El Último Vampiro

Salió de su lecho de madera y barro como cada noche; pasadas unas horas de ponerse el sol. Con el paso de los siglos su letargo era cada vez más largo. La mayor parte de sus fuerzas le habían abandonado. Y la demencia, al igual que los humanos, le estaba llegando. La piel se adhería a sus huesos, y unos largos y tristes mechones de canoso cabello, caían sobre sus hombros. No le quedaban dientes y tenia que hacer uso de palos afilados para sacar el ansiado alimento a sus presas. Su ropa estaba mohecida, tenía la espalda cubierta de hongos y los bolsillos llenos de arañas.

Vivía solo en medio del bosque en una cabaña derruida, aunque a pesar de los esfuerzos del anciano por mantenerla en pie; se le podría calificar más bien de cueva, que de cabaña. Era incapaz de recordar en que parte del mundo vivía, y ya casi ni recordaba su propia lengua. Llevaba siglos apartado del mundo que conoció. Su única compañía eran las alimañas de la noche, que muy de vez en cuando; eran el único alimento que tenia. Aunque su menú se había reducido a ratas y gatos salvajes, pues incluso un zorro ya era superior a sus fuerzas.

Lauro, como cada noche, se sentaba en lo alto de la colina a contemplar las estrellas y hacer terribles esfuerzos por recordar que fue joven una vez. Cuando su comida era gente sana y esbelta. La fuerza que recorría por sus venas y sus inmensas riquezas. Pero más que esto, añoraba la compañía de gente semejante a él. Echaba de menos a su esposa; que hace ya demasiado tiempo fue victima de un terrible jabalí que pudo con ella. Si le quedasen lagrimas, lloraría también esta noche su perdida.

Su marcha era lenta pero ágil. Aunque de vez en cuando tropezaba con alguna piedra. Se quedaba quieto junto a las madrigueras durante horas con su afilado palo, esperando a alguna presa. Pero la mayoría de las noches; o no daba con ellas, o eran estas más rápidas que él. Pero esa noche la suerte estuvo de su parte. Una rata vieja y gorda asomaba su voluminoso cuerpo por la madriguera. Lauro se abalanzó sobre ella como un rayo, dejando caer su cuerpo sobre ésta. Con movimientos torpes y fugaces pudo acertar un mortal golpe en el vientre de la rata, y con sus decrepitas manos; la agarró con fuerza, llevándose sus temblorosos labios a la herida de la bestia. No era suficiente alimento para él. Pero su cuerpo marchito y cansado lo agradecía.

Cada vez que se alimentaba, regresaban a su mente antiguos recuerdos de cuando vivía en medio de una gran civilización. Y su presencia era capaz de hacer temblar al más apuesto y valeroso de los hombres. Cuando después de poseer a bellas mujeres; se alimentaba de ellas complaciendo su gula de placeres y necesidades. Pero al conocer a su amada, Ademar, y el gran corazón de ésta, aun a pesar de ser un demonio para el hombre; decidió irse a vivir a las afueras de la ciudad y formar un hogar junto a ella. Alimentándose tan solo de los reos que huían de la ciudad y las temibles bestias de los bosques.

Y ahora, cansado y sólo, sin ciudades cerca, ni fuerzas para el viaje; Lauro sufre la desconsoladora soledad y la dolencia del anhelo. Y como cada noche, horas antes del alba, vuelve a su ataúd; entristecido y dolorido, sin más deseo que el de volver a los brazos de su amada. La que con su llegada le enseñó un mundo de amor. Y con su perdida, sintió en sus carnes por primera vez el temor.

Cuando el bosque se llenó con la luz blanquecina de la luna, y las criaturas nocturnas habitaban en la penumbra de la noche. Un espíritu se deslizaba entre los árboles, siguiendo un camino casi marcado que lo llevaba a lo alto de una colina; junto a un viejo tronco podrido, en el que se sentaba y meditaba sobre una plegaria a las estrellas. Pero el ciervo, príncipe de los bosques, se acercó al ánima como nunca antes lo había hecho. Lauro, abandonó sus pensamientos para prestar atención a su espectador. Con infinita nobleza, hizo un gesto de reverencia al anciano espíritu, como un último adiós, y dicho esto, siguió su camino dejando al vampiro con la mirada tendida al recuerdo suspendido que dejaba tan noble criatura.

Hubo un tiempo en el que fueron faraones, emperadores y reyes quienes les hicieron reverencias. Temido por los demás vampiros, dueño de medio mundo… Lauro, el conquistador, embajador de todo lo que tocaba; amo del humano, y por amor, ahora estaba condenado.

Bajó hasta la cabaña, donde tenía un pequeño huerto de hortalizas, que cultivaba para atraer a pequeños roedores y que éstos les sirviera de alimento. Se llenó los brazos con éstas, y se adentro en el bosque repartiendo los alimentos por cada madriguera y junto a árboles. Después, como cada luna nueva, cogió las flores silvestres que cada noche colocaba Ademar en su cama; y las colocó donde ahora sus restos descansaban. Regresó a lo alto de la colina, y sentado junto al tronco, con las manos temblorosas y entrelazadas, esperaba el momento a su plegaria.

Las estrellas se empezaron a dispersar, y el cielo a aclarar. Una extraña luz se adueñaba de todo. Primero sintió frio, y después, conforme el horizonte empezaba a desteñir, su piel empezaba a enardecer. Y con voz temblorosa y palabras torpes lanzó su plegaria a la mañana: -Llévame junto a mí amada….

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