Cenando Con Un Extraño

Eran casi las ocho. Y cansado ya de estar allí sentado, y la cabeza enmarañada de cuentas, deslizo su voluminosa barriga entre la mesa y el respaldo de la silla, que cada día, más estrecho le parecía. Se puso su abrigo, se lo abrochó como pudo, y cogió un sombrero -dudosamente de buen gusto- y se lo embotelló en la cabeza. Apagó las luces y echó el cierre; pues ya sólo él quedaba en la oficina, y se fue pensando que plato cenaría.

Ya casi llegando a la puerta del restaurante, tuvo su inspiración, ¡Pollo!, un suculento y sabroso pollo. Dio su abrigo al metre, y pidió, con mucha educación, la mesa de siempre. Un mantel a cuadros rojos y blancos: todo un clásico. Le encantaba el ambiente del local, por algo había sido su establecimiento predilecto durante tantos años. Tenía pinturas de aficionados, cortinas de saldo, y lo que más le gustaba; camareros con smoking haciendo contraste con la mediocridad del restaurante. Y sin más contemplaciones, mandó al camarero traer un buen pollo, con mucha salsa y mucho de todo. Y por supuesto, una botella de buen vino.

Cuando todo estuvo servido, se aseguró de tener bien puesta la servilleta a modo de babero, y sin probar si quiera el vino, ni tocar el tenedor ni el cuchillo; se llevó un muslo entero a la boca. La grasa le chorreaba por la barbilla, pero cosas como esa eran pequeños detalles sin importancia. Pues cada bocado era una feria de sabores para su paladar. El sabor salado del pellejo, el aliño de las especias, la carne suculenta…

Pero de repente todo lo bueno acabó. Un pequeño hueso de pollo se le alojó caprichosamente en la garganta. Primero lo intento con el vino, pero ahí permaneció. Luego un par de puñetazos en el pecho, tampoco. Y finalmente una tos incontrolable. Tenia la cara ya morada; no le entraba ni una sola gota de aire. Pero alguien por detrás, con una experta maniobra, consiguió que el hueso saliera disparado a modo de proyectil. Tomo un poco de aire, y luego dio unos sorbos al vino. Que respiro.

Se volvió hacia su salvador para darle infinitas gracias.
No era un hombre fuerte, más bien delgado. Era medio calvo, con ojos de búho y finísimos labios. Vestía un sencillo traje negro y una camisa casi blanca. Augusto, no sabiendo como expresar aun mejor su gratitud, rogó al extraño a sentarse con él. – ¡Yo invito, que demonios! – Y con un poco de vacilación, el extraño al final aceptó la invitación. Imposible que admitiese un no, aquel eufórico glotón.

-¿Cuál es su nombre? –Dijo Augusto.
-Morty. No es necesario que me invite a cenar caballero. Yo le he ayudado de buena gana.
-¡Tonterías!, Yo me llamo Augusto. Pide lo que quieras. ¿Langosta? ¡Pide dos si se te antoja!
-Bueno… Ya que estoy aquí, supongo que me comería un plato de pasta.
-Eso esta hecho.

Hizo un gesto con el brazo, y en un segundo estaba el camarero tomando nota del pedido. Augusto mando retirar el pollo y que en su lugar le sirvieran una pizza familiar; con mucho queso, muchas anchoas… y mucho de todo. ¡Ah!, y un buen plato de espaguetis para su nuevo amigo, que estaba muy canijo. Y con el nuevo pedido, continuó la charla, eso sí, con la boca llena. – Con esto no me atraganto…

-Hacia mucho tiempo que no probaba la pasta. La comí una vez en Italia, y hasta ahora no la he vuelto a probar. – Comentó el invitado, mientras se limpiaba delicadamente la boca con la servilleta.
-Madre mía, tu debes ser un anoréxico de esos que no comen. Sin embargo yo vivo para comer. Es mi perdición. Pero comer no tiene nada de malo.
-No, nada de malo, mientras no lo hagas con gula.
Augusto soltó una carcajada, y negando sarcásticamente con la cabeza, se llevó a la boca la copa de vino. Y así trascurrió la velada. Augusto hablaba y hablaba, y Morty hacía pequeños comentarios. Muy reservado siempre, pues no quería ser descortés con su anfitrión, que aunque buena persona, llevaba un modo de vina lamentable.

Augusto sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, y alargando el brazo le ofreció uno a su nuevo amigo.
-¿Fumas?
-No. Es más; detecto el tabaco. Me da muchísimo trabajo. Pero tú fuma a gusto.
-Que bicho raro. –Dijo con una amistosa sonrisa. Y encendiendo su cigarro, se recostó sobre la silla y se desabrocho un poco el cinturón. –Menuda comilona. Que maravilla.
-Estaba deliciosa, sí. Gracias de nuevo por la cena.
- ¡Gracias a ti por salvarme la vida!
-Bueno…
-Nada, Morty. En fin, ¿A que te dedicas?
-Pues, para algo así como el estado.
-Caramba, eres un señor importante.
-Algo así…

Augusto apagó su cigarrillo en el plato. Dejó el dinero sobre la mesa. Y a duras penas consiguió levantarse sin derribar la mesa. -¿Nos vamos, amigo?

Se puso su abrigo y su sombrero, y observó que su nuevo amigo no tenía más que la ropa que llevaba puesta. Salieron a la calle; quedaron un minuto en silencio en la puerta, y encendiendo otro cigarro, se dirigió a su nuevo amigo:

-Bueno, me voy ya, que mañana he de madrugar.
-¿A dónde vas?
-Pues a casa, ¿A dónde diablos iba a ir?
-Pues podrías acompañarme.
-Perdona, soy un desconsiderado. Te pagare un taxi.
-A donde vamos no llegan los taxis.

Augusto se quedó mirándolo un momento. Estaba empezando a irritarle tanto misterio con aquel extraño. Y en un tono áspero, le dijo:

-Mira, que yo te pago un taxi, y tu te vas a donde te de la gana. Pero yo me voy a casa a descansar. –Hizo una breve pausa–. Que yo te he invitado por que me has salvado la vida. No busco nada, no se si me entiendes.
-Yo no te he salvado la vida, Augusto. –Dijo el extraño con una sonrisa–. Yo he venido para llevarte conmigo. ¿A caso crees que un hombre de tu tamaño puede estar tanto tiempo sin respirar?
-No… -Dijo Augusto con nerviosismo e ira-.Tú me sacaste el hueso de la tráquea. Y luego te invité a cenar. Y seguí comiendo… ¡Y pagué la cuenta!
La Muerte sonreía; le parecía cómica la manera con la que Augusto se estaba tomando la situación. El pobre hombre pasó de estar furioso, a asustado, y doblemente nervioso. La Muerte le cogió por el brazo y comenzó a caminar calle abajo.
-¿A dónde me llevas?
-Te llevo a que te vean. Deben decidir tu destino.
-Pero yo no puedo morir, tengo responsabilidades en la tierra. Y tengo un perro.

La Muerte esta vez rió a carcajadas. Y con una cara casi divertida, le dijo:

-No creas que eres tan importante aquí en la tierra. Si todos sois iguales. Me montáis unos numeritos cada vez que vengo a por vosotros… La verdad es que sois muy divertidos.

Augusto, sollozando y temblando, fue calle abajo. Sin saber el destino que le aguardaba. Atemorizado por el ser que le acompañaba. Fue caminado y lamentando tantos errores del pasado. Y al fondo; la calle era cada vez más oscura. Y una ricilla entre dientes a La Muerte se le escapaba. Pues a él nada le parecía más divertido, que la ironía de tan cruel destino.

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