casa. Aarón estaba jugando con el pequeño Ciro a un juego de tablero, mientras Paula asaba castañas en la chimenea y Elisa leía un libro. Todos se quedaron mirando a la hermana mayor, esperando ver que ordenaba. Ella les miro por encima del libro y les dijo:

-Mamá dijo que no le abriéramos a nadie.
-Ya –dijo Aarón-, pero ¿y si son papá y mamá?

Elisa aguardó un momento en silencio mientras pensaba que es lo que debería hacer. En ese momento volvieron a llamar a la puerta, esta vez, con más fuerza.

-Son ellos. Se le habrá olvidado algo. Sino, no serian tan pesados. –Insistió Aarón.

Elisa se puso en pie y atravesó el patio hacia la puerta. Cuando estaba a sólo unos pasos, preguntó quién era. Una voz de mujer, estropeada y cansada, pero muy amable, como la de una viejecita, dijo a través de la puerta:

-Soy la señora Gardenia, amiga de tu madre.
-Perdone, pero no la conozco.

Hubo un momento de silencio.

-Vivo más allá del mercado, hace tiempo que no veo a tu madre y he venido para saludarla.
-Lo siento, señora Gardenia. Mi madre se fue. No volverá hasta el lunes.
-Oh, que pena. Me ha costado mucho venir hasta aquí. Ya estoy viejecita. –Dijo con una risilla aguda.- ¿Me podrías abrir y dejar que descanse un poco antes de volver? Necesito reponer un poquito las fuerzas.

Elisa miró atrás y vio a sus hermanos asomados en la ventana; intentando enterarse de lo que ocurría. Ella, haciendo lo que creía más correcto, pues no podía dejar a una pobre anciana así, le abrió la puerta.

Una mano arrugada, de dedos largos y uñas menoscabadas empujó la puerta. La anciana encorvada entró rápidamente y a ésta le siguieron otras dos. La última cerró la puerta tras de sí y se quedó mirando con una maliciosa sonrisa a Elisa mientras que las otras dos se dirigían rápidamente hacia la casa.

Vestían con harapos oscuros y parecían bastante sucias. Su tez era pálida y amarillenta; de ojos negros y profundos, y dientes pútridos. La que se hacia llamar Gardenia tenía el pelo como si fuesen finísimas ramas negras y canosas; mientras que el de las otras dos era enmarañado y áspero. Lo único que pudo hacer Elisa fue quedase horrorizada contemplando aquellas birrias de mujeres. Estaba completamente paralizada; incapaz de correr o gritar, mientras aquella espantosa mujer vestida de marrón oscuro le agarraba por el pelo y la llevaba a rastras hasta la casa.

Gardenia se calentaba las manos en el fuego mientras la otra intrusa arrinconaba a los jóvenes en un sofá. Entró la tercera vieja y echó a Elisa encima de los hermanos. Los cuatro se quedaron abrazos y llorando mientras las miraban. Aarón se levantó y les gritó que se marcharan. Pero la vieja le escupió en la cara y él, horrorizado, volvió a sentarse junto a sus hermanos, sin ni siquiera tener valor de limpiarse. De ello se encargó Paula, indignada por la ofensa a su hermano.

-Gardenia, nosotras también tenemos frio. Deja que también nos calentemos. –Dijo la vieja de marrón.
-Ya tendrás tu turno, Abelia. Ve a revisar la casa.

Abelia hizo una desagradable mueca y salió por la puerta que daba a la cocina. La vieja de marrón los miraba minuciosamente sin dejar de sonreír.

-Gardenia, mira esta de aquí. –Dijo señalando a Paula.- ¡Está gordita! ¡Oh, Gardenia, mírala!

Gardenia se rió con seniles carcajadas, mientras la vieja le pellizcaba las mejillas a Paula. Luego entró Abelia con una olla y varios utensilios, colocándolos todos junto a la chimenea. Gardenia cogió las castañas que había en el fuego y se dio la vuelta.

-Toma Dalia. No te las comas todas.

Ésta las cogió y comenzó a pelarlas con aquellas decrepitas manos. Cuando la había pelado, se la llevó a la boca con los dedos ennegrecidos, mirando a los hermanos masticando y sonriendo a la vez. Un hilo de saliva corría por la comisura de sus labios; cosa que casi hizo vomitar a Paula. Las otras dos colocaban la olla e iban echando aderezos dentro de ella.

Nos comerán. Pensó Ciro.


Gardenia sacaba yerbas y mugre de un saco de tela, y los iba echando en la olla. Mientras tanto, Abelia registraba los muebles de la casa y Dalia vigilaba a los chicos. Elisa rodeaba a sus hermanos con el brazo y ellos se aferraban a éste con las manos temblorosas.

-Trae a la grande. –Dijo Gardenia.

Dalia cogió a Elisa por el pelo y la arrastró hasta la chimenea. Aarón y Paula se levantaron para ayudarla, pero Gardenia se volvió hacia ellos emitiendo un gruñido y siseando como una alimaña. Ellos volvieron a sentarse en el sofá abrazando a Ciro y llorando.

-¡Abelia, ven ya!

Ésta entró aprisa, y sin aparta la vista de los niños que estaban en el sofá, se dirigió hacia Gardenia.

-Vigilaros mientras apañamos a ésta. ¡Que no se muevan, Abelia!

Abelia asintió con la cabeza y se colocó delante de los niños.
-¡Chitón! –Les gritó.

Dalia agarró a Elisa por el cuello y le abrió la boca. Gardenia sacó la olla candente de la chimenea y vertió el contenido en la boca de la muchacha. La hicieron tragar todo el contenido. Dalia la sujetó durante un rato y cuando cesaron los espasmos la devolvió al sofá.

-Ésta ya no da problemas. –Dijo Gardenia.

Elisa estaba como sumergida en un profundo trance. Tenía los ojos en blanco y le caía un líquido negruzco por la babilla. Paula intentó reanimarla, pero ella no respondía a ninguna señal.

-Niño, -dijo Gardenia señalando a Aarón- ven aquí.

Aarón se mostró reacio a levantarse, pero Dalia que se encontraba frente a él, le agarró del pelo y lo tiro a los pies de Gardenia. Ésta cogió una cuerda y le ató las manos tan fuerte que se le pusieron los dedos morados. Luego lo arrastró hasta la puerta que daba al patio –pues era de hierro- y lo dejó allí atado.

-Abelia, llévate a esa niña gorda a la cocina y que prepare algo suculento. –Gardenia esbozó una picara sonrisa y Abelia le devolvió la misma sonrisa de complicidad.
-Gardenia –Dijo Dalia mirando al pequeño Ciro que no dejaba de sollozar-, ¿Qué hacemos con este niño tan bonito? Seguro que es el cariñito de mamá ¿Verdad? –Dijo burlescamente, y Gardenia, como si ahora fuese una niña traviesa, se acercó ávidamente hasta donde estaba Ciro y comenzó a pellizcarle las mejillas hasta ponérselas rojas.

Ciro rompió en un terrible llanto, y Gardenia, aburrida ya del crio, lo agarró por el brazo y lo metió dentro de un viejo baúl de madera; donde se guardaban los manteles de la mesa.


Aarón, que seguía atado a la puerta, vio por una pequeña grieta en el cristal que ya había oscurecido. Al cabo de un rato, se encendió la luz del patio y vio como Paula salía fuera. Justo detrás vio que la bruja le decía algo. No pudo escuchar que hablaban, pero súbitamente, la vieja le señalo el sumidero que había justo en el centro del patio. Lo señalaba con el dedo, como indicándole que se asomara. Cuando Paula se agachó, sin despagar la vista del sumidero, la bruja cogió un hacha que estaba junto a la puerta –seguramente lo colocó ella misma allí- y le asestó un fuerte golpe en la nuca. La cabeza de Paula rodó unos centímetros y el cuerpo comenzó a temblar. Aarón gritó con todas sus fuerzas e intentó liberarse de la cuerda que lo aprisionaba. Gardenia y Dalia se acercaron a él, y comenzaron a darle patadas hasta ahogar su grito.

Ciro estaba paralizado del miedo, sin fuerzas siquiera para llorar. Se quedó encogido con el pulgar metido en la boca –igual que hacía años atrás- y allí quedó sin dar un ruido.

Cuando despertó –o se recuperó del desmayo- Ciro levantó la cabeza con cuidado y se golpeó contra algo. El baúl, pensó. No fue un sueño, estaba allí dentro; y fueron unas horrorosas brujas quienes lo metieron allí. Para cerciorarse, hizo fuerza contra la tapa y consiguió levantarla un poco. Pudo ver a su hermana Elisa en el sofá muy enferma, y a Aarón tirado en el suelo junto a la puerta. Las tres viejas estaban sentadas a la mesa comiendo como animales. En ese momento, una de las brujas –la que se hacía llamar Gardenia- miró hacia atrás y miró a los ojos del niño. Éste cerró la tapa de golpe y se acurrucó en el fondo. Cesó el ruido en la mesa y se escuchó los pasos que se acercaban a él. Todo volvió a quedar en silencio y de repente, un fuerte golpe se escuchó encima de él. Gritó de miedo e intentó salir, pero esta vez no pudo.

Gardenia había colocado uno de los pesados troncos para la chimenea encima del baúl. Luego volvió a la mesa; donde se encontraban los restos de la pobre Paula mutilados y cocinados.

-¿Dónde iremos ahora? –Dijo Abelia.
-Seguiremos hacia el norte. –Respondió Gardenia. Nos iremos antes del amanecer.
-Pero yo les escuché por la chimenea, Gardenia. No vienen hasta el lunes. –Dijo Dalia.
-Pero podría venir alguien. Algún familiar a ver como están. ¡Así que nos iremos!
Dalia arrugó la cara y se llevó otro trozo de carne a la boca. Siguieron saciando su diabólica gula y acto seguido se durmieron sobre la mesa.


A la mañana siguiente –unas horas antes del alba-, Gardenia despertó a las otras dos. Se dirigió hacia Aarón y le introdujo una cucharada de poción que llevaba en el bolsillo. Luego lo desataron y lo colocaron sobre la mesa.
Elisa seguía en trance y no le prestaron más atención. Gardenia extrajo un viejo saco de su faldón e introdujo en él al pobre niño que dormía en el baúl.

A la mañana siguiente, como bien predijo Gardenia, llamó a la puerta un tío de ellos. Como nadie respondía, llamó a la Policía y descubrieron en el salón de la casa a la hermana mayor en coma –debido al fuerte shock, como se dijo posteriormente-, a Aarón sentado en la mesa; y los restos de Paula sobre ésta. El caso fue conocido como La Locura del Hermano Caníbal; que devoró a su hermana pequeña delante de los otros –por lo que la mayor quedó sumida en coma y el pequeño se dice que huyó aterrado, y caería seguramente en algún arroyo.

De la gran diversidad de casos parecidos que hubo, jamás se relacionaron entre sí. Y mientras la gente creía, que las familias caían en inexplicables desgracias; tres ancianas se arrastraban por las calles, trepaban por los tejados y llamaban de puerta en puerta difundiendo la miseria.

Ave María

-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebido.
-Hace… hace tanto que no me confieso. Y ahora lo necesito más que nada en el mundo.
-Dime hijo, ¿Qué has hecho?
-He condenado a la humanidad. ¡A todos! Oh, Dios mío… ¿Podrás perdóname?
-¿Tan terrible ha sido tu pecado?
-Tan terrible como se le pueda permitir a un hombre pecar, y aún así, más.
-Pero, ¿qué es eso tan terrible que dices haber hecho?
-He blasfemando. He invocado a las tinieblas. No hay redención posible que nos salve de tan terrible infierno. Lo único que queda por hacer es arrepentirse de los pecados.


Padre, todo empezó hará unas semanas. Yo estaba en la biblioteca de la Universidad Froud, junto a Irving y Féval; cuando vino Manfred con un viejo libro en las manos. Dijo haberlo encontrado detrás de unos libros destartalados de filosofía transcendental. Lo encontró casualmente al ser empujado hacia dicha estantería por un hombre de barba desgreñada y un traje arrugado. Ahora dudo de que todo esto fuese un hecho fortuito.

El libro no tenía título, ni figuraba el nombre del autor por ninguna parte. Trataba sobre viejos conjuros, tétricos personajes que supuestamente existieron, sortilegios ancestrales, preceptos sobre sacrificios y mil disparates más. Fue escrito a modo de diario o bloc de apuntes y seguramente su autor o autora, fue una bruja o demonio. Al menos esas eran las teorías que nosotros comentábamos. Pero tan sólo a modo de divertimento; nada más. Pero con el paso de los días, Manfred empezó a obsesionarse por el asunto. Dejó de lado sus libros de texto para dedicar todo su tiempo al estudio de dicho libro. Todas las noches nos venia a buscar a la biblioteca –o lo encontrábamos nosotros allí estudiándolo - y nos contaba todo lo que había descubierto.

Una de las historias transcurría aquí, en Tesalia. En el bosque que hay más allá de la mina de cobre, y el valle donde está El Pozo del Caldero, en lo alto de la colina. En la más negra espesura del bosque, donde dejan de oírse los pájaros y las ardillas; vivían cuatro hermanas. Las cuatro eran brujas, y bien conocidas por sus maldades sobre las personas de esta tierra. Cuentan que las noches de luna llena; cuando toda la gente dormía, entraban en las casas y se llevaban a los bebes recién nacidos. Envenenaban el ganado, y quemaban las cosechas. Luego volvían corriendo, igual que lo hacen los zorros, hasta el negro bosque.

En una de sus invocaciones al averno; un ser, mitad carnero y mitad hombre, les reveló un antiguo secreto. En la colina más alta que hay en el valle, se encuentra El Pozo del Caldero. Éste jamás dio agua, y la gente que se adentró para comprobar su profundidad; o no llegaron al fondo o no volvieron. Se dijo que estaba maldito y nadie más volvió a acercarse él. El origen de éste se remonta siglos atrás, cuando un terrible terremoto hizo una grieta que llegó hasta el infierno. Los demonios que había abajo intentaron escaparse, pero un monje –conocedor de diversas culturas y mitologías- creó un sello místico que les impidió la entrada. La gente, para no olvidar donde se encontraba aquel lugar tan funesto, y también por miedo a tocar el sello: lo disfrazaron como un pozo. Lo que ocurrió fue que al pasar la advertencia de generación en generación; quedó como un cuento fantástico para que los niños no se acercaran al pozo.

El secreto que les reveló aquella bestia a las brujas fue el modo de romper el sello. Siguieron las instrucciones que les dio y esperaron –como le dijo la bestia- a la primera luna llena de verano para hacer el conjuro. Afortunadamente, la gente vio aquella noche a las brujas danzando en la colina. Se unieron todos los habitantes y se dirigieron donde estaban las hermanas. Tras una cruenta lucha, donde varios hombres quedaron ciegos y otros tantos mutilados, atraparon a las hermanas; les cortaron las cabezas y las tiraron al pozo.


Aquel libro que Manfred encontró, poseía dicho conjuro. Y como se acercaba el verano, y estábamos estresados por los estudios; decidimos seguirle el juego a Manfred y realizar el encantamiento. He de decirle, que hace mucho años que me volví agnóstico; y no sólo no creía en Dios, sino que tampoco lo hacia en brujas y demonios. Que el Cielo me perdone por todo esto.

Creamos lo que llamemos: La Hermandad de Sello. Tras la fundación de la nueva orden, Féval no tardó en volverse –al igual que lo hizo Manfred- en un devoto de aquella brujería. Y luego le siguió Irving. Yo siempre tuve mis reservas; y no acepte por otra cosa que no fuera distraerme y olvidar los estudios durante unas horas. Manfred creía que si rompíamos el sello, nos recompensarían de la misma forma que iban a recompensar a las brujas. Con inmortalidad y poder.

Llegada la noche indicada, nos dirigimos al valle. La luna se encontraba encima de nosotros proporcionándonos toda la luz necesaria. Manfred sacó de su cartera el libro y lo colocó frente a él. Luego Irving, Féval y yo nos colocamos junto al pozo. Oremos el conjuro a coro -como indicaba el libro- mientras Manfred iba tirando al pozo los menesteres necesarios. Éstos consistían en toda case de inmundicias habidas en la tierra: pelos de rata, entrañas de lechuza, hormigas ahogadas en vino, las uñas de la mano derecha de un cadáver, dientes de ardillas, raíces brotadas de una tumba, gusanos de un cuerpo putrefacto, glándulas de cabra, cabezas de escarabajos y no recuerdo que más salió de aquella vieja cartera. Luego alcemos nuestras manos sobre el pozo, y nos hicimos un corte en la palma de la mano del que tuviéramos a nuestra izquierda. Al caer las gotas sobre el pozo la noche se quedó en el más estricto silencio. El conjuro había terminado y nos quedamos esperando a ver que sucedía. Manfred se ruborizó, seguramente debido a la pantomima que acabábamos de hacer.

Repentinamente se escuchó un ruido procedente del pozo. Un ruido similar al que produce el cristal cuando se rompe. Luego se escuchó algo parecido a un trueno. Un ruido sordo y grave que fue ascendiendo progresivamente. Un sudor frio corría por mi espalda; y le mentiría si le dijera que no me temblaban las piernas. Todo volvió a la calma y pude respirar tranquilamente durante unos segundos. Pero en ese momento una polilla surgió del pozo. Revoloteó sobre nuestras cabezas y después se adentró en la noche. Del pozo comenzaron a brotar toda clase de insectos. Arañas, ciempiés, orugas… Y de entre aquella inmundicia brotó una mano escuálida y roñosa. ¡Y a ésta le siguieron un centenar más! Y luego aparecieron las cabezas. Caras alargadas de pequeños ojos colmados de sangre, y orejas largas y puntiagudas, y bocas enormes repletas de dientes. Luego salieron alas, y algunos alzaron el vuelo. Los que no estaban provistos de éstas, andaban encorvados y con movimientos antinaturales. Luego fueron los tragos, los espectros, las bestias, las brujas y los condenados. Éstos últimos eran gente demacrada y desnuda que intentaban huir, sin saber que no hay donde huir; y lo único que conseguían era atérranos con el destino que nos aguardaba.

Todos corrimos desesperados. Todos menos Manfred. Él se quedó de pie junto al pozo y les gritó que quería su recompensa. Lo que ocurrió después, ni siquiera la muerta logrará inhibirlo de mis pesadillas. Dos de aquellos demonios agarraron los bazos de Manfred; y mientras él gritaba, los demonios tiraban de sus brazos hasta arrancárselos de cuajo. Después, aquellas brujas viciadas y grotescas; le agarraron por las piernas dejándolo boca abajo, y corrieron hacia nosotros entre risas diabólicas y amenazas.

Corrimos hasta el pueblo e intentemos avisar a la gente. Pero pocos nos tomaron en serio. Cuando llegó el estruendo de la marcha, acompañado de alaridos y risas, toda la gente salió a la calle y dirigió su mirada hacia el valle. De entre las sombras; una horda diabólica se abalanzó sobre nosotros. La gente comenzó a gritar y correr despavorida hacia todas direcciones. Nosotros tres nos apiñemos e intentamos huir entre aquel tumulto. Pero una bestia parda y enorme se alzó sobre nosotros. Agarró a Irving por la cabeza e intentó llevárselo. Nosotros lo agarrábamos con fuerza, pero la bestia nos arrastraba a todos. Aquí vuelvo a sentir vergüenza de mis actos… pues le solté y huí. La bestia agarró también a Féval y se los llevó hacia el valle. Seguramente al pozo.

Una obesa bruja se cruzó en mi camino. Solo llevaba un harapo que cubría la parte superior de su cuerpo. Tenía el pelo negro y grasiento, y los dientes podridos. La lengua –que la tenia medio fuera- era pálida y llena de llagas y pupas. Me agarró el brazo clavándome las uñas y comenzó a gritarle a los demonios. Un grupo de aquellos espectros se dirigieron apresuradamente hasta donde yo estaba. Desesperado, mordí el brazo de la vieja y ésta soltó un grito espantoso. Conseguí librarme de ella; pero la mirada de odio y las maldiciones que mascullaba me han seguido hasta aquí como un escalofrió en la espalda.


Han venido pisándome los talones, y ahora tienen que estar apunto de llegar. Y cuando lo hagan; harán entrar aquí a sus bestias. Usted también morirá, y lo que más lamento es que es por mi culpa. Por lo que pude ver, ellos son incapaces de concebir una muerte rápida. Se alimentan de cada gota de sufrimiento que es capaz de expeler el cuerpo humano. Mi arrepentimiento es mayor que mi vergüenza. Lamento tanto haber sido el causante de toda esta desgracia…
Ya se oyen los gritos.

¿Habrá misericordia para este pobre imbécil? Tengo miedo de que cuando me arrastren hasta el pozo, mi alma quede allí para siempre.

Por favor Dios, Apiádate de mí…
Por favor… Por favor…

La Danza Afligida

Dimitri Belkin, el mejor bailarín de ballet que pisó un teatro; aclamado por el mundo entero, admirado y envidiado, siempre inspirador y nunca jamás igualado; creador de innovaciones y precursor de la danza moderna. Su estilo único e impecable, de una fuerza emocional inimaginable y bravura indiscutible hicieron de él historia. Hicieron que él fuera La Historia. Pero como toda luz que enardece en el cielo infinito; no perdura por siempre. Todo astro, tarde o temprano, acaba por extinguir su fulgor. Y eso ocurrió con Dimitri; brilló e ilumino el cielo con una luz tan radiante y esplendorosa que ahora se ha vuelto monótona. Casi insulsa. Carente de sentimiento. Sólo una técnica acertada, sin corazón, sin alma.

Su trabajo, que es su vocación, pende de un hilo. Y quitárselo, es quitarle su propia vida. Nuevos bailarines más jóvenes y apuestos que él; que han estudiando su técnica desde hace años, están a punto de sustituirlo en los carteles. Si no consigue saciar ese vacío, si su inspiración no llega a tiempo: morirá. Morirá igual que muere el ruiseñor que ya no canta, como la estrella que ya no guía, como el amante que ya no ama.

Y su amante bien amada, Irina Simkin, es una de aquellas bailarinas que está trepando por encima de él. Y que otra cosa puede hacer Dimitri, sino disimular su dolor con una mascara de felicitación. Verla triunfar es verse a él como una mancha difusa en el olvido. Su baile embraveció El Cascanueces, Don Quijote, Giselle, El Lago de los Cisnes… y ahora le arrancan esa gloria de las manos. Lo que antes era inmortal, ahora se ha tornado efímero.

Con envidia contempla a Irina. Mujer esplendorosa manifestante de amor y alegría. Sembradora de esperanza en todos los corazones; en todos menos en uno. Que aunque la dicha de ésta es hacer feliz a Dimitri, él no puedo mas que simular su alegría, para así mantenerla a ella inspirada y alborozada. Si pudiese sentir el amor de la misma forma que ella… Amor lozano, como el que sienten las jóvenes parejas enamoradas. De aquel sentimiento precoz que mira cara a cara al infinito expresándole no ser suficiente. Y no como él lo sentía: un sentimiento desgastado; usado en exceso y a la ligera, de mala manera y con cualquiera.

En una tarde otoñal, en el amplio apartamento de Irina, tuvo un sueño que le desgarró el alma. En sus sueños vio la marcha de su amada. El desconsuelo que éste le arraigaba se volvía insoportable. Sabía que la amaba más de lo que imaginaba; pero de la única forma que así lo notaba era con la ausencia que le dejaba. La miro tumbada junto a él en el lecho de seda, tan inocente y sosegada; que aún estando dormida tenía dibujado un te quiero en los labios. Le devolvió con un tierno beso aquel mudo sentimiento. Rodeó con las manos su cuello de cisne hasta que ella despertó, y luego cerró sus puños hasta que la asfixió. Sus lágrimas cayeron mezclándose con las de ella. Sintiendo el mismo ahogo en su interior; la misma agonía, el mismo pavor, el mismo desconcierto.

Con su amada en flor silenciada en su lecho, lacró sus labios con un último beso. Se desplomó a su lado, y lloró arrepintiéndose por aquel crimen cruel y narcisista. Se arrastró hasta el suelo y lentamente fue alternando su manifestado sufrimiento. En vez de lágrimas y sollozos; usó suaves movimientos en los brazos y pequeños pasos coordinados. Saltos vertiginosos y desenfrenadas cabriolas. Luego se dejó llevar por el dolor, igual que una hoja se deja arrastrar por la corriente. Aquel sufrimiento se volvió su equilibrio. El miedo y la culpa tomaron lenguaje propio haciendo uso de su cuerpo. Cada movimiento: una palabra de dolor. Pero ya no estaba bailando en una habitación hueca, sino sobre el escenario. Y ahora no sólo lo contemplaba su amante asesinada, sino una multitud entusiasmada.

La Picadura

Levanté la roca, (imbécil de mí) y aquella bestia negra me clavó su aguijón. Debido al veneno que me ha irrigado, me he tumbado mientras espero que llegue un ángel misericordioso. Enfrente de mí hay un precipicio; que se acerca lánguidamente hacia mí. Sé que si no me muevo me tragara. Pero no puedo ni levantar un dedo, ni tan siquiera cerrar los ojos. Caigo por el precipicio; y aunque es de día, allí abajo todo está oscuro. Me pregunto que habrá en el fondo.

Nada.

Debería haber tocado el suelo. Pero aquí abajo parece que no hay. Sólo negrura. Al cabo de unos minutos, o quizás unos días, alguien enciende una hoguera. Me levanto y me dirijo hacia el fuego, pero en el haz de luz que desprende la llama no se ve a nadie. Observo la hoguera, y me percato que de las llamas brotan arañas. Son marrones y peludas. De largas patas y un abdomen puntiagudo. Algunas saltan, otras se arrastran, y unas pocas se devoran entre sí. Mirándolas me duele más el brazo. La picadura palpitante parece cobrar vida y lenguaje propio. De alguna manera me amenaza y maldice. Salgo de la luz y corro hacia la nada. Intento huir de la pesadilla, pero la llevo a cuestas. Es sólo un sueño; sé que es un sueño y un delirio.

Escucho un “Tic Tac”, y me dejo guiar por la llamada. Cada vez se escucha más alto y nítido. Tic Tac… Tic Tac… Será un reloj. O quizás sea una bomba. Pero me acerco para comprobarlo. Choco contra algo y lo toco para saber que es. Un reloj. Parece tener una puerta, la abro y una fría mano me agarra por el brazo. Intento resistirme, pero la mano me agarra con más fuerza y me hace entrar en el habitáculo.

El sitio es pequeño y algo me aprieta. Noto más frías manos sobre mi cuerpo. Me desabrochan la camisa y me colocan sanguijuelas en el pecho. Son frías y húmedas; y siento como meten sus afiladas lenguas hasta mi corazón. Me desmayo. Pero, ¿pueden alguien dormir dentro de un sueño?

Alguien me atraviesa el pecho. Abro los ojos y todo está blanco. La luz cegadora me ha quemado las pestañas. Me protejo los ojos con las manos, y aún así, la luz atraviesa mi carne y lo veo todo de un rojo anaranjado. La luz va perdiendo intensidad y mis ojos se van adaptando progresivamente. Aún no los abro; por miedo a quemármelos. Entre diversos silencios, escucho a las chicharras. Grillos flotando sus patas a modo de coro, siguiendo el compás de los latidos de mi corazón.

Vuelvo a abrir los ojos. El resplandor ha desaparecido, aunque todo está de un blanco radiante. Es una habitación clara y limpia. Intento levantarme, pero parezco pegado a la cama. Siento como el brazo me tiembla; la boca de mi herida comienza a esputar sangre. Primero unas gotas, luego un hilo de sangre constante, y ahora un torrente. El suelo está cubierto de sangre y veo como va subiendo rápidamente. La cama se tambalea por la marea proterva que se ha creado debajo. Nado hasta la puerta pero no se abre, y desesperado, veo como mi propia sangre me va ahogando. Aguanto la respiración y sigo intentando abrir la puerta. Y cuando mis fuerzas me han abandonado y desisto de intentarlo; ésta se abre de par en par. Y como si el umbral fuesen mis ojos, veo como un hombre apenado, coloca sobre mi cuerpo marchito un velo blanco.

Ocho Patas Tiene Un Gato

A Billy le gustaba explorar el campo, y no era para menos, pues su casa se encontraba rodeada de éste. Era un gran amante de la naturaleza, y toda forma de vida o de ecosistema le resultaba excitante. Uno se puede imaginar lo que experimentó este muchacho con semejante afición; cuando encontró una madriguera en forma de tubo, de no más de un metro cuadrado. Y de éste pudo escuchar en su interior un leve ronroneo. Se agachó sobre la madriguera y llamó suavemente a su ocupante. Al cabo de unos minutos pudo ver como asomaba la cabeza de un gatito. Billy le acarició la cabecita con un dedo y el animal, considerando que el chico era un ser en quien se podía confiar, salió por completo de la madriguera y se restregó contra su pierna. Éste dio un brinco hacia atrás, sorprendido por el número de patas que tenia el animal. Las contó varias veces, sin dejar de sorprenderse siempre con el mismo resultado. Ocho patas… Era increíble –o más bien, imposible- que dicho animal tuviese tal anomalía.


Como el gatito era muy afable, Billy no tardó en cogerle simpatía. Era una criatura asombrosa, sin duda alguna. En un principio pensó en darla a conocer, pero la simpatía que brotó rápidamente en su interior le hizo replanteárselo. Se asomó a la madriguera para comprobar si había más ejemplares como aquél; pero la madriguera estaba vacía. El animal parecía hambriento, así que supuso que lo habían abandonado por su excluyente morfología, o había muerto su madre. Se decidió pues, llevarlo consigo. Lo escondería en el sótano donde su madre no le regañaría por traer animales a casa, y estaría apartado de las miradas de los curiosos.


Al principio todo fue bien. El gato se portaba correctamente, y no delataba su presencia con maullidos. Jamás había visto gato más silencioso que aquél. Sólo emitía leves ronroneos y un casi imperceptible maullido cuando le daba de comer. La comida fue un problema, pues solo le gustaba la carne, y ésta, no debía de estar nunca hecha. La leche al principio también le gustaba, pero más tarde dejó de tomarla.

El primer escondite que le procuró dentro del sótano fue en una pequeña caja detrás de la escalera. Pero cuando ganó algo de volumen, el gato optó por un agujero que había en la pared. Hubo una vez que aquel agujero era la salida de un extractor de aire o chimenea de metal. Al quitarla taparon el agujero por arriba y no se molestaron en tapar el del sótano también. Resultaba ser un agujero cilíndrico similar a de su antigua madriguera, por lo que a Billy le pareció estupendo; pues no había escondite mejor. Lo más curioso era ver como se subía hasta el agujero. Daba un salto, y haciendo uso de sus numerosas uñas, trepaba rápidamente por la pared hasta su madriguera. En la que permanecía oculto la mayoría del tiempo.


Cuando alcanzó la edad madura, los trozos de carne no le parecían suficientes. También disminuyó su gusto por las caricias. Cuando oía llegar a Billy, se limitaba a bajar, restregarse un poco por la pierna del muchacho, agarrar la carne con la boca y regresar rápidamente a su madriguera.


Un día que Billy fue a darle su ración de comida, el gato bajó, pero se quedó mirando fijamente al chico. Billy dejó la comida en el suelo y esperó a que el gato la cogiera. Éste avanzó lentamente y se restregó contra la pierna como solía hacer, sólo que esta vez lo hizo más latamente. Cundo el muchacho alargó el brazo para acariciarle la cabeza; el gato se volvió rápidamente y le mordió en el dorso de la mano. Billy se apartó y se observó la herida. Dos pequeñas marchas que parecían haberse infectado con rapidez. El animal no se movió. Se sentó y se quedó observando al muchacho. La herida empeoró rápidamente, y decidió subir en busca de ayuda; pero sus piernas fallaron y cayó de bruces contra el suelo. Había perdido la sensibilidad de las piernas, y se arrastró como pudo hacia la escalera.


El gato se levantó y caminó ligeramente hacia él. Billy ya no podía mover los brazos. Se quedó horrorizado pensando que clase de infección le podría haber transmitido. El animal se subió encima de él, y de su abdomen comenzó a segregar una tela blanca con la que lo fue cubriendo rápidamente.


Billy desapareció de repente. Todo el pueblo lo estuvo buscando durante días. Pusieron su foto en los embases de leche; e incluso se drenó la laguna que había en mitad del campo. Pero nunca se le volvió a ver.



Un día que se estropeó la lavadora que estaba tras la escalera, la madre de Billy –que estaba frustrada por la desaparición de su hijo- zarandeo la lavadora hasta sacarla del hueco. Se quedó horrorizada al ver a Billy completamente desecado, envuelto en una viscosa tela blanca. Y mientras ella gritaba horrorizada, sin apartar la vista de lo que una vez fue su hijo; un gato blanco moteado se deslizaba lentamente por la pared.

La Aljibe

Aquel verano de 1953 el padre de Elías compró una tortuga. La dejaba andar libremente por el patio de la casa, y le hizo un pequeño estanque donde pudiese nadar a sus anchas. Era un ejemplar generoso: del tamaño de un casco militar –pero algo más achatado-. Cuando se le daba de comer; abría lentamente su enorme boca (que parecía tener un pico en la parte superior) y luego la cerraba con fuerza.

A Elías le daba miedo aquella tortuga. Tenía un aspecto aterrador; similar al de un dinosaurio extinto capaz de devorarlo. Así que un día que su padre salió a la plaza; éste fue en busca de la tortuga, la cogió por detrás y la llevó corriendo hasta la entrada de la casa. Junto a la puerta principal había un pequeño portón –de no más de un metro-, perteneciente al depósito de una aljibe. Para quién no esté familiarizado con este término, le diré que se trata de una cámara semi-subterránea que almacena el agua de la lluvia. Antiguamente era uno de los medios más comunes para disponer de agua potable en las casas. Pero ahora está en desuso y el agua que contiene suele estar putrefacta. Ése era el caso aquella aljibe. Era una cámara ancha y profunda de varios metros de largo. El agua olía mal, las pareces estaban llenas de cal y mugre; el techo estaba enmohecido y cubierto de telarañas.

Elías soltó la tortuga en el agua y observó como se hundía. No podría aguantar viva allí mucho tiempo. Acabaría debilitándose y se ahogaría.
Cerró la puerta de la aljibe y corrió dentro de la casa.
Cuando llegó su padre y vio que no estaba el animal por ninguna parte; lo achacó a que se habría escapado al estar la puerta abierta, o lo mismo se habría enterrado –como escuchó que hacen algunas especies de tortugas-.
Nunca más se volvió a saber de ella.

Una mañana, cuando la madre de Elías se levantó para preparar el desayuno; se encontró con dos hombres de aspecto tosco en el salón. Ésta gritó y despertó al resto de la familia que bajó precípitemente. Uno de los intrusos empuñaba un trabuco con el que apuntaba a la mujer. Les ordenaron que se sentaran en las sillas que había junto a la mesa, y con una cuerda fueron atándolos uno por uno.

Elías fue el último en bajar, y cuando vio a los asaltantes, huyó hacia antes de que lo atraparan. Salió a la calle, pero en vez de correr en busca de ayuda; el pánico le hizo esconderse dentro de la aljibe. Escuchó al hombre salir corriendo y a los pocos minutos volvió a la casa. Él quedó en silencio temeroso de que lo descubrieran.

Un haz de luz entraba por la rendija de la puerta iluminando la superficie del agua, y ésta, a su vez reflejaba una tenue luz en las paredes y el techo. El agua tenía un tacto suave por la podredumbre que había allí. Como si todas las partículas de suciedad se hubiesen disuelto con el agua y aquello hubiese dado como resultado aquel liquido suave y algo espeso. Las paredes tenían una fina capa mohosa, que al tocarla tenia un tacto frío y pastoso. El olor húmedo y rancio le hacia constantemente arrugar la nariz; como si de aquella forma pudiese evitar inhalarlo.

Para no tener que estar manteniéndose a flote; apoyaba sus brazos en el saliente que había en la puerta. Y permanecía en silencio a la espera de oír cuando se alejaban los intrusos. Pero en aquel silencio; escuchó algo sumergirse tras de sí. Se volvió rápidamente sobresaltado por aquel ruido; pero no pudo ver nada. Un “Ay” se escurrió entre sus labios. Estaba aterrado por lo que pudiese haber bajo el agua. Volvió a dirigir su mirada hacia la puerta y volvió a quedar en silencio. Pero otra vez el mismo ruido le hizo sobresaltarse. Al estar enfrente de la puerta tapando la poca luz que entraba, no podía ver lo que había tras de sí. Nadó unos metros hacia el interior de la cámara, apartándose de la puerta y dejando entrar la luz por la rendija; con la esperanza de poder ver qué era lo que producía aquel ruido.

Seguramente una gotera, pensó.

Pasados unos minutos, cuando se cansó de nadar y se volvió a dirigir hasta la puerta; pudo ver una pequeña joroba en la superficie del agua, y sumergirse bruscamente cuando éste nadó hacia allí. Se le hizo un nudo en la garganta y detuvo su avance. Era la tortuga. Creía que estaría muerta; pero se encontraba nadando a su alrededor. Intentó serenarse, se decía a sí mismo que era solo un pequeño animal; muy pequeño, inofensivo… Súbitamente algo le pellizco con fuerza en la pierna. ¡La tortuga le acababa de morder! Nadó todo lo aprisa que pudo hasta la puerta e intentó abrirla: pero ésta no cedió. Gritó pidiendo auxilio: pero afuera no había nadie. La calle estaba vacía y la casa silenciosa. Era de día, todo estaba bañado por el sol y mecido por la brisa de la mañana. Pero allí se encontraba a oscuras; con frio, cansado y al borde de un ataque de nervios.

Intentó sacar su cuerpo todo lo que pudo del agua con la ayuda del saliente de la puerta. Consiguió emerger su cuerpo hasta la altura de las rodillas, pero otro mordisco le hizo perder fuerzas y cayó golpeándose el mentón con el saliente. Intentando hacer caso omiso del dolor; y volvió a intentar salir del agua. Nuevamente la tortuga le mordió, pero esta vez no soltó a su presa. Notó el pico de aquella boca incrustarse en su gemelo derecho, y cómo ésta le empujaba hacia abajo. Elías le golpeaba con la otra pierna y conseguía liberarse de la bestia; pero la tortuga volvía a morderle una y otra vez. Llegó el momento que tenia las piernas tan lastimadas que apenas podía defenderse. Intentó escapar nadando por toda la cámara; pero estaba demasiado exhausto como para nadar con suficiente rapidez, y demasiado magullado para defenderse.

Todo esto era culpa suya. Fue cruel con aquel animal y ahora estaba pagaba por lo que le hizo. ¡Ojala nunca la hubiese echado a la aljibe!

La tortuga volvía a morderle y sumergirle. Las fuerzas le abandonaron y ya no pudo evitar que ésta lo arrástrala hasta el fondo. Allí abajo todo estaba oscuro; sólo se veía una fina capa de luz blanquecina en la superficie. El dolor de las mordeduras fue decreciendo al igual que lo iba haciendo el aire. Los histéricos latidos de su corazón se suavizaron, y relajó sus brazos para ser mecidos por la suavidad del agua. El suelo fangoso ahora le resultaba incluso agradable. Suave y fresco. Un buen sitió para resguardarse del calor veraniego.

Elías… despierta.

A Oscuras

A Diego le asustaba aquella habitación oscura. Siempre le rogaba a su madre que dejara la luz del pasillo encendida, pero ella decía que era ya un niño mayor que no debía de temer a la oscuridad. Pero no era la oscuridad en sí lo que a él le asustaba. Sino lo que salía de ésta. Era lo que se ocultaba tras la puerta del armario, lo que había agazapado bajo la cama, o acechando tras los muebles. Pesadillas ambulantes que le observaban sigilosamente, valorando el momento de asaltarlo.


Él se tapaba la cabeza con la sabana; temeroso de ver aquellos temores avanzando hasta la cama. Pero era caluroso aquel verano, y el calor que se acumulaba bajo la sabana empezaba a asfixiare. Así que con gran alivio, sacó la cabeza de debajo de la sabana. Un aire fresco le inundó el pecho, y se sintió cómodo por un momento. Momento tras el cual vio aquella puerta del armario abierta. Intentó por todos los medios evitar aquellos espectros, pero la puerta se había abierto y ahora estaban allí dentro. Si se levantaba para ir a cerrarla, era casi seguro que una mano le agarraría por debajo de la cama. Se encogió en forma fetal, por si los monstruos lo agarraban por los pies. Cerró los puños y empezó a rezar “Que se haga de día”. Pero el reloj no estaba de su parte y se tomó su trabajo con demora.


Y fue al cerrar sus ojos con fuerza cuando vio a los monstruos con nitidez. Uno tenia la forma de aquel examen que le esperaba mañana; que luego mutaría en suspenso. Otro del niño que se burlaba de él cada día delante de sus compañeros. Y lo que le doria más aún, delante de Marta: aquella chica que tanto le gustaba. Pero éstos no eran más que demonios pequeños que revoloteaban en torno a aquella infernal pesadilla. El que tenía forma de acaloradas discusiones entre sus padres, y cuyo rugido le hacía temblar y sollozar. Un rugido que parecía decir: divorcio. Palabra horrenda que jamás hubiese querido escuchar.


Finalmente el cansancio se le echó encima. Éste le cerraba los ojos y le abatía persistentemente, hasta que finalmente no pudo seguir resistiendo y se relajó al sueño. Fuese éste cansancio enemigo o aliado, cumplió sobradamente su propósito.
Al despertar, los monstruos parecían haber desaparecido. Pero éstos, aún estaban latentes a su alrededor. Lo que ocurría era que a la luz del día perdían fuerza y eran mucho más fáciles de combatir. Al igual que ocurre con ciertos seres fantásticos; como fantasmas y vampiros. Así que Diego se levantó sin vacilación, dispuesto a enfrentarse a sus pesadillas racionales, pero llenas de imaginación.

Conversión

Conforme pasaba el tiempo, el dolor iba acrecentando. Sentía como si el brazo en el que le habían mordido estuviese ardiendo por dentro. Se le había inflamado, y el contorno de la herida estaba tomando una tonalidad purpura.

Su mujer miraba por las ventanas viendo como aquellas personas deambulaban alrededor de la casa. Estaba asustada. Pero lo que más temía era lo que le pudiese pasar a su marido; que se estaba agonizando en el sofá. Tenía mal aspecto; había empalidecido y una fina capa de sudor cubría su piel. Los labios se le estaban agrietando y un terrible hedor emergía de su boca. Pero ella prefería prestar atención a las ventanas, pues era menos aterrador aquella gente desecha y fantasmagórica, que el terrible calvario de su marido agónico.

A él le dolía el brazo. Le hervía. En su mente imaginaba la sangre que corría por el brazo convertirse en amoniaco; y que éste, se iba filtrando poco a poco por su cuerpo. Lo empezaba a notar en el estomago. Le rugía con fuerza y le arañaba las tripas; como si estuviese engendrando a un ente diabólico en su interior. La cabeza le dolía con ímpetu y un terrible pitido en sus oídos le estaba ensordeciendo.

Comenzó un leve ahogo, que gradualmente fue en aumento; notando como sus pulmones se llenaban de líquido y negaban la entrada al aire. Sus pensamientos estaban centrados en su mujer: en intentar ayudarla a impedirles la entrada a esos intrusos. Pero poco a poco, esa voz en su cabeza se iba alejando. Su mente ya no le hablaba en su misma lengua.

La mujer se estremeció al dejar de oír los lamentos de su esposo. Quedó inmóvil en la ventana unos segundos, hasta que sus piernas respondieron a la orden que le estaba enviando su cerebro. Se dirigió con paso lento hasta donde estaba su marido y le puso la mano sobre la frente. La fiebre parecía que le estaba bajando. Se alegró durante algo más de un segundo, pero algo parecía no ir bien. Acercó su oído a la boca del hombre y aguardó a la llegada del sonido de su respiración; pero éste no se presentó. Su corazón se agitó con fuerza; igual que el niño que tira apresuradamente de la manga de su madre. Aguantó la respiración e imploró al cielo que llegase el aliento a su mejilla. Y como si su suplica hubiese sido atendida, el aire llegó. Sólo que no fue como ella lo esperaba. Fue una exhalación angustiosa, acompañada de un olor nauseabundo y un lamento mortecino.

Bajó a la cocina para hacerle un té a su esposo y tomar un trago para serenar los nervios. Necesitaba evadirse del terror de perderlo.

El hombre abrió lo ojos y se quedó en silencio. Su mente estaba ausente de ideas. Lo único que era capaz de hacer: era sentir la habitación. Tragó saliva y notó en su estomago el vacío que había en él. Tenia que llenar ese hueco. Esa sensación le hizo sentirse vivo. Si no comía, no tenía motivos para moverse. No tenía motivos para vivir; y el quería vivir.
Se levantó del sofá y notó su espalda entumecida. Le dolía, pero era un dolor soportable. Bajó las escaleras exclamando una tímida queja que escapaba entre sus dientes. Los ruidos de la cocina llamaron su atención. Si había algo vivo allí, entonces se podría comer. La mujer estaba de espaldas, y al oír los débiles pasos se volvió hacia ellos. Apenas tuvo tiempo de apartarse cuando aquel cuerpo semi muerto se derrumbo sobre ella, y un olor nauseabundo abrió paso entre su piel y aquella boca profanadora.

No hubo prisa. La comió sin demora; sin pensar en nada más que en llenar el hueco que le hacia estar vivo. Al principio le costaba trabajo obtener cada bocado, pero cuando dejó de moverse todo fue distinto. La carne no sabía a nada. No la saboreaba. Sólo era materia que entraba en su boca e intentaba colmar aquella ausencia.
Llegó el momento en que parecía no necesitar más. Miraba los restos que tenia en la mano y aunque quería meterlos en la boca, no entraban ya. Entonces escuchó el ruido de afuera. Ahora parecían algo casi inteligible. Sintió empatía por las voces afligidas que plagaban la noche. Se levantó y arrastro sus inertes pies hasta la puerta. La abrió y vio aquellas espectrales figuras danzando en la oscuridad. Miradas indiferentes en unos rostros ausentes que le daban la bienvenida. Y uniendo sus pasos y su llanto al unísono de la noche; se alejaron en busca de la única cosa que les hacia sentirse aún con vida.