El Anfitrión

El galeón confiscado por el Capitán John Howell, cerca de las costas españolas, no había conseguido pasar desapercibido a la goleta inglesa que los perseguía sin descanso. En un acto desesperado, tras abordar el Santa Elena, el Capitán Howell decidió partir con el barco recién saqueado hasta las costas sudafricanas, ganando así unas pocas horas más de margen con el Whydah, pues había sido visto en el horizonte y ahora se acercaba velozmente a su posición.
Al medio día el Whydah había disparado su primer cañonazo a escasos metros del Santa Elena; el segundo disparo no sería tan misericordioso. Howell ordenó a la tripulación maniobrar 180º y combatir al Whydah o perecer en el intento. En medio de la confusión, Howell se deslizó audazmente hasta la bodega donde cogió un cofre mediano repleto de joyas y volvió a la superficie donde lo subió a uno de los botes y se dispuso a embarcar y alejarse de la batalla. Una terrible sacudida, debido al impacto del proyectil enemigo, hizo zozobrar la embarcación derribando al Capitán Howell a las inmensidades del Atlántico. Un segundo impacto, deshizo el pequeño bote con el cofre sobre él; la batalla había terminado.

El Sol se inclinaba en el horizonte cuando el Capitán Howell abrió los ojos en un dorado atardecer, en el que por desgracia, sólo era aquella luz dorada lo que alcanzaba a ver. Sus piernas estaban entumecidas y un punzante dolor, debido al agua salada que se filtraba por las llagas de sus labios, le fue desperezando lentamente. Se encontraba apoyado sobre una tabla, que al poco descubrió, formaba parte del Santa Elena. Conforme iba recordando lo ocurrido durante la batalla, fue tomando conciencia del dolor de cabeza que cada vez se hacía más notorio. Intentó divisar restos de la embarcación o de sus hombres en rededor, pero sólo agua, fue todo cuando alcanzó distinguir. Comenzó a mover las piernas para que la sangre circulara por sus atenuadas extremidades y nadó de espaldas al Sol durante un buen rato. La noche no tardaría en caer y se sentía bastante inquieto ante la idea de pasar la noche flotando en medio del peor de los desiertos.
Se sorprendió a sí mismo pensando en el oro perdido. Resultada algo extraño, que perdido y en peligro como se hallaba, se lamentara por aquel cofre repleto de tesoros que ahora estaría perdido por siempre en los fondos oceánicos. ¡Bonito regalo para los peces!, exclamó con irritación y perplejidad. ¿Qué importaban las joyas y el oro cuando la vida era un tema precario? Pero aún así, se lamentaba sin poderlo remediar.
¿Y sus hombres? Sin duda había más botes en el barco y pudieron huir; eso suponiendo que no hubiesen sido capturados por el barco enemigo. Y si habían conseguido huir, ¿por qué no fueron a buscarlo? ¿Serían consientes de su decepción? Mejor sería no pensar en ellos, pues se barajaba la opción de que volvieran a buscarlo, no por lealtad, sino por venganza. Remota probabilidad, pero estremecedora…
La noche cayó sobre él como temía, y se vio acechado por la nada y los misterios que ésta esconde. ¿Pues qué es si no la nada, mas que el augurio de lo desconocido? Dejó de balancear los pies por temor a ser descubierto por alguna terrible criatura de las profundidades e intentó relajarse. Al menos, relajar su cuerpo. Una noche sin luna en aquellos lares era un lugar sin igual; un manto de millones de puntos luminiscentes que encerraban en su misterio las dudas y sueños de la humanidad. Se dejó recrear en tan cálidas ilusiones para así poder olvidar la desdicha del lugar. Solo, abandonado, y aún así, no estaba predispuesto a morir. Que me arranquen la vida con el coraje que acompañará a mi último aliento –pensó-; mas aún así, lucharé por arrastrar mis restos hasta tierra firme. Pues el Capitán Howell tenía un gran defecto para el ser pirata, y es que odiaba el mar con toda su alma.
Mientras se hallaba inmerso en sus pensamientos, algo tocó su pierna. Apenas un roce, pero suficiente como para gritar y agitarse en el agua con frenesí; intentó huir desesperadamente, mas no había dónde huir, y allá donde nadara, su temor nadaba más deprisa bajo sus pies. Pasaron varias horas hasta que consiguió serenarse lo justo para dejar de agitarse tan estrepitosamente y recogió las piernas sin poder evitar el temor de que algo lo agarrara. Sus ojos se clavaron en el horizonte, esperando con ansia la salida del Sol, pero ésta, se prolongó más de lo que su cansado cuerpo fue capaz de resistir; así que más que dormirse, se desmayó, y cuando volvió a abrir los ojos, el calor del Sol volvía a fatigar su ya maltratado cuerpo.

Al tercer día las llagas en sus labios se hincharon, tornándose blancas y violetas, y su piel, antes rosada, era ahora un cuero desgastado y desquebrajado. Su temor de que algo se encontraba debajo de él se convirtió en su principal obsesión, pues hacía poco había descubierto que se trataban de peces que se revolvían debajo de sus pies; ocasionando así, un roce que otro con sus extremidades. Aguardaba durante horas con una mano sumergida e inmóvil bajo el agua a la espera de que un pez pasara cerca y lo consiguiera atrapar. Y eso ocurrió después de dos famélicos días de intentos. El animal intentó zafarse de su captor, al igual que habían hecho sus predecesores durante los dos pasados días, y a punto estuvo de lograrlo, pero no consiguió escapar a la desesperante hambre de Howell. Éste lo alzó, y mientras aún coleteaba y se agitaba con ímpetu, se lo llevó a la boca introduciendo la cabeza del desesperado pez entre sus fauces. Un mordisco ansioso cercenó la cabeza del animal y Howell la masticó no sin desagrado. Pero debía saciar su famélico estomago o pronto no tendría fuerzas ni para mantenerse a frote.
Ahora había logrado pescar con las manos y de esta manera lograr saciar parte de su hambre, y algo menos de su sed con la tibia sangre de los peces. Pequeños sorbos de agua de mar no le harían daño, siempre que fueran pequeños y escasos. Sus pensamientos ahora se centraban en la huída del lugar y la nostalgia de la tierra firme, mas sus preocupaciones por el hambre y el temor de lo que nadaba a su alrededor ya había sido soliviantado; al menos por el momento. Aún así, las noches seguían siendo largas y tenebrosas, mas la actividad de la pesca y el mantenerse a flote, hacían por fortuna que consiguiese debilitarse y caer dormido a alguna hora tardía de la noche.
La mañana del quinto día, o al menos él creía sería el quinto, la pesca se hizo más esquiva. Su temor de que los peces dejaran de nadar a su alrededor escarmentados por su incesante afán de atraparlos, parecía estar volviendo dolorosamente real. No sabía cuantas horas había pasado con la mano sumergida intentando atrapar a los escurridizos animales que fugazmente nadaban a su alrededor, pero el Sol no tardaría más de un par de horas en ocultarse y se vio obligado a sorber un poco de agua de mar. Si no conseguía atrapar algo pronto, temía que caería desfallecido.
Algo rozó su mano, y con el instinto del que ha dedicado su concentración durante horas a una única actividad, asió con fuerza el cuerpo extraño que había logrado capturar; mas no tardó apenas un par de segundos en tomar conciencia que lo que había agarrado no era un pez, de los que ya tan familiarizado estaba, sino una mano, con dedos y brazo. La soltó rápidamente y nadó desesperado sin dirección ni rumbo. ¡Una mano! ¿Sería acaso una jugarreta de su mente torturada por la insolación y la fatiga? Intentó serenarse, no tenía sentido encontrar una mano, y viva además, en aquel lugar ni de aquella forma. Loco, se estaba volviendo loco, eso era todo, y la única pena, era que había dejado escapar al afortunado pez que había confundido con semejante aberración. Sumergió la cabeza bajo el agua, a pesar del dolor que esto infringía sobre sus heridas, he intentó mirar en derredor. Durante un rato no vio nada y estuvo obligado a emerger la cabeza en varias ocasiones en busca de aire, pero al cabo de un rato, consiguió divisar una sombra que se alzaba desde lo profundo. No era más grade que una persona, pero su silueta era confusa y sus movimientos bastante raros. Algo asustó a la criatura –o lo que fuera- y volvió a sumergirse rápidamente; pero no sin antes poder distinguir dos extremadas que consiguió distinguir como piernas.
Casi se ahoga por no apartar la mirada de la cosa hasta que ésta fue irreconocible en la negrura del fondo. Emergió, y durante un buen rato allí se quedó inmóvil sin poder creer lo que había visto. No creía en las sirenas, ni jamás les dio más importancia que las de un cuento para que los niños se fueran a la cama. Pero lo que había visto nada tenía que ver con aquellas formas descritas, pues “eso”, tenía manos y piernas. Humanos, pensó, pero humanos que viven en el agua igual que nosotros lo hacemos en la tierra.
Alejarse era lo único que deseaba, y alejarse fue su único pensamiento hasta que sus piernas no consiguieron agitarse más bajo el agua y se paró a descansar, en el mismo sitio, aunque distinto. Pero al fin y al cabo, siempre el mismo sitio…

Los días ya perdieron su número y sólo sabía cuando era de día, y cuando de noche. Los peces volvieron a nadar bajo sus pies, pero el temor de la mano le impedía la pesca. Ahora, cada vez que algo le rozaba bajo el agua, el corazón le brincaba y el estremecimiento superaba al hambre, cerrando así, la boca de su estomago.
En una tarde, una de las muchas que ya había pasado allí, vio una pequeña mancha surcando el mar a lo lejos. Clavó su vista y reconoció la silueta de un pequeño barco de vela. ¡Un barco! El fin de sus desdichas había terminado y pronto podría volver a caminar y caminar, y nunca jamás volver a poner un pie en aquel odioso mar. Agitó los brazos y gritó con fuerza; su grito de auxilio pareció ser oído, pues la silueta viró y se acercaba poco a poco hacia donde estaba. Mas no era un barco de lo que se trataba, y tampoco se encontraba tan lejano. Él ya había visto esa forma en varios viajes y sabía ahora que bajo aquella aleta triangular, un gran tiburón, a juzgar por el tamaño, se aproximaba inexorablemente hacía él. Intentó alejarse, pero toda huida era inútil. ¡No había manera de escapar de aquello! Debía resignarse, pues de una forma no muy distinta a la imaginaba, su viaje llegaba a su fin.
El tiburón lo vadeó cuando se encontraba a pocos metros de él y dio vueltas sobre su presa durante un rato. Al fin logró decidirse, y volvió a acercarse hasta él; estaba vez más rápido y fiero que las veces anteriores. Apenas a unos metros algo se agitó bajo el agua y el tiburón se revolvió sobre sí mismo y finalmente se hundió. Howell quedó horrorizado creyendo que su fin era inminente. Quizás se sumergió para atacarlo desde abajo, pero el temor a verlo venir le impidió mirar bajo el agua. Por otro lado, era demasiado extraña la forma en que se había sumergido el animal. Finalmente logró rehundir el valor suficiente y echó una mirada bajo el agua. Nada. Absolutamente nada. Al punto, pensó en aquella mano que lo asió hace unos días, y por primera vez, barajó la posibilidad de que fueran criaturas amistosas. Al fin y al cabo, ¿no eran semejantes en su forma? Y quién sabe, puede que incluso fuesen ellos los que hacían emerger a los peces hasta donde estaba.

Los días pasaron, y las manos sobre sus piernas se hicieron aún más presentes. Ahora agarraban sus tobillos, acariciaban sus pies, y en alguna ocasión, clavaron sus uñas. Pese a que ahora estaba convencido de que aquellas criaturas le habían salvado de las fauces del tiburón, no podía sentirse tranquilo cuando bajo él, esas cosas cada vez se interesaban más en su persona. Dejó la pesca y se abandonó al hambre; con suerte, o al menos así él lo pensaba, caería inconsciente bajo el abrasador sol y la inanición, y podría quizás morirse sin sentir ningún dolor o agonía. Pero aquella mañana, para su sorpresa, salió a la superficie un pez herido de muerte. Lo cogió dubitativo y observó la herida que se encontraba alrededor de su cabeza. No estaba seguro, pero juraría que unos afilados incisivos habían sido la causa. Comenzó a comer el animal, pues su boca estaba salivando de una forma incontrolable y su estoma gruñía. Apenas dio dos bocados y sus dientes fueron a pasar en algo duro que se alojaba en el interior del animal. Hundió los dedos en la carne y extrajo de ésta una pequeña gema que parecía haber engullido el pez. Pero él bien sabía que un pez jamás devoraría semejante objeto; el cual, no tardó mucho en reconocer como parte de su botín.
¡El cofre! Eso era, el cofre había ido a parar al fondo del mar y estas extrañas criaturas, movidos por la curiosidad, emergieron para comprobar su procedencia, encontrado sobre las aguas a aquel ser tan semejante a ellos. Por lo tanto, ¡debían estar convencidos que el cofre repleto de joyas fue un regalo del Capitán Howell para ellos!
Howell sostuve la gema entre su dedo índice y pulgar y lo metió bajo el agua. Lo mantuvo un momento en esa posición y al poco, alguien –o algo-, cogió su mano y le quitó quedamente la gema de entre sus dedos. Lentamente, una mancha fue emergiendo y pudo distinguir la silueta de un ser humano. Los ojos miraron hacia arriba y Howell pudo distinguir unos enormes ojos negros que lo miraban inexpresivamente. No tenía pelo alguno a la vista, la nariz, más que chata, era prácticamente inapreciable, y una fina, pero alargada boca provista de pequeños y afilados dientes, erizó los pelos de la nuca del Capitán. Finalmente, la criatura sacó la cabeza a la superficie a escasos centímetros de él y lo observó durante unos segundos. El hedor que desprendía era repulsivo; una mezcla entre yodo, pescado y algas. Llevaba sobre el cuello uno de los colgantes del botín y unas cuantas pulseras en las muñecas.
El corazón de Howell amenazó con colapsarse, pero éste aspiró profundamente, pese a lo desagradable del ambiente, e intentó mantenerse lo más sereno posible que le permitían los nervios. La criatura volvió a sumergirse, pues su respiración –si es que acaso aquello era respirar-, se hizo jadeosa, pero no sin antes dar un par de tirones a la pierna de Howell. Éste gritó y dio patadas desenfrenadamente. Inmediatamente la activad submarina se detuvo y volvió a verse amenazado por la soledad y la desolación de la inmensidad del Atlántico. No tardaría en lamentar el haber despedido así a su “anfitrión”.

Qué día era, ya poco importaba. Llevaba demasiado naufragando en medio de la nada; y la locura, pues así lo sospechaba, comenzaba a arrastrarlo hacia el fondo en forma de humanoide marino.
Dónde estaba la costa africana, tampoco importaba… El ruido del ir y venir de las olas comenzaba a ensordecerlo. Su vista, antes tildada de águila, estaba repleta de puntos negros, que por más que cerrara sus ojos o parpadeara, siempre estaba allí, en el mismo lugar; lacrados en el cosmos que le rodeaba. Aún tenía conciencia de las manos que se asían a sus tobillos, aunque lo notaba como algo más lejano. Como si sus piernas se encontraran ya muy lejos de él; como una figura amiga que divisas a lo lejos, que te hace señas con la mano para que te acerques.
¿Qué era eso? ¡Ah, sí! Lo estaban llamando. Sólo tenía que dejarse arrastrar por ellos. Lo llevarían a su ciudad, o donde sea que vivieran, para que ya no estuviese jamás solo. Para poder descansar y poder caminar bajo la tierra que en el fondo aguardaba. Lo tratarían bien, pues él les había traído regalos, los más deslumbrantes y hermosos que jamás habían visto antes.
Los regalos… eso eran. Regalos para los inhumanos. Los que lo llamaban al descanso, a la frescura de los océanos. Donde podría descansar en la nueva morada que le habían preparado. Era hora de aceptar la ofrenda que ellos le ofrecían.
Howell se dejó arrastrar…

Un Granito de Arena

Apenas ha salido el sol y ya estoy saliendo de mi casa. La gente se amontona en la calle; se empujan; se pisan; ni siquiera se miran entre ellos. Sólo un murmullo ensordecedor que contamina el ya infecto aire que nos pueda quedar. El sonido de la ambulancia suena a lo lejos –también el de la policía y los bomberos-; nunca deja de sonar. Apenas llevo unos minutos en la calle y el cielo rosado por la ingente cantidad de gases de los coches queda sustituido por bloques de hormigón: el metro. Nada más rápido, siniestro e impersonal que el metro. Me pregunto cuántas personas han sido asesinadas y violadas aquí abajo. Cuánta gente ha de vivir aquí abajo, mientras los demás –los “semejantes”-, nos apartamos de ellos a 150km/h.
En el vagón nadie habla. Unos se miran de reojo; otros leen el periódico, otros observan con pasmado detenimiento la nada; hoy en día no hay nada más conciliador que ese vago pensamiento. Al fondo, un indigente duerme sobre una hilera de asientos. Huele a orín; huele a pobreza. Le miro e imagino cuándo fue el momento que dejó de ser un niño, un hombre como cualquier otro, a verse orinado y famélico, atrapado entre el metal y el cemento. El pensamiento me sume en su persona, y descubro sin asombro que su pecho no se mueve. Con el brusco frenazo de la siguiente parada, el brazo con que ocultaba su rostro cae inerte sobre el suelo descubriendo una mirada vidriosa. Ahora todos saben que está muerto. Quizás lo sabían de antes. Pero siguen pasando a su lado, subiendo y bajándose del metro, sin dedicarle un mísero pensamiento. Nadie comprueba que se pueda hacer nada; ni siquiera avisar a alguien. Me pregunto si los de la compañía lo llevarán a un hospital para que al menos sea donado a la ciencia, o lo tiraran en los oscuros raíles donde nadie se preocupa de lo que ocurra allá abajo.
Cuando vuelvo a la calle los negocios ya han subido sus persianas; la gente acarrea con las bolsas de la compra; ahora tienen algo más contundente con lo que empujar y abrirse paso. En la calzada hay una mujer atropellada; la gente se agrupa para ver la morbosa escena. Saben que impiden que le llegue el aire que tan desesperadamente necesita, pero eso no impide que se aparten. Comprendo por qué se venden tantos periódicos; casi todos están llenos de estas historias. Uno de los que se aparta, ya saciada su morbosidad, pasa junto a mí dando sorbos a su refresco de cola. Me fijo en su camiseta; no me sorprende lo que veo, pero no por eso deja de horrorizarme: el retrato de Ted Bundy lo luce con orgullo. Un asesino como aquel… ¿Por qué siente admiración? ¿Desde cuándo asesinos como aquel son alabados entre la juventud? Ya no se conforman con los imaginarios. Cada día quieren ir más allá.
Sigo al muchacho –no deliberadamente, simplemente coincidimos el camino: todos coincidimos el camino- y veo que entra en un edificio asimétrico, sin personalidad, sin alma: un instituto donde los jóvenes entran vociferando y riendo. Al principio me parece normal; cuando me acerco, la mayoría de los comentarios son peyorativos; ahora me parece aún más normal. Me detengo un momento y miro a las futuras promesas de la sociedad; apenas las reconozco, pero no me son del todo indiferentes, es tan sólo que el límite de la decencia queda un poco más atrás con cada año que pasa. Lo que más ha cambiado es el patio; no hay canicas ni comba, ni tan siquiera balones; ahora hay un juego que se ha vuelto bastante popular: acosar y degradar al más débil (según primitivos patrones) hasta arrastrarlo a un profundo complejo que le incapacitará en la vida adulta o, no menos probable, al suicidio. Me pregunto si cuando crezcan el tartamudo o el gordito, y no les parezca suficiente, ¿con quién la tomaran? Supongo, que seguirán avasallando contra los más indefensos… con clases sociales… con otros países.

Sigo mi camino, no hay nada que me retenga por más tiempo allí. Subo en un taxi, lo conduce un árabe. Durante el trayecto intento despejar mi mente mirando tras la ventanilla lo abstracta que me resulta la ciudad, pero con cada semáforo y cada stop, veo algo que me hace apartar la mirada: la gente se odia. Observo al conductor concentrado en su trayecto; a él nada le importa mi destino pero me llevará hasta él sin demora a cambio de unas míseras monedas. ¿Cuánta gente aquí le odia por su fe o cultura? En realidad, no difiera demasiado de la suya. Supongo que creer que sí son diferentes, menospreciarlos, les hace sentirse más puros; menos miserables… más seguros.
Racismo, homofobia, intolerancia, egocentrismo… Desprecio. Una enfermedad que infecta las mentes humanas y cuyas proporciones está alcanzando cuotas antes inigualadas. La mayor epidemia de la Tierra es fruto de nuestra alma. Cuando el último de nosotros esté impregnado por esa plaga que nosotros mismos hemos creado, ¿Quién podrá redimirnos de nosotros mismos?

Al fin llego a mi destino, pago al conductor con dos monedas de plata y se aleja calle abajo en busca de otro pasajero con un destino –seguramente- no menos incierto que el mío. Apenas es mediodía y el sol ya golpea con fuerza debido a la fina capa de atmosfera que nos separa del cosmos. Un fino velo que nos mantiene con vida de la incontrolable furia del universo, pero que no estamos dispuesto a mantenerlo impoluto con tal de seguir derrochando tecnología: el último juguete de la humanidad al alcance de todos. Y todos hablamos de responsabilidades; pero lo vemos como un eufemismo.
Entro al edificio que se encuentra tras de mí. Subo las angostas escaleras; en el cuarto piso oigo un recién nacido llorando: le deseo de todo corazón un mundo sano en el que criarse. Pero , que es imposible que sea ya en éste. En el sexto hay lamentos; le hacen daño a alguien. Sólo puedo esperar que no sea por mucho tiempo. Me detengo en el séptimo; golpeo la puerta hasta que me abre una mujer joven que me mira con perplejidad. Sigue tan bonita como el día de nuestra boda. A sus espaldas se encuentra un niño jugando inocentemente en la moqueta; ella me deja verlo dos veces a la semana. Sabe que a pesar de nuestras diferencias aún les quiero; que les quiero más que nada en el mundo. Saco el revolver que me vendieron en la parte trasera de una furgoneta, sin preguntarme para qué lo usaría, pues ya conocían la respuesta: les resultaba indiferente. Amartillo el arma contra aquel benévolo rostro y aprieto el gatillo; al caer contra el suelo apunto a la figura que se encontraba agazapada tras ella: abro fuego…
Oigo las sirenas a lo lejos; nunca dejan de sonar… No pido perdón ni compasión. El mundo ya no es mundo, es la materialización de la corrupción. Pero yo creo en un mundo mejor; un lugar que les habría sigo negado a estas caritativas victimas si hubiese dejado que esta corrupción del alma humana les hubiese infectado.
En este apocalipsis que nosotros mismos hemos creado, hoy he contribuido con mi granito de arena. Al menos, he salvado dos almas; las dos que más me importaban. Pero aún queda por sonar un último trueno; el que refulgirá en mi cabeza y me trasladará de un infierno a otro, no mucho más distinto de éste.