Antes de Desaparecer

Mi testimonio será algo baldío, pues no habrá de quedar persona viviente en la tierra que lo llegue a leer. Pero es la indomable alma del ser humano la que proclama que se deje testimonio de lo que una vez fuimos. Mas, como no habrá receptor que reciba este mensaje, se lo encomiendo a Dios.

La muerte llegó por mar, procedente de las lejanas tierras de Asia. Se propagó rápidamente por toda la costa, y, como una nube de pestilencia que se alzaba implacable sobre nuestras cabezas, ocupó toda la tierra. Allá donde hubiese vida se encontraba la muerte husmeando. ¿He de creer lo que decían aquellas personas religiosas? ¿Es éste el fin de los días? No hubo trompetas, ni tampoco jinetes llamando a las puertas. Pero sí hubo llanto; sí hubo gritos. Hubo hambre, que trajo tras de sí a la guerra, y luego La Peste, cosechando junto a su hermana, la muerte por doquier.
Mas he de ser conciso, pues apenas me queda ya un soplo de vida.

Este sitio asqueroso quedó infesto de la noche a la mañana. Ya habían llegado los rumores de la desgracia que se cernía sobre el hombre desde hacía tiempo, pero nadie creía que llegaría a nuestro pueblo. Nadie estaba preparado para lo que se avecinaba. La gente caía enferma y moría al cabo de pocos días. Todos ignoramos las primeras muertes, pero no tardó en correr el pánico. Yo, atemorizado por la noticia de la muerte del padre Enrico, cerré la herrería, compré todo cuanto pude en el mercado y corrí hacia casa para cerrar puertas y ventanas. Para salvar a mi mujer y mis dos hijos de aquella Cosa que entraba a hurtadillas en las casas sin que nadie consiguiese dar con la causa.
Madeleine, mi dulce esposa, rezaba a cada momento por mantener el hogar impoluto. De que los niños estuviesen a salvo. Pero sobre todo, rezaba, no porque nuestra súplica llegase hasta Ti, sino para amortiguar los lamentos que nos llegaban desde un mundo invisible; un mundo en tinieblas. Los niños tenían miedo, lloraban, y Madeleine los consolaba. Y yo también lloraba. Lloraba cada vez que me dirigía hacia la despensa y la veía cada vez más vacía. Lloraba, escondiendo mis lágrimas cuando miraba a los niños, cada vez más delgados y sombríos. También lloraba por mí.
Y llegó el día en que la despensa se vació por completo. Madeleine no dejaba de implorarme que saliera fuera a buscar comida. Pero no había manera alguna de salir fuera sin correr el peligro de ser visto por la muerte ambulante. Intenté cazar las ratas que atravesaban fugazmente la sala, pero ellas son avezadas en la huida y el escondrijo, y yo era un siempre herrero famélico. Entonces ocurrió; mi pequeño Feodor contrajo fiebre, y seguidamente su hermano. Madeleine se dedicó en cuerpo y alma a cuidarlos. Los llantos de dolor de los niños, la tos, los esputos sanguinolentos. No, aquello era demasiado sufrimiento para un sencillo hombre como yo. Pero cuando Madeleine enfermó, yo sentí… pánico. ¿Qué podía hacer yo? Dime, Dios Misericordioso, ¿Qué podía hacer yo? Tan sólo verlos morir. Tú sabes bien, cuán insoportable es ver el sufrimiento de un hijo hasta ver ese dolor culminado por la muere. Pero Tú, Tú pudiste resucitar al tuyo. Dime pues, ¿Por qué mis hijos habían de morir?
Oh, Madeleine, a ti más que a nadie en este universo he de pedirle clemencia. Sé que no soy merecedor de perdón ni consuelo, pero si supieras de mi remordimiento…

Cuando mi esposa contrajo la enfermedad, yo me vi completamente incapacitado. Si ella había enfermado al cuidarlos, yo también lo haría. Así fue que, cuando en su cuello apareció la primera úlcera, yo no tuve valor suficiente ni siquiera para tocarla. Se quedó tumbada junto a los niños, en el fondo de la habitación: tres difuntos prematuros con un hálito de vida agonizante.

Parecían dormir.
Cogí mi abrigo y salí lo más silenciosamente que pude. Comencé a andar, alejándome cada vez más rápido de mi hogar. Una algarabía de pensamientos se batía en mi cabeza. Intentaba silenciarlos alejándome cada vez más, pero cada vez se hacían más notorios. Entonces supe la razón; el mundo permanecía silencioso. Me detuve un momento para escuchar con más atención: ni una voz humana, ni el piar de las aves; tan sólo voces en mi cabeza. El mundo había languidecido siniestramente en apenas unas semanas; casi muerto, si no fuera por la vegetación. Aquel mundo extraño, aciago, afligido… No. Aquel ya no era mi mundo.
Deambulé durante días por aquel extraño páramo desprovisto de vida sin encontrarme mas que con muerte y podredumbre. No había alimentos por ningún sitio y a penas me atrevía siquiera a probar el agua de los arroyos. Pero hace apenas una semana todo eso cambió. Me dieron escalofríos a plena luz del día y seguidamente apareció la temida fiebre. Me refugié en este ruinoso campanario, donde hallé un poco de paja para mi lecho de muerte, velas y un poco de papel y tiza. << ¿Acaso Lo dejaste Tú aquí? >>
Las llagas ya han aparecido, y una dolorosa buba se ha gestado en mi ingle. El dolor es insufrible… Pero supongo, que ha de ir a más, pues no deja de aumentar su volumen; ya es casi del tamaño de una manzana.
Ya poco me queda qué decir. De saber que moriría irremediablemente, me hubiese encomendado a la muerte en el calor de mi hogar… Pero el perdón, he de implorárselo a ellos, nunca a Ti. Nunca después de esto…
Me pregunto qué habrá sido de todo el mundo. ¿Habrá aún alguien con vida?
¿Y mañana, lo habrá?
Me gustaría saber dónde estarán ellos ahora…



Eros Bonacelli, Nápoles, 1348.



.

Nunca Jamás

Bajó las oscuras escaleras del sótano. Ahí estaba de nuevo; un charco de agua opaca de casi un metro de diámetro. Afuera no había nubes y la tierra estaba seca por el azote del sol. Ni goteras, ni rastro de agua de la posible fuente de emanación. Era como si el charco hubiese brotado del mismo suelo, mas el suelo era de cemento y parecía en bastante buen estado. Sus padres volverían a regañarle por haber mojado el suelo. Siempre le culpaban a él.
Cogió una fregona y se dirigió presto hasta el charco. Quizás si lo limpiaba no habría regañina. Deslizó ésta por el charco y comenzó a recoger el agua y verterla en el cubo. Una vez terminado, agarró el cubo y lo volvió a dejar en un rincón del sótano. No se atrevió a vaciarlo. Se agachó y olió la turbia agua, pero no consiguió descifrar a qué olía exactamente. Era un olor rancio, parecido al del sumidero, pero aún más intenso. Dejó el cubo como estaba y salió de la habitación.

El viento golpeaba la ventana de su dormitorio. El ruido quejumbroso del ulular del viento le quitaba el sueño; siempre le recordaba a aquellas películas de terror de Universal. Intentó distraer su mente recreando cancioncillas infantiles pero un peculiar golpe en el piso de abajo le asustó y su mente quedó fijada en la imagen de un cubo rojo volcado en el suelo. Estaba seguro de que era eso. El agua… ¿se había escapado? Se aferró a las sabanas e intentó volver a concentrarse en aquella canción, mas la imagen del cubo siguió lacrada en su mente, hasta que finalmente se durmió con la llegada del alba.
A la mañana siguiente, antes de que su madre bajara al sótano para poner la lavadora, cogió la fregona y se dispuso a verter el agua en el cubo. Ciertamente, el sonido que había escuchado la noche anterior fue el cubo volcándose. Esta vez no dejaría el agua en el cubo. No. La arrojaría al sumidero de la calle y luego dejaría el agua de la manguera correr por él durante un buen rato. Lo bastante hasta que llegara al mar, o, por qué no, al fin del mundo.
Deslizó la fregona por el charco y ésta se enredó en pelusa o algo parecido. Dejó caer el palo y se agachó para tocarlo con la mano. Parecía como si el agua estuviese llena de pelo. Agarró un manojo y tiró hacia arriba. Un pequeño bulto solido asomó por abajo y un grito ahogado hizo que lo soltara y se alejara hasta el extremo opuesto de la habitación con lágrimas en los ojos. Se tapaba con fuerza la boca para no dejar escapar el grito que con tanto empeño se esforzaba en salir hacia afuera. Dejó su mirada clavada en el charco y contempló inmovilizado cómo el agua volvía a amansarse. Tentado estuvo de subir corriendo escaleras arriba y contárselo a sus padres, pero el miedo de pasar cerca de aquel charco de agua le imposibilitaba siquiera a imaginarlo. Finalmente, fue su madre quien bajó y encontró al niño en un rincón del sótano llorando.

-Son esas dichosas películas que ves –le esputó su madre con enojo-, se lo digo a tu padre una y mil veces: ¡Que no te deje verlas!
Tras dejar al niño en su habitación, más o menos calmado, volvió al sótano y limpio el charco de agua y lo vertió en el sumidero. Más tarde, poco antes del crepúsculo, el niño bajó las escaleras mientras su madre estaba distraída con la cena, y fue a comprobar si realmente había desaparecido el charco. Una mancha húmeda estaba apostada en el lugar del charco. Pensó que sería por la humedad del sótano por lo que aún no se habría secado, pero lo cierto es que él sabía que esa mancha no estaba desapareciendo; se estaba volviendo a formar.
Subió rápido las escaleras y cerró la puerta del sótano. No podría decirle nada a su madre; no después de la regañina que le había soltado horas antes. Su padre también estaba molesto, era como si le hubiese fallado de algún modo al no confiar en él en que todo lo que había en esas películas eran sólo fantasías.

La noche llegó antes de lo que él quería, y pronto se vio metido en la cama, con sus padres al otro lado del pasillo y la mortecina luz de la luna entrando por su ventana. No podría conciliar el sueño, y visto que cantar mentalmente no le dio resultado la noche anterior, optó por recitar las tablas de multiplicar. Al menos, las que ya le habían enseñado. Apenas había comenzado la tabla del dos cuando escuchó cómo un ruido similar al verter del agua, se originó en el piso de abajo. Se aferró a las sábanas como la noche anterior y comenzó a susurrar las cuentas con los ojos apretados y las lágrimas filtrándose por las pequeñas ranuras de sus parpados.

Dos por tres, seis. Dos por cuatro, ocho.

El chirriar de los goznes de la puerta del sótano al abrirse subió tímidamente hasta sus oídos.

Dos por cinco, diez. Dos por seis, doce.

El sonido de unos pasos apenas audibles se iban haciendo cada vez más notorios.

Dos por siete, catorce. Dos por ocho…

Algo se detuvo frente a la puerta de su habitación y notó cómo un olor rancio comenzaba a enrarecer el aire. Se dio la vuelta y fijó la mirada en el suelo junto a la puerta. No se atrevía a mover un sólo musculo más. Su mente se enturbió y volvió a quedar inmovilizado como un ratón en su madriguera. El suelo comenzó a llenarse de agua y ésta se iba extendiendo poco a poco por el dormitorio. Algo pasó por debajo de la superficie. Apenas una difusión de hondas de agua que se aproximaba lentamente hacia su cama. Intentó cerrar los ojos mas no pudo, sabía de algún modo lo que iba a suceder.
La cama, así como los demás muebles de a habitación, comenzaron a zozobrar lentamente. El vaivén se le antojó agradable, conciliador. Algo comenzó a brotar del agua frente a él, y la figura de una niña, de cabellos oscuros y mirada parda, se aferró con sus pequeñas manitas a la cama del niño. Ésta le sonrió.

-Vente a jugar. Abajo hay más niños como nosotros.

Éste cerró los ojos y comenzó a gimotear. La niña dejó de sonreír, y sin decir palabra alguna, volvió a hundirse en el agua. Pero el agua no desapareció. Se hizo más brava, más insistente. La cama se deslizó hasta el centro de la habitación y el niño se incorporó y se asió al cabecero de la cama. La puerta del dormitorio se abrió de par en par y vio cómo el pasillo estaba repleto de agua. La cama, como si de una piragua en un rio se tratara, se abalanzó fuera de la habitación y bajó furiosamente las escaleras hasta llegar al sótano. Allí no había nada más que un agua oscura y sinuosa. La cama se hundió con el niño dentro y lentamente, la casa volvió a serenarse.

Al día siguiente, cuando la madre fue a despertarle, descubrió que éste no se encontraba en la cama. Ésta estaba sin hacer y las sábanas estaban un poco mojadas. Fue a buscarlo al cuarto de baño pensando que habría tenido un desliz mientras dormía, pero tampoco pudo encontrarlo allí. Alarmada, comenzó a recorrer toda la casa buscándolo sin conseguir dar con su paradero. Pensó en el sótano y en el episodio del día anterior; bajó rápidamente y comprobó cada rincón con idéntico resultado.
Tanto el niño como el charco de agua, habían desaparecido.


***



La nueva familia estaba viendo la casa. Parecía en bastante buen estado y se encontraba en un lugar muy agradable. Los padres de Lucía hablaban con el agente inmobiliario mientras ella jugaba en la barandilla de las escaleras. Le pareció escuchar la voz de un niño. Sí, era eso, la voz de un niño que la llamaba desde algún lugar de la casa. Comenzó a corretear de un lado para otro intentando encontrarlo, mas cuando llegó a la puerta del sótano se detuvo frente a ésta y se quedó perpleja mirando hacia abajo.

-No, no quiero bajar. Me da mido –le dijo al vacío-. ¿Sí? ¿Dónde están los otros?

Colocó un pie en el primer peldaño y comenzó a bajar las escaleras lentamente. Abajo estaba muy oscuro, y ella no llegaba hasta el interruptor de la luz, pero una pequeña luz doraba se filtraba por el ventanuco que daba al jardín e iluminaba, apenas lo suficiente, un turbio charco de agua al final de la escalera.

Polvo

En la noche opaca brillan las estrellas. Minúsculos puntos de luz de un Universo indiferente. Somos en el Cosmos lo que un niño de tres años intentando llamar la atención de sus padres en medio de una discusión. La expresión “no somos nada” es de lo más errónea, pues está claro que somos algo; lo que ocurre es que a nadie le importa.
Tenía sesenta años el día en que murió. Nadie le lloró, nadie le echaría de menos. Sólo fue un comentario, una curiosidad, un dato en boca de gente muda. Al menos, mudos eran para el difunto. Y éste con su muerte podría haber sido algo para alguien que le hubiese conocido mejor: la muerte es un recordatorio de lo infravalorada que es la vida.
Cuando ella murió, él sólo tenía cincuenta y nueve años. Su muerte no fue un dato, una curiosidad, pues nadie supo de su muerte mas que él mismo. La enterró en el jardín de detrás de la casa, oculto a miradas indiscretas. Secó sus manos manchadas de sangre con su mugriento delantal, y después enjugó sus mejillas con las lágrimas que se derramaron. La ira era pasajera también, y tras su marcha llegaba el remordimiento, la angustia.
Su muerte sería más lenta, más dolorosa. De sus heridas no brotó sangre, brotó llanto.
Los gusanos que había en ella satisficieron su apetito voraz. La carne de él también dio alimento. Ellos no hacían preguntas, solamente cogían lo que les pertenecía y continuaban su camino. Algún camino; no sé cuál, sólo les concierne a ellos.

Y la gente al ver la calavera de ella, pensó durante un efímero momento quién sería. Mas la tumba de él, corrió la misma suerte.

El Anfitrión

El galeón confiscado por el Capitán John Howell, cerca de las costas españolas, no había conseguido pasar desapercibido a la goleta inglesa que los perseguía sin descanso. En un acto desesperado, tras abordar el Santa Elena, el Capitán Howell decidió partir con el barco recién saqueado hasta las costas sudafricanas, ganando así unas pocas horas más de margen con el Whydah, pues había sido visto en el horizonte y ahora se acercaba velozmente a su posición.
Al medio día el Whydah había disparado su primer cañonazo a escasos metros del Santa Elena; el segundo disparo no sería tan misericordioso. Howell ordenó a la tripulación maniobrar 180º y combatir al Whydah o perecer en el intento. En medio de la confusión, Howell se deslizó audazmente hasta la bodega donde cogió un cofre mediano repleto de joyas y volvió a la superficie donde lo subió a uno de los botes y se dispuso a embarcar y alejarse de la batalla. Una terrible sacudida, debido al impacto del proyectil enemigo, hizo zozobrar la embarcación derribando al Capitán Howell a las inmensidades del Atlántico. Un segundo impacto, deshizo el pequeño bote con el cofre sobre él; la batalla había terminado.

El Sol se inclinaba en el horizonte cuando el Capitán Howell abrió los ojos en un dorado atardecer, en el que por desgracia, sólo era aquella luz dorada lo que alcanzaba a ver. Sus piernas estaban entumecidas y un punzante dolor, debido al agua salada que se filtraba por las llagas de sus labios, le fue desperezando lentamente. Se encontraba apoyado sobre una tabla, que al poco descubrió, formaba parte del Santa Elena. Conforme iba recordando lo ocurrido durante la batalla, fue tomando conciencia del dolor de cabeza que cada vez se hacía más notorio. Intentó divisar restos de la embarcación o de sus hombres en rededor, pero sólo agua, fue todo cuando alcanzó distinguir. Comenzó a mover las piernas para que la sangre circulara por sus atenuadas extremidades y nadó de espaldas al Sol durante un buen rato. La noche no tardaría en caer y se sentía bastante inquieto ante la idea de pasar la noche flotando en medio del peor de los desiertos.
Se sorprendió a sí mismo pensando en el oro perdido. Resultada algo extraño, que perdido y en peligro como se hallaba, se lamentara por aquel cofre repleto de tesoros que ahora estaría perdido por siempre en los fondos oceánicos. ¡Bonito regalo para los peces!, exclamó con irritación y perplejidad. ¿Qué importaban las joyas y el oro cuando la vida era un tema precario? Pero aún así, se lamentaba sin poderlo remediar.
¿Y sus hombres? Sin duda había más botes en el barco y pudieron huir; eso suponiendo que no hubiesen sido capturados por el barco enemigo. Y si habían conseguido huir, ¿por qué no fueron a buscarlo? ¿Serían consientes de su decepción? Mejor sería no pensar en ellos, pues se barajaba la opción de que volvieran a buscarlo, no por lealtad, sino por venganza. Remota probabilidad, pero estremecedora…
La noche cayó sobre él como temía, y se vio acechado por la nada y los misterios que ésta esconde. ¿Pues qué es si no la nada, mas que el augurio de lo desconocido? Dejó de balancear los pies por temor a ser descubierto por alguna terrible criatura de las profundidades e intentó relajarse. Al menos, relajar su cuerpo. Una noche sin luna en aquellos lares era un lugar sin igual; un manto de millones de puntos luminiscentes que encerraban en su misterio las dudas y sueños de la humanidad. Se dejó recrear en tan cálidas ilusiones para así poder olvidar la desdicha del lugar. Solo, abandonado, y aún así, no estaba predispuesto a morir. Que me arranquen la vida con el coraje que acompañará a mi último aliento –pensó-; mas aún así, lucharé por arrastrar mis restos hasta tierra firme. Pues el Capitán Howell tenía un gran defecto para el ser pirata, y es que odiaba el mar con toda su alma.
Mientras se hallaba inmerso en sus pensamientos, algo tocó su pierna. Apenas un roce, pero suficiente como para gritar y agitarse en el agua con frenesí; intentó huir desesperadamente, mas no había dónde huir, y allá donde nadara, su temor nadaba más deprisa bajo sus pies. Pasaron varias horas hasta que consiguió serenarse lo justo para dejar de agitarse tan estrepitosamente y recogió las piernas sin poder evitar el temor de que algo lo agarrara. Sus ojos se clavaron en el horizonte, esperando con ansia la salida del Sol, pero ésta, se prolongó más de lo que su cansado cuerpo fue capaz de resistir; así que más que dormirse, se desmayó, y cuando volvió a abrir los ojos, el calor del Sol volvía a fatigar su ya maltratado cuerpo.

Al tercer día las llagas en sus labios se hincharon, tornándose blancas y violetas, y su piel, antes rosada, era ahora un cuero desgastado y desquebrajado. Su temor de que algo se encontraba debajo de él se convirtió en su principal obsesión, pues hacía poco había descubierto que se trataban de peces que se revolvían debajo de sus pies; ocasionando así, un roce que otro con sus extremidades. Aguardaba durante horas con una mano sumergida e inmóvil bajo el agua a la espera de que un pez pasara cerca y lo consiguiera atrapar. Y eso ocurrió después de dos famélicos días de intentos. El animal intentó zafarse de su captor, al igual que habían hecho sus predecesores durante los dos pasados días, y a punto estuvo de lograrlo, pero no consiguió escapar a la desesperante hambre de Howell. Éste lo alzó, y mientras aún coleteaba y se agitaba con ímpetu, se lo llevó a la boca introduciendo la cabeza del desesperado pez entre sus fauces. Un mordisco ansioso cercenó la cabeza del animal y Howell la masticó no sin desagrado. Pero debía saciar su famélico estomago o pronto no tendría fuerzas ni para mantenerse a frote.
Ahora había logrado pescar con las manos y de esta manera lograr saciar parte de su hambre, y algo menos de su sed con la tibia sangre de los peces. Pequeños sorbos de agua de mar no le harían daño, siempre que fueran pequeños y escasos. Sus pensamientos ahora se centraban en la huída del lugar y la nostalgia de la tierra firme, mas sus preocupaciones por el hambre y el temor de lo que nadaba a su alrededor ya había sido soliviantado; al menos por el momento. Aún así, las noches seguían siendo largas y tenebrosas, mas la actividad de la pesca y el mantenerse a flote, hacían por fortuna que consiguiese debilitarse y caer dormido a alguna hora tardía de la noche.
La mañana del quinto día, o al menos él creía sería el quinto, la pesca se hizo más esquiva. Su temor de que los peces dejaran de nadar a su alrededor escarmentados por su incesante afán de atraparlos, parecía estar volviendo dolorosamente real. No sabía cuantas horas había pasado con la mano sumergida intentando atrapar a los escurridizos animales que fugazmente nadaban a su alrededor, pero el Sol no tardaría más de un par de horas en ocultarse y se vio obligado a sorber un poco de agua de mar. Si no conseguía atrapar algo pronto, temía que caería desfallecido.
Algo rozó su mano, y con el instinto del que ha dedicado su concentración durante horas a una única actividad, asió con fuerza el cuerpo extraño que había logrado capturar; mas no tardó apenas un par de segundos en tomar conciencia que lo que había agarrado no era un pez, de los que ya tan familiarizado estaba, sino una mano, con dedos y brazo. La soltó rápidamente y nadó desesperado sin dirección ni rumbo. ¡Una mano! ¿Sería acaso una jugarreta de su mente torturada por la insolación y la fatiga? Intentó serenarse, no tenía sentido encontrar una mano, y viva además, en aquel lugar ni de aquella forma. Loco, se estaba volviendo loco, eso era todo, y la única pena, era que había dejado escapar al afortunado pez que había confundido con semejante aberración. Sumergió la cabeza bajo el agua, a pesar del dolor que esto infringía sobre sus heridas, he intentó mirar en derredor. Durante un rato no vio nada y estuvo obligado a emerger la cabeza en varias ocasiones en busca de aire, pero al cabo de un rato, consiguió divisar una sombra que se alzaba desde lo profundo. No era más grade que una persona, pero su silueta era confusa y sus movimientos bastante raros. Algo asustó a la criatura –o lo que fuera- y volvió a sumergirse rápidamente; pero no sin antes poder distinguir dos extremadas que consiguió distinguir como piernas.
Casi se ahoga por no apartar la mirada de la cosa hasta que ésta fue irreconocible en la negrura del fondo. Emergió, y durante un buen rato allí se quedó inmóvil sin poder creer lo que había visto. No creía en las sirenas, ni jamás les dio más importancia que las de un cuento para que los niños se fueran a la cama. Pero lo que había visto nada tenía que ver con aquellas formas descritas, pues “eso”, tenía manos y piernas. Humanos, pensó, pero humanos que viven en el agua igual que nosotros lo hacemos en la tierra.
Alejarse era lo único que deseaba, y alejarse fue su único pensamiento hasta que sus piernas no consiguieron agitarse más bajo el agua y se paró a descansar, en el mismo sitio, aunque distinto. Pero al fin y al cabo, siempre el mismo sitio…

Los días ya perdieron su número y sólo sabía cuando era de día, y cuando de noche. Los peces volvieron a nadar bajo sus pies, pero el temor de la mano le impedía la pesca. Ahora, cada vez que algo le rozaba bajo el agua, el corazón le brincaba y el estremecimiento superaba al hambre, cerrando así, la boca de su estomago.
En una tarde, una de las muchas que ya había pasado allí, vio una pequeña mancha surcando el mar a lo lejos. Clavó su vista y reconoció la silueta de un pequeño barco de vela. ¡Un barco! El fin de sus desdichas había terminado y pronto podría volver a caminar y caminar, y nunca jamás volver a poner un pie en aquel odioso mar. Agitó los brazos y gritó con fuerza; su grito de auxilio pareció ser oído, pues la silueta viró y se acercaba poco a poco hacia donde estaba. Mas no era un barco de lo que se trataba, y tampoco se encontraba tan lejano. Él ya había visto esa forma en varios viajes y sabía ahora que bajo aquella aleta triangular, un gran tiburón, a juzgar por el tamaño, se aproximaba inexorablemente hacía él. Intentó alejarse, pero toda huida era inútil. ¡No había manera de escapar de aquello! Debía resignarse, pues de una forma no muy distinta a la imaginaba, su viaje llegaba a su fin.
El tiburón lo vadeó cuando se encontraba a pocos metros de él y dio vueltas sobre su presa durante un rato. Al fin logró decidirse, y volvió a acercarse hasta él; estaba vez más rápido y fiero que las veces anteriores. Apenas a unos metros algo se agitó bajo el agua y el tiburón se revolvió sobre sí mismo y finalmente se hundió. Howell quedó horrorizado creyendo que su fin era inminente. Quizás se sumergió para atacarlo desde abajo, pero el temor a verlo venir le impidió mirar bajo el agua. Por otro lado, era demasiado extraña la forma en que se había sumergido el animal. Finalmente logró rehundir el valor suficiente y echó una mirada bajo el agua. Nada. Absolutamente nada. Al punto, pensó en aquella mano que lo asió hace unos días, y por primera vez, barajó la posibilidad de que fueran criaturas amistosas. Al fin y al cabo, ¿no eran semejantes en su forma? Y quién sabe, puede que incluso fuesen ellos los que hacían emerger a los peces hasta donde estaba.

Los días pasaron, y las manos sobre sus piernas se hicieron aún más presentes. Ahora agarraban sus tobillos, acariciaban sus pies, y en alguna ocasión, clavaron sus uñas. Pese a que ahora estaba convencido de que aquellas criaturas le habían salvado de las fauces del tiburón, no podía sentirse tranquilo cuando bajo él, esas cosas cada vez se interesaban más en su persona. Dejó la pesca y se abandonó al hambre; con suerte, o al menos así él lo pensaba, caería inconsciente bajo el abrasador sol y la inanición, y podría quizás morirse sin sentir ningún dolor o agonía. Pero aquella mañana, para su sorpresa, salió a la superficie un pez herido de muerte. Lo cogió dubitativo y observó la herida que se encontraba alrededor de su cabeza. No estaba seguro, pero juraría que unos afilados incisivos habían sido la causa. Comenzó a comer el animal, pues su boca estaba salivando de una forma incontrolable y su estoma gruñía. Apenas dio dos bocados y sus dientes fueron a pasar en algo duro que se alojaba en el interior del animal. Hundió los dedos en la carne y extrajo de ésta una pequeña gema que parecía haber engullido el pez. Pero él bien sabía que un pez jamás devoraría semejante objeto; el cual, no tardó mucho en reconocer como parte de su botín.
¡El cofre! Eso era, el cofre había ido a parar al fondo del mar y estas extrañas criaturas, movidos por la curiosidad, emergieron para comprobar su procedencia, encontrado sobre las aguas a aquel ser tan semejante a ellos. Por lo tanto, ¡debían estar convencidos que el cofre repleto de joyas fue un regalo del Capitán Howell para ellos!
Howell sostuve la gema entre su dedo índice y pulgar y lo metió bajo el agua. Lo mantuvo un momento en esa posición y al poco, alguien –o algo-, cogió su mano y le quitó quedamente la gema de entre sus dedos. Lentamente, una mancha fue emergiendo y pudo distinguir la silueta de un ser humano. Los ojos miraron hacia arriba y Howell pudo distinguir unos enormes ojos negros que lo miraban inexpresivamente. No tenía pelo alguno a la vista, la nariz, más que chata, era prácticamente inapreciable, y una fina, pero alargada boca provista de pequeños y afilados dientes, erizó los pelos de la nuca del Capitán. Finalmente, la criatura sacó la cabeza a la superficie a escasos centímetros de él y lo observó durante unos segundos. El hedor que desprendía era repulsivo; una mezcla entre yodo, pescado y algas. Llevaba sobre el cuello uno de los colgantes del botín y unas cuantas pulseras en las muñecas.
El corazón de Howell amenazó con colapsarse, pero éste aspiró profundamente, pese a lo desagradable del ambiente, e intentó mantenerse lo más sereno posible que le permitían los nervios. La criatura volvió a sumergirse, pues su respiración –si es que acaso aquello era respirar-, se hizo jadeosa, pero no sin antes dar un par de tirones a la pierna de Howell. Éste gritó y dio patadas desenfrenadamente. Inmediatamente la activad submarina se detuvo y volvió a verse amenazado por la soledad y la desolación de la inmensidad del Atlántico. No tardaría en lamentar el haber despedido así a su “anfitrión”.

Qué día era, ya poco importaba. Llevaba demasiado naufragando en medio de la nada; y la locura, pues así lo sospechaba, comenzaba a arrastrarlo hacia el fondo en forma de humanoide marino.
Dónde estaba la costa africana, tampoco importaba… El ruido del ir y venir de las olas comenzaba a ensordecerlo. Su vista, antes tildada de águila, estaba repleta de puntos negros, que por más que cerrara sus ojos o parpadeara, siempre estaba allí, en el mismo lugar; lacrados en el cosmos que le rodeaba. Aún tenía conciencia de las manos que se asían a sus tobillos, aunque lo notaba como algo más lejano. Como si sus piernas se encontraran ya muy lejos de él; como una figura amiga que divisas a lo lejos, que te hace señas con la mano para que te acerques.
¿Qué era eso? ¡Ah, sí! Lo estaban llamando. Sólo tenía que dejarse arrastrar por ellos. Lo llevarían a su ciudad, o donde sea que vivieran, para que ya no estuviese jamás solo. Para poder descansar y poder caminar bajo la tierra que en el fondo aguardaba. Lo tratarían bien, pues él les había traído regalos, los más deslumbrantes y hermosos que jamás habían visto antes.
Los regalos… eso eran. Regalos para los inhumanos. Los que lo llamaban al descanso, a la frescura de los océanos. Donde podría descansar en la nueva morada que le habían preparado. Era hora de aceptar la ofrenda que ellos le ofrecían.
Howell se dejó arrastrar…

Un Granito de Arena

Apenas ha salido el sol y ya estoy saliendo de mi casa. La gente se amontona en la calle; se empujan; se pisan; ni siquiera se miran entre ellos. Sólo un murmullo ensordecedor que contamina el ya infecto aire que nos pueda quedar. El sonido de la ambulancia suena a lo lejos –también el de la policía y los bomberos-; nunca deja de sonar. Apenas llevo unos minutos en la calle y el cielo rosado por la ingente cantidad de gases de los coches queda sustituido por bloques de hormigón: el metro. Nada más rápido, siniestro e impersonal que el metro. Me pregunto cuántas personas han sido asesinadas y violadas aquí abajo. Cuánta gente ha de vivir aquí abajo, mientras los demás –los “semejantes”-, nos apartamos de ellos a 150km/h.
En el vagón nadie habla. Unos se miran de reojo; otros leen el periódico, otros observan con pasmado detenimiento la nada; hoy en día no hay nada más conciliador que ese vago pensamiento. Al fondo, un indigente duerme sobre una hilera de asientos. Huele a orín; huele a pobreza. Le miro e imagino cuándo fue el momento que dejó de ser un niño, un hombre como cualquier otro, a verse orinado y famélico, atrapado entre el metal y el cemento. El pensamiento me sume en su persona, y descubro sin asombro que su pecho no se mueve. Con el brusco frenazo de la siguiente parada, el brazo con que ocultaba su rostro cae inerte sobre el suelo descubriendo una mirada vidriosa. Ahora todos saben que está muerto. Quizás lo sabían de antes. Pero siguen pasando a su lado, subiendo y bajándose del metro, sin dedicarle un mísero pensamiento. Nadie comprueba que se pueda hacer nada; ni siquiera avisar a alguien. Me pregunto si los de la compañía lo llevarán a un hospital para que al menos sea donado a la ciencia, o lo tiraran en los oscuros raíles donde nadie se preocupa de lo que ocurra allá abajo.
Cuando vuelvo a la calle los negocios ya han subido sus persianas; la gente acarrea con las bolsas de la compra; ahora tienen algo más contundente con lo que empujar y abrirse paso. En la calzada hay una mujer atropellada; la gente se agrupa para ver la morbosa escena. Saben que impiden que le llegue el aire que tan desesperadamente necesita, pero eso no impide que se aparten. Comprendo por qué se venden tantos periódicos; casi todos están llenos de estas historias. Uno de los que se aparta, ya saciada su morbosidad, pasa junto a mí dando sorbos a su refresco de cola. Me fijo en su camiseta; no me sorprende lo que veo, pero no por eso deja de horrorizarme: el retrato de Ted Bundy lo luce con orgullo. Un asesino como aquel… ¿Por qué siente admiración? ¿Desde cuándo asesinos como aquel son alabados entre la juventud? Ya no se conforman con los imaginarios. Cada día quieren ir más allá.
Sigo al muchacho –no deliberadamente, simplemente coincidimos el camino: todos coincidimos el camino- y veo que entra en un edificio asimétrico, sin personalidad, sin alma: un instituto donde los jóvenes entran vociferando y riendo. Al principio me parece normal; cuando me acerco, la mayoría de los comentarios son peyorativos; ahora me parece aún más normal. Me detengo un momento y miro a las futuras promesas de la sociedad; apenas las reconozco, pero no me son del todo indiferentes, es tan sólo que el límite de la decencia queda un poco más atrás con cada año que pasa. Lo que más ha cambiado es el patio; no hay canicas ni comba, ni tan siquiera balones; ahora hay un juego que se ha vuelto bastante popular: acosar y degradar al más débil (según primitivos patrones) hasta arrastrarlo a un profundo complejo que le incapacitará en la vida adulta o, no menos probable, al suicidio. Me pregunto si cuando crezcan el tartamudo o el gordito, y no les parezca suficiente, ¿con quién la tomaran? Supongo, que seguirán avasallando contra los más indefensos… con clases sociales… con otros países.

Sigo mi camino, no hay nada que me retenga por más tiempo allí. Subo en un taxi, lo conduce un árabe. Durante el trayecto intento despejar mi mente mirando tras la ventanilla lo abstracta que me resulta la ciudad, pero con cada semáforo y cada stop, veo algo que me hace apartar la mirada: la gente se odia. Observo al conductor concentrado en su trayecto; a él nada le importa mi destino pero me llevará hasta él sin demora a cambio de unas míseras monedas. ¿Cuánta gente aquí le odia por su fe o cultura? En realidad, no difiera demasiado de la suya. Supongo que creer que sí son diferentes, menospreciarlos, les hace sentirse más puros; menos miserables… más seguros.
Racismo, homofobia, intolerancia, egocentrismo… Desprecio. Una enfermedad que infecta las mentes humanas y cuyas proporciones está alcanzando cuotas antes inigualadas. La mayor epidemia de la Tierra es fruto de nuestra alma. Cuando el último de nosotros esté impregnado por esa plaga que nosotros mismos hemos creado, ¿Quién podrá redimirnos de nosotros mismos?

Al fin llego a mi destino, pago al conductor con dos monedas de plata y se aleja calle abajo en busca de otro pasajero con un destino –seguramente- no menos incierto que el mío. Apenas es mediodía y el sol ya golpea con fuerza debido a la fina capa de atmosfera que nos separa del cosmos. Un fino velo que nos mantiene con vida de la incontrolable furia del universo, pero que no estamos dispuesto a mantenerlo impoluto con tal de seguir derrochando tecnología: el último juguete de la humanidad al alcance de todos. Y todos hablamos de responsabilidades; pero lo vemos como un eufemismo.
Entro al edificio que se encuentra tras de mí. Subo las angostas escaleras; en el cuarto piso oigo un recién nacido llorando: le deseo de todo corazón un mundo sano en el que criarse. Pero , que es imposible que sea ya en éste. En el sexto hay lamentos; le hacen daño a alguien. Sólo puedo esperar que no sea por mucho tiempo. Me detengo en el séptimo; golpeo la puerta hasta que me abre una mujer joven que me mira con perplejidad. Sigue tan bonita como el día de nuestra boda. A sus espaldas se encuentra un niño jugando inocentemente en la moqueta; ella me deja verlo dos veces a la semana. Sabe que a pesar de nuestras diferencias aún les quiero; que les quiero más que nada en el mundo. Saco el revolver que me vendieron en la parte trasera de una furgoneta, sin preguntarme para qué lo usaría, pues ya conocían la respuesta: les resultaba indiferente. Amartillo el arma contra aquel benévolo rostro y aprieto el gatillo; al caer contra el suelo apunto a la figura que se encontraba agazapada tras ella: abro fuego…
Oigo las sirenas a lo lejos; nunca dejan de sonar… No pido perdón ni compasión. El mundo ya no es mundo, es la materialización de la corrupción. Pero yo creo en un mundo mejor; un lugar que les habría sigo negado a estas caritativas victimas si hubiese dejado que esta corrupción del alma humana les hubiese infectado.
En este apocalipsis que nosotros mismos hemos creado, hoy he contribuido con mi granito de arena. Al menos, he salvado dos almas; las dos que más me importaban. Pero aún queda por sonar un último trueno; el que refulgirá en mi cabeza y me trasladará de un infierno a otro, no mucho más distinto de éste.

En lo onírico

Me llamo Varell, y soy un alma atormentada. Anido en las tinieblas durante el día, me alimento de silencio; sólo me comunico mediante mis manos –mucho más lúcidas que mi lengua-; y hace mucho que no he vuelto a ver un ser humano. Tampoco lo anhelo. Mi pétreo corazón, un fósil consumido de vida, me suplica que expurgue mi conciencia antes de ser exiliado a los confines infinitos, más allá del Espacio.
Yo he visto el Infierno; pero no como el de Dante, sino uno mucho más cruento y macabro: he visto el infierno del hombre. Horrores que hacen a las mentes sanas enloquecer. Horrores, que al igual que la enfermedad, destruyen tu olvido para que su marca quede latente en tu recuerdo como la tierra al cielo. Horrores, que no me atrevo a describir…
Cuando era joven lo vi, lo sufrí, y mi cuerpo mullido, arrastrando tras de sí una mente quebrajada, fue filtrándose por enormes grietas a un submundo donde el Sol, procedía del interior de la tierra. Vagué sin rumbo por sus anónimas cuevas y pasadizos; vi sombras con vida carentes de cuerpos sólidos; susurros de bocas invisibles; y aún más insólito, vi lo que en la Tierra, se ausencia. Allí, era donde las piedras cobraban vida, haciendo al mundo girar al son de su lánguida danza. Y pasó mucho tiempo, hasta que volví a añorar la luz del día. Me arrastré, como lo hace el gusano o la lombriz, hasta escarbar en la superficie y contemplar anonadado, aquel mundo que ya apenas recordaba. Mas cuando pasee por sus laderas y campos, descubrí que aquella tierra era desconocida para mí. No sabía cuánto tiempo había permanecido bajo tierra, o cuán lejos hubiese podido llegar; pero lo que en ese momento tenía ante mí, aquel inusitado paisaje, hacía de la poesía algo vulgar.
Y decidí permanecer en aquel mundo de ensueño, de verdes praderas, de campos de colores; bajo aquel cielo protector que nos mece al son de la eternidad. Un mundo onírico, irrepetible, pues, es la irregularidad de la tierra, lo que hace de un lugar, algo único. Y así volvieron a pasar los días, y yo me dejé arrastrar por sus valles y colinas. Durante un breve tiempo, fui feliz. Pero al igual que mis horrores más primitivos, fui reclamado por las sombras de los subterráneos, pues ellas, más que ninguna otra cosa en el mundo, me añoraban. Y aquellos seres informes, se arrastraron por la tierra tras de mí, con su lánguida e imperecedera marcha, sin otro pensamiento que el de llevarme con ellos. Pero corrí, y aunque mis enloquecidas piernas me alejaban a cada paso, sabía que era inexorable su avance. Atravesé las montañas de basalto, los campos pétreos, el bosque de árboles invertidos, las lagunas de Atal, de las que alguna vez había oído hablar … pero siempre que me detenía a recobrar mis fuerzas, distinguía sus malévolas figuras en el horizonte, con sus ojos invisibles clavados en mí. No tuve más elección que atravesar el desierto de los diez horizontes. Sabía que moriría, pero mejor aquello que volver a verme arrastrado al exilio de la luz.
Para mi consuelo, los seres de los subterráneos se detuvieron a la frontera del desierto. Me vi liberado de mis perseguidores para verme acechado por el calor del sol, el frio de la noche, y el croar de las ranas que se escondían bajo tierra, jugando con mi cordura más allá de lo inimaginable. Su carne podría darme fuerza y su sangre mitigar mi sed, pero por más que escarbaba en la abrasadora tierra, ninguna se dejó atrapar si quiera por mi mirada. Me reciclé a mí mismo durante largo tiempo hasta que al fin, al onceavo horizonte, desapareció la tostada arena para dar paso a la estepa prometedora de vida. Mis fuerzas me abandonaban; miles de manchas luminosas confundían mi mente; hacía ya mucho que caminaba a cuatro patas y dejé gran parte de mis recuerdos esparcidos por la arena. Fue entonces cuando tropecé con el primer ser vivo desde que me interné en el desierto: un anciano, de ropas humildes y espesa barba, me miraba compasivamente sin mediar palabra. Vi que entre sus manos sostenía cuidadosamente algún tipo de roedor. Le supliqué que me lo entregara para alimentar mi consumido cuerpo y saciar el hambre, que como un perro voraz, me rugía desde las entrañas. Él me habló en una lengua inconcebible y sacó de una vieja bolsa de cuero que llevaba sobre el hombro, unas hortalizas casi marchitas y escasas. Lo miré con odio, aparté con desprecio su mano con su raquítico ofrecimiento y me arrastré hacia las lindes del bosque de más allá dándole la espalda a aquel repulsivo ser.
Primero me alimenté de los hongos violetas, pues sabía de sus formidables propiedades. Cuando gané algo de fuerza, di caza a los pequeños roedores; después a las aves, y más tarde, a los extraños monos sin bello y de orejas enormes y pardas que por allí habitaban. Escuché el consejo de la Naturaleza y le hice caso. Me volví aún más depredador y salvaje de lo que había sido nunca, hasta que una espesa capa de bello negro me cubrió toda la espalda y mi barriga se iba abultando cada vez más. Fui temido durante largo tiempo, mas nadie se atrevía a cruzar aquellos paramos. Era la Criatura del bosque Ugur, y así, hice que naciera una nueva leyenda entre los hombres.
Luego el Hombre se hizo más listo y me expulsó del bosque con humo. Huí despavoridamente hasta llegar a un pueblo de hombres llamado Piedras; pero mi desnudez y mi nuevo aspecto los aterrorizaría hasta el punto de querer darme caza. Esperé pacientemente entre las sombras hasta que uno de los habitantes se alejó del resto y me abalancé sobre él hasta dejar tan solo los huevos. Luego me vestí con sus ropas y ocupé una de las casas, donde también di muerte a sus moradores. Allí permanecí oculto, dejándome ver fugazmente en contadas ocasiones, y no abandoné el pueblo hasta haberme alimentado de todos sus habitantes.
Y supongo que, al haber permanecido tanto tiempo junto a los hombres, aunque solo fuese para alimentarme de su carne, mi conciencia volvió a tomar voz propia y comencé a sentir repulsión conmigo mismo. Decidí firmemente que jamás me volvería a alimentar de una forma tan salvaje, por lo que mi peregrinaje se volvió lánguido y tortuoso por la falta de alimento. Perdí gran parte del bello que cubría mi espalda, mis dientes se achicaron y fui perdiendo volumen hasta que la piel casi rozaba los huesos. Mas mi prominente barriga, la que había crecido desde mi estancia en el desierto, no se achicó lo más mínimo. Al contrario, fui alimentando nuevamente al perro que crecía en mis extrañas con el hambre diaria, hasta que ya no pude continuar con ese lastre y me dejé abandonar a lo sombra de un gran árbol que había junto al camino. El dolor de mis entrañas aumentó considerablemente al llegar la tarde; sentía como unas invisibles garras me iban desgarrando desde dentro. Con la luz del crepúsculo las primeras gotas de sangre tiñeron mi ropa. Unas gañas aparecieron en mi vientre y arañaron la piel hasta crear un butrón suficientemente grande para dejar asomar el hocico de un perro. Luego se abrió paso a empellones y mordiscos hasta que consiguió sacar todo su cuerpo, aún palpitante con mi sangre. El animal me miró durante unos segundos y se alejó dejando tras de sí una estela de sangre. Me aferré al tronco que me sostenía aguardando la llegada de la muerte para poner fin a mi sufrimiento cuando el suelo se desprendió ante mí, y de su abismo emergieron, con su lánguido rectar, las criaturas de los subterráneos que me envolvieron con hojas y gusanos. Después me arrastraron hasta el abismo y me dejaron caer en el vacío de donde nace la nada.
De haber sabido en aquel momento que aquello me sanaría de mis heridas, jamás hubiese permitido que pusieran sus manos sobre mí. Desde entonces llevo eones vagando entre tinieblas; saliendo brevemente al exterior en las noches más oscuras, cuando la luz no hiere mi resentida visión y mi pálida piel, para así saciarme con los olores del pasado que tan gratamente, almidonan mis recuerdos y mitigan mi sufrimiento. Mi única compañía soy yo mismo, al que me escribo y prometo, que aunque fui hombre, jamás volvería a ser uno de ellos.
Pero sé que mi tiempo llega a su fin, mucho más tardío que al resto de los seres vivos, y solo espero que mi exilio del universo, se vea compensado con el olvido, que hace tiempo me arrebataron.

La Fiesta de la Vida

Dominique Maurier se levantó a las 8.15 como todas las mañanas para barrer las escaleras del rellano y sacar los contenedores de basura a la calle. Luego se sirvió un café con media tostada untada en mantequilla y se sentó plácidamente en una destartalada hamaca a leer el periódico con la puerta de su habitación abierta, a la espera de que algún inquilino fuera en su busca para subsanar algún pormenor de los que son tan frecuentes en los edificios antiguos. Dominique llevaba a rajatabla esta rutina desde hacía ya más de cuarenta años. Era la única vida que conocía; la única que quería conocer: un onírico mundo donde él era el rey, el mecanismo que hace girar meticulosamente las aspas de un reloj ya anticuado.

El edificio sólo daba cabida para cinco viviendas. Pero Dominique era bastante exigente con quienes las podrían ocupar; no permitía parejas fuera del matrimonio, extranjeros, músicos ni a ciertas clases sociales. Pero los malos tiempos no sólo te recortan el presupuesto, sino también los principios y valores. Y la verdad es que un hombre con poco dinero no se puede costear demasiados principios. Es por eso que aquella mañana se levantó antes de su hora, agitado por el nerviosismo y la impotencia, pues no tuvo más remedio que alquilar el ático a un grupo de jóvenes que vivirían en comuna, seguramente, entre drogas y libertinaje.
Cuando llegaron con el furgón de la mudanza el anciano casero quedó sorprendido al ver que apenas descargaron muebles; unas pocas sillas, una mesa de mimbre y unos cuantos catres. Lo que sí descargaron fue una cantidad asombrosa de lo que Dominique calificó inmediatamente de basura. Se quedó inamovible apoyado en el marco del portal contemplando con los brazos cruzados y el ceño fruncido la mudanza de los nuevos inquilinos. No recibió de éstos más saludo que una inclinación de cabeza; lo que hizo que aumentara todavía más el desprecio que ya sentía por esa gente.
Pensó que lo mejor sería llamar la atención de los jóvenes y repetirles las reglas del edificio con un tono aún más severo que cuando lo hizo la primera vez, pero en ese instante entraron en el portal la familia que se alojaba en el 4º B: un hombre de mediana edad, de notable cultura y posición, su mujer, reservada y amable, y su pequeño hijo de diez años; demasiado remilgado y repelente para la aprobación del anciano. Saludaron amablemente al casero y el padre, Kassovitz, se acercó a éste para charlar un poco como hacía de costumbre. El niño le dedicó una alegre sonrisa mientras subía las escaleras con su madre, lo que le hizo comparar a tan educados inquilinos con aquellos greñosos del ático.

-¿Los nuevos? –Preguntó el señor Kassovitz.
-Sí… -respondió molesto- Los nuevos.
-Bueno, Dominique –dijo con una sonrisa-, son raritos, pero seguro que no son mala gente.

Dominique se limitó a mirarlo fijamente durante unos segundos y volvió su rigurosa mirada a la tarea de los nuevos inquilinos. Saltaba a la vista que el viejo casero estaba algo más que molesto en esos momentos.

-Eres un buen casero, estoy seguro de que sabrás dominar la situación. -Kassovitz dio unas palmadas en el hombre de su amigo y subió a su casa.


Al día siguiente, la señora Allegret –una anciana de ochenta años que vivía sola en el segundo piso con su gato Missi- se quejó a Dominique por los ruidos que salían del ático pasada la medianoche; un tenue gemido que se confundía ocasionalmente con el mundanal sonido de la calle. Pasó tanto miedo que estuvo a punto de llamar a la policía, pero resolvió que eso era competencia del casero, pues nadie más que él es el responsable de lo que ocurriera en el edificio. La queja, la primera de ese tipo que ocurría en su edificio, lo enfureció tanto que subió las escaleras hasta el ático y aporreó la puerta con ahínco. Tras unos minutos la puerta se entreabrió unos centímetros y asomó el rostro ojeroso y abatido de uno de los jóvenes.

-¿Qué pasa?
-Greñoso, no me vengas con cuentos. Abre la puerta ahora mismo.
-Que va, tío. Esta es mi casa.
-Y un….
-Lo es mientras pague el alquiler –le interrumpió.
-Con que ésas nos gastamos, ¿no? Te lo dejaré bien claro: como uno de mis inquilinos vuelva a quejarse por el ruido os pongo a ti y a tus fornicadores amigos en la calle. ¿Estamos?
-Buenas días, señor Masie –respondió el joven mientras cerraba la puerta hubiese terminado o no de hablarle el casero.
Es Señor Maurier!


La señora Allegret ya no miraba con buenos ojos a Dominique; no había quedado nada satisfecha con la simple amonestación que el viejo casero había dado a los nuevos vecinos, pues estos siguieron con esos apagados gemidos nocturnos; demasiados afligidos para ser gimoteos de placer, declaraba Allegret. Después fue el señor Bonnel -un jubilado que vivía con su esposa en el 4º A desde hacía ya más de diez años- quien de un modo tímido y servicial -como era propio de él- se dirigió al casero para confesarle que por la mirilla de su puerta había visto varias noches alternas a los nuevos inquilinos salir a la calle a horas tardías y volver a hurtadillas con varias bolsas de basura. Y había algo que le inquietaba más, desde hacía unos días había escuchado un extraño cántico que duraba todas las noches desde las 11.30 hasta las 12.00 de la noche. Estaba seguro, le dijo señalando con un dedo al ático, que esos tipejos cantaban a Satanás, o, ¿Acaso no era eso frecuente entre esos jóvenes demasiado “guais” para la vida decente?
El color del rostro de Dominique había cambiado de color notoriamente mientras el señor Bonnel le contaba todo lo que había visto. Nunca, jamás en su vida, había presenciado nada igual en su edificio. Estaba claro que algo ocurría con los nuevos inquilinos y esta vez no se limitaría a una reprimenda tras la puerta entornada.


El agente de policía hablaba con Dominique sin prestarle demasiada atención mientras revisada la jauría de papeles que estaban esparcidos por su mesa. Sin duda era frecuente que ancianas y viejos cascarrabias fueran a quejarse a la comisaria por los molestos vecinos.

-Señor Maurier, son jóvenes, es normal que den rienda suelta a su libido. Y por lo que me dice, son modositos; sólo gimen. Debería escuchar a mi mujer. Dios… parece que estén degollando un maldito cerdo.
-Pero agente -dijo Dominique algo indignado por los comentarios del policía y su negativa a ayudarle-, molestan a mis inquilinos. La señora Allegret es ya muy mayor y se asusta fácilmente. Y no son sólo los gemidos, también es esa terrible humedad que hay en todo el edificio desde hace unas semanas; jamás había ocurrido tal cosa hasta que llegaron ellos. ¿Y si me están destrozando el piso? Y esos canticos me sacan de mis casillas. No permitiré adoradores del diablo en mi edificio; vive Dios que ni a uno sólo… Y no dejan de meter y sacar basura. Sacos y sacos de basura. ¡Mierda, coño! ¡Mierda en mi edificio!
-Un gato en celo a las cinco de la madrugada también acojona lo suyo de vez en cuando, Señor Maurier. Y como ve, no nos deshacemos de los gatos de toda la ciudad por eso. También tienen derecho a rezar o cantar los que les salgan de las narices, es un derecho constitucional. Y por lo que me cuenta, su edificio ya es bastante antiguo, ¿qué esperaba, que durara siempre en buen estado?

Dominique cogió su sombrero y se levantó bruscamente del asiento sin que el agente de policía se sintiera mínimamente indignado por su salida. Tenía mucho trabajo, demasiado como para estar escuchando disputas de vecinos. Dominique no miró hacia atrás en ningún momento, no suplicaría a ese vago funcionario. Él siempre se había ocupado de sus asuntos y así debería seguir siendo. Ir hasta allí fue un error.


Al llegar al edificio, el Señor Kassovitz se encontraba en el portal fumando plácidamente. Al ver al casero, sacó el paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo. Dominique lo aceptó con una media sonrisa y le preguntó:

-¿Lorella ya te ha echado de la casa?
-Ya lo creo que sí –respondió sonriendo-. Cualquiera se queda con ella allí dentro mientras prepara la comida. No he visto mujer más enérgica y resuelta a la hora preparar la carne. No entiendo cómo el pequeño Mijaíl soporta su mal humor cada vez que ésta cocina.
-Le irá bien con las mujeres cuando crezca.

El Señor Kassovitz estalló en una carcajada.

-Bueno, Dominique, vuelvo adentro antes de que me riña por no ayudar con la mesa.

Dominique tiró su cigarrillo a la acera y se despidió de Kassovitz. Él también tendría que prepararse la comida. Algo sustancioso que le hiciera olvidar sus penas con los nuevos inquilinos. Sacó unos chuletones del refrigerador y los echó a la sartén aún tibia mientras cortaba unas zanahorias y acelgas para mezclarlas con la salsa. Puso la cacerola en el fuego y agitó el contenido con una gastada cuchara de palo. La mezcla de los olores hicieron que se le abriera la boca del estomago y salivase; pero el placer se tornó en repugnancia cuando una enorme araña marrón de patas alargadas cayó sobre su salsa, y luego otras dos sobre la carne. Quedó petrificado por la escena viendo como los insectos se iban quemando vivos sin comprender que diablos estaba ocurriendo. Al levantar la vista vio cómo una docena de peludas arañas estaban saliendo por el extractor del aire. Se apartó rápidamente y sacó de debajo del fregadero un insecticida que vació sobre el extractor y la hornilla.
Alguien gritó desde el piso de arriba, por lo que Dominique soltó el bote de insecticida y subió raudo las escaleras. Se trataba de la Señora Allegret, la escuchaba gritar tras la puerta, pero por más que el casero la llamaba, ésta no le abría. No tuvo más remedio que volver a su apartamento, coger las llaves de repuesto y volver a subir, ahora, entre jadeos. Al abrir la puerta la escena volvió a dejarle patidifuso en el umbral de la habitación sin saber cómo reaccionar. Una nauseabunda horda de peludas arañas trepaba por el costado del gato de la anciana mientras otras tantas la rodeaban y acosaban sin que el pobre animal pudiera zafarse de todas. La anciana corría desesperada entre gritos y sollozos tras el gato sin ser lo suficiente ágil para cogerlo; lo más que podía hacer por ayudar a su único compañero de piso era ir aplastando las arañas que encontraba a su paso. Tras unos segundos el gato comenzó a gemir de un modo lastimoso y sus cuartos traseros se desplomaron. En ese momento la anciana pudo atraparlo he intentó quitarle los insectos con la mano, pero éstas picaron insaciablemente la mano de la anciana. Al recuperar el uso de la razón, Dominique se quitó la camisa y se abalanzó sobre la anciana para liberarla de las arañas. La asió por un brazo y ambos salieron rápidamente del apartamento. Los gritos hicieron que todos los inquilinos salieran de sus casas. A lo lejos ya se escuchaba el ruido de la ambulancia o de la policía. Lorella y la señora Fontaine vieron a la anciana en tal mal estado que se acercaron a ella para intentar tranquilizarla, pero la señora Allegret no era consciente de nada de lo que ocurría en esos momentos a su alrededor; ni siquiera de las dolorosas picaduras de las manos, que cada vez estaban más hinchadas y oscurecidas. No, en su mente sólo había cabida para el gato moribundo que sostenía entre sus manos, con la boca abierta suplicando un poco de aire y los ojos enrojecidos y dilatados. Cuando el animal dejó de patalear, la anciana gritó desolada y lo abrazó fuertemente hasta el que el medico llegó y le administro un tranquilizante.
Dominique a penas podía creer lo que había ocurrido. Nunca había visto nada parecido; se flotaba la cara con la palma de la mano continuamente esperando despertar de aquella pesadilla. Entró en el rellano donde todos los vecinos discutían cómo era posible que semejante plaga de arañas hubiese invadido el edificio. El casero comprobó que todos los presentes habían tenido el mismo problema, aún sin llegar a las terribles dimensiones de la señora Allegret. Se preguntó si aquellos greñosos del ático también se habían visto afectados; levantó la mirada hacia lo alto de la escalera y pudo verlos asomados en la barandilla cuchicheando entre ellos, entre risitas… Al ver que el anciano les miraba con recelo, manifestaron su desdén por la situación y volvieron a entrar en el ático.
No –dijo para sí mismo el viejo casero-, claro que no. Ellos no han tenido problemas.


Dominique se levantó más tarde que de costumbre. No podía apartar de su mente la desgarradora imagen de la señora Allegret sosteniendo a su gato muerto. Jamás en su vida se había sentido tan perturbado, eran unas semanas demasiado raras; los ruidos, la intensa humedad, el olor, las arañas… Demasiado raro, se repetía para sí mismo constantemente, demasiado raro e innatural. Y toda la culpa la tenían aquellos malditos greñosos.
Cogió un caldero con agua enjabonada y salió de su apartamento para limpiar la barandilla de las escaleras. Necesitaba mantenerse ocupado, no podía quedarse parado dando rienda a su imaginación: sin duda, la mayor aliada de la preocupación. Cuando llegó al primer piso vio al pequeño Mijaíl junto a la puerta de los siniestros vecinos. Hablaban con el niño del mismo modo como lo hicieron con él el día que fue a darles la amonestación. Mijaíl sostenía una pequeña maraca con lo que parecía ser la cabeza de un pájaro muerto. Al darse cuenta de la presencia del anciano, el niño se dio la vuelta mostrándole una sonrisa a Dominique, en ese momento la puerta se cerró de golpe y el niño, al ver que le habían cerrado la puerta, se marchó desinteresadamente.
Dominique enfurecido ante lo que acababa de ocurrir, tiró el caldero de agua en el suelo y se lanzó hacia la puerta aporreándola y amenazándoles con denunciarlos si volvían a acercarse al niño, o quizás, no tuviesen tanta suerte y tuviesen que rendir cuentas con él y su escopeta. Más tarde bajó al piso del señor Kassovitz para advertirle de lo que acababa de ocurrir, pero éste le dijo que el niño ya se lo había contado y le prohibió volver a subir al rellano o hablar con ellos si se los encontraba en el pasillo. La maraca resultó ser de juguete, pero aún así, afirmó Kassovitz que era asquerosa y de muy mal gusto. Por último, antes de que se marchara Dominique, le dijo que deberían de tomar medidas con los nuevos. A lo que el casero contestó con un enérgico asentimiento de cabeza.


La señora Allegret fue dada de alta y regresó a su piso sin hacer más caso de la bienvenida que le daban sus vecinos que con leves saludos con la cabeza. Al pasar junto a Dominique, ésta lo miró con los ojos entrecerrados y apretó los labios, sin duda, para acallar las injurias que estaban a punto de nacer de su boca. Le volvió la cabeza y entró en su piso cerrando la puerta parsimoniosamente tras de sí. El viejo casero no podía reprimir la culpa de lo que le había ocurrido a la señora Allegret, pues si hubiese tomado las medidas oportunas para con los malévolos vecinos –pues quién sino ellos serían los culpables del sucedo - el gato de la anciana seguiría vivo. Pero, ¿qué medidas podría tomar? No había pruebas sostenibles de nada, y sabe Dios qué horrores se esconden tras sus paredes. Sólo podía esperar a que cumpliera el contrato de alquiler o dejaran de pagarlo.
Ocurrió que, tras varios días desde la llegada de la anciana, ningún vecino vio a ésta salir de su piso. Algunos inquilinos acudieron al casero para sembrarle la duda de si estaría bien la pobre anciana. Así que, por más que intentó ser razonable y darle un tiempo para que se recuperara de la impresión que sufrió, cogió las llaves de repuesto y subió para comprobar que no le había ocurrido nada. Tras varios minutos llamando a su puerta y no obteniendo ninguna respuesta, el casero introdujo la llave y entró en el apartamento. Todas las luces estaban apagadas y las cortinas echadas; llamó a la anciana pero no hubo respuesta, después pulsó el interruptor de la luz pero sin ningún resultado. Se dirigió a tientas hasta la ventana para poder correr las cortinas y cuando la luz amarillenta de la tarde inundó la instancia, descubrió horrorizado el cuerpo de la señora Allegret tendida en el sillón con la boca abierta y los ojos desorbitados, con un tono de piel azulado y la lengua colgado flácidamente sobre la comisura de su boca. En el suelo, junto a sus pies, encontró varios frascos de medicamentos casi vacíos y un pequeño charco de vomito sanguinolento alrededor. Intentó ahogar un grito, pero la fuerte impresión hacía que su cuerpo no respondiese a su razón. Se tapó la boca con las manos y cayó de rodillas al suelo. No podía apartar la mirada de la pobre anciana: una manifestación de dolor y sufrimiento; todos los lamentos de una vida amoldados sobre la carne muerta como la obra de arte de un enfermo mental. Las lágrimas cayeron sobre las mejillas del casero, las manos que oprimían su boca se volvieron hacia la mujer muerta en un acto de súplica. Más tarde el grito se tornó en llano; el llanto en ira. Y la única palabra inteligible que brotó entre los balbuceos del anciano fue: asesinos.

Salió rápidamente del piso de la señora Allegret. No llamó a la policía; tampoco pidió ayuda. Entró en su apartamento y sacó una vieja caja de debajo de la cama: una escopeta de repetición del calibre 12. La cargó con siete cartuchos más uno en la recama; cogió las llaves del ático y un antiguo crucifijo que besó antes de metérselo en el bolsillo. Subió las escaleras hasta el ático completamente decidido. No se encontró con ningún vecino en el rellano, todo el edificio parecía estar completamente en calma. Ya era hora de sacar la basura, se dijo.
Introdujo la llave en la cerradura de la puerta pero ésta se deslizó hacia adentro. No podía creer que esos greñosos, con tanto esmero que tenían en que nadie viera lo que había dentro, dejaran la puerta entornada. La empujó suavemente y amartilló el arma. Todo yacía en penumbra, pero la tenue luz del crepúsculo se filtraba por las cortinas desarraigadas. Había un olor insoportable y la humedad allí adentro era notablemente más intensa. Asomó la cabeza en la primera puerta que encontró: un cuarto de baño que parecía no había sido limpiado desde hacia meses; la bañera estaba obstruida y el agua negruzca se desbordaba por los bordes con un incesante goteo. Atravesó el pasillo y se dirigió directamente hacia el salón. Allí, encontró un panorama que ni el propio Dante se hubiese atrevido a imaginar ni en los peores de sus sueños. Dos de los jóvenes se encontraban tumbados en el suelo parcialmente desnudos, y parcialmente descuartizados. Avanzó lentamente por la habitación y se dirigió al dormitorio principal; una de las muchachas yacía sobre un colchón con todas sus entrañas esparcidas a un lado de éste. Caminó hacia atrás horrorizado y salió lentamente del dormitorio sin poder apartar su sobresaltada mirada de aquella pavorosa carnicería. Pues eso era realmente lo que parecía, el trabajo de un desquiciado carnicero. Pisó algo blando y viscoso y cayó de bruces contra el suelo. Éste estaba repleto de aquella siniestra casquería. Se llevó una temblorosa y ensangrentada mano a la boca como si ese acto fraguase algún orden en su mente desordenada. Una pequeña silueta se dibujó sobre la puerta del salón, Dominique recogió tembloroso el arma y apuntó hacia aquella persona.

-No dispares. –Dijo la voz familiar de Kassovitz.
-¿Qué….? ¿Qué haces aquí? ¿Qué está ocurriendo?

Kassovitz dio unos pasos hacia Dominique mientras éste bajaba el arma.

-Sí… eso me pregunto yo, Dominique. ¿Qué haces aquí?

El anciano, aún sentado en el suelo, miró a su inquilino de forma interrogante. Permaneció en silencio pensado en la pregunta. Pero no comprendía nada, no podía hacerlo en esas circunstancias. Por lo de Kassovitz, interpretando su desconcertada mirada, le dijo:

-Qué razón tenías, Dominique. ¿Sabes? Estos inquilinos tuyos, unos drogadictos y violadores, se ganaban su prima pasándoles drogas a pobres chiquillos en los patios de los institutos y las salas recreativas que suelen frecuentar. Aprovechándose de chicas indefensas, alcoholizándolas para… Los estuve siguiendo, no me mires así. Sé lo que digo.
>No, amigo, no. No les tengas lastima; no se la merecen. Quién sabe cuántas vidas hemos salvado quitándoles a ellos unas pocas. Piénsalo.
-Entonces, tu hijo… ¿por eso lo has hecho? Porque intentaron pasarle drogas a tu hijo.
-No -dijo Kassovitz -, Mijaíl subió para invitarles. Yo le mandé.
-¿Invitarles…? ¿Invitarles a qué? –Preguntó el casero más desconcertado aún, a lo que Kassovitz le respondió con una satisfactoria sonrisa:
-¡A la fiesta de la vida, por supuesto!

Dominique se levantó con cierto esfuerzo debido al dolor que le había invadido la espalda por la caída. Se apoyó sobre la escopeta, y le dijo casi suplicante:

- Kassovitz, no entiendo nada.
-Bueno, es que es complicado. Veras, cada lustro celebramos la fiesta de la vida; ésta es la mayor de las celebraciones que han existido jamás. La más natural, la que comparten todos los seres vivos sobre la Tierra. Pero los más fuertes, también los más decididos, son los que perduran en el Tiempo más que ninguna otra especie. Ahí tienes al cocodrilo, al tiburón, las ratas, las arañas… Que son el emblema de mi familia. Cada familia tiene un emblema distinto y apadrina a esa especie en particular.

-¿Quieres decirme… que las arañas fueron cosa tuya?
-Sí –Respondió orgulloso-. En la víspera de la fiesta de la vida se encierran varias arañas sin comida durante dos semanas. Bueno, arañas en mi caso. Y una semana antes de la celebración se dejan en libertad para que se puedan alimentar con la voracidad y fuerza que las caracteriza para que nos puedan trasmitir a nosotros esa misma capacidad. Para que nunca tengamos escases de estas prodigiosas arañas, las criamos en una vieja casa abandonada. Deberías ver lo que hacen con los gatos y vagabundos que entran en ella…

-¡Tú mataste a la señora Allegret!
-¡Por supuesto que no! Ellas intentaron alimentarse de su gato. Además, no había suficientes como para matar a un humano. Sólo soltamos unas pocas… Jamás hubiese deseado ningún tipo de mal para aquella anciana. Yo tenía pensado hacer la ofrenda con estos; es necesario para satisfacer a Madre Elämä y que se compadezca de nosotros.
-Blasfemo… Solo hay un dios: Nuestro Señor Jesucristo.
-Vamos, vamos, no seas inocente. ¿De verdad crees todo lo que ponen esos dudosos libros que lees? No. La Historia tiene alzhéimer. Sólo recuerda lo que puede; como quiere.

Dominique permaneció en silencio un momento mientras Kassovitz le miraba fijamente. Finalmente se atrevió a preguntarle lo que temía:

-¿Qué va a pasar ahora?
-Bueno… -Contestó Kassovitz negando con la cabeza-, realmente estoy en un aprieto. Créeme, Dominique, lo estoy pasando realmente mal. Todo esto lo hice por ti. Te quería echar una mano con esos odiosos vecinos. Pero ahora…
-No lo dudo… asesino.
-Tú eres un buen casero… Esto me entristece, te lo aseguro. Pero compréndelo, cualquiera no puede entrar en nuestro culto. Yo lo heredé únicamente por parte de Lorella; cuando entras en la familia de un miembro, también te adoptan en su religión.

Dominique se sobresaltó, pues no había pensado en Lorella hasta ahora. “No he visto mujer más enérgica y resuelta a la hora preparar la carne”.

-¿Dónde está ella? –Preguntó sobresaltado.
-Lo siento… -Dijo su fiel inquilino un momento antes de que la mujer, que había estado en la cocina destripando a otro de los jóvenes, apareciera tras de sí con un delantal teñido de rojo carmesí y le golpeara en la cabeza con un gran mazo de madera.

-Mathieu –dijo Lorella jadeante mientras se agachaba junto al anciano inconsciente-, no lo sientas. Esta gente está descompuesta por dentro. Tienen los órganos consumidos. Quién sabe las enfermedades que tendrán. Y ya no queda apenas tiempo… Piensa en Mijaíl.

Kassovitz negó tristemente con la cabeza sin apartar la mirada del viejo Dominique.

-Era un buen casero…


En la sala de estar de casa de los Kassovitz se extendía una larga mesa cubierta por un delicado mantel de seda y cubertería de plata. Los candelabros daban un toque apacible y elegante a la mesa. En el centro de ésta, un gran bulto se hallaba cubierto por un gran plástico humeante. El padre precedía la mesa con su mujer a su izquierda y su alegre hijo a la derecha. Lorella miró sonriente a su esposo indicándole que ya era la hora de cenar. Éste se levantó de su asiento y retiró el plástico que envolvía el calcinado cuerpo desnudo del anciano casero del edificio: acuclillado, con la boca completamente abierta y el cabello quemado por el intenso calor del fuego. Varios aderezos fueron colocados minuciosamente a su alrededor y sobre la espalda llevaba clavadas varias de aquellas extrañas maracas con cabezas de gorriones. El ave, uno de los animales que simbolizaban el alimento imperecedero de las especies dominantes. Kassovitz hundió el afilado cuchillo en el muslo del anciano y le ofreció un suculento trozo a su hijo, el cual, le extendió su plato con una satisfactoria sonrisa.

-Feliz fiesta de la vida, papá.

Mi Amigo Moyo

Los gritos se elevaban por toda la casa; gritos de una voz furiosa y desenfrenada que castigaban los oídos del pequeño Mario de 6 años. El motivo de tal reprimenda fue el no haber recogido sus juguetes del suelo del salón, ¡pero es que él tenía pensado seguir jugando después de almorzar! Y tras intentar sofocar los gritos de su irascible madre y hacerle comprender sus propósitos futuros, le envió de cabeza a su habitación sin televisión ni postre.
Mario subió a su dormitorio dando un fuerte portazo al entrar en éste, y una energúmena amenaza subió por las escaleras prometiéndole una zurra como hiciera un ruido más. Mario se paseó furioso por la habitación mascullando lo injusta y estúpida que es la vida y soltando algún que otro puntapié a los muebles de en rededor. <> Se desplomó en la alfombra e intentó sofocar las lágrimas ocultando la cara tras sus manos <>.

Al principio no pudo notarlo, pero conforme se iban disipando sus ahogados gemidos y el ruido del exterior volvía a hacer presencia en su cosmos, pudo oír un “chist” que parecía reclamar su atención. Se destapó la cara y miró a su alrededor buscando el origen de su llamada. Primero miró hacia la puerta, pero ésta permanecía cerrada; seguidamente a la ventana, pero sólo se veía el cielo y tejados. Un nuevo ruido hizo que se volviera y descubriera debajo de la cama a una extraña criatura tan negra y diseminada que su piel parecía hecha de sombras; de cuerpo flaco con extremidades largas, y aún más alargadas tenía las manos y los dedos. Sus ojos eran discos grandes y blanquecinos con un lunar en el centro; una enorme y afilada sonrisa repleta de dientes y unas orejas largas y puntiagudas.
Un escalofrió recorrió la espalda de Mario y le hizo dar unos apresurados pasos hacia atrás. Pero su curiosidad –tan propia de niños y de gatos- le incitó a agacharse y acercarse lentamente hasta el extraño ser que se encontraba agazapado bajo la cama.

-¿Qué eres tú?- Preguntó el chico con aire dubitativo.
La criatura estirazó aún más su sonrisa y le respondió:
-Yo soy Moyo.
-No –se intentó corregir el chico como si fuese él quien equivocó la pregunta-, Que qué eres tú.
-Moyo –volvió a responder-. Y tú, ¿qué eres?
-¡Yo soy un niño! –Dijo Mario sorprendido por tal ignorancia.
-¡ Uniño! –Gritó la criatura.
-No –dijo el chico con cierto disgusto por la falta de comprensión de aquella cosa-, yo soy un niño, y me llamo Mario.

Moyo cambió súbitamente su semblante por uno más compasivo y alargó su larga mano para posarse sobre la del chico, pero éste la apartó rápidamente dejando la extraña mano posada en el suelo.

-¿Por qué te gritaba? –preguntó Moyo.
-¿Qué? ¡Ah, mi madre! Porque dice que me porto mal… Y me ha dejado sin postre.

Moyo se revolvió bajo la cama durante unos segundos y volvió a sacar la mano con una pelusa, ofreciéndosela con una enorme sonrisa al niño.

-¡Puag! ¡Qué asco! ¡Yo no como pelusas!

La criatura se encogió de hombros y se llevó la pelusa a la boca.

-¡Eres un cochino, Moyo! –Gritó Mario estallando en carcajadas, a las que se le unió las de la extraña criatura, con una risa aún no menos extraña de sonidos agudos y penetrantes.

--

-¡Arena, le ha estado dando de comer arena al gato!
-Vaya… vaya con el niñico… -Dijo el padre de Mario haciendo aspavientos de desesperación.

Mario permanecía callado con la mirada clavada en el suelo. Él solamente quería dársela a probar por si acaso le gustaba. ¿Qué tenía eso de malo? Cosas más raras comía Moyo.

-Mario, haz el favor de mirar a tu madre a la cara mientras te habla –Dijo severamente el padre.
-Sí…
-Que en qué estabas pensando para darle de comer arena al gato –le preguntó la madre, casi haciendo rechinar los dientes.
-Pues, ¿no me dices tú que hay que probar cosas nuevas siempre? Y –continuó con su defensa más seguro de sí mismo ahora que creía tener la lógica de su parte-, ¿acaso no les vuelve loca a las plantas la tierra? ¿Eh?
-Este niño es tonto –Confesó tristemente el padre.
-¡Mario, las plantas no se comen la tierra; beben agua! ¡Y el gato no es una planta!
-Joder… -Respondió Mario cansado de tanta discusión. Respuesta que hizo que los ojos de su madre casi saltaran de sus órbitas y con un fuerte grito lo mandó a su habitación.
-¡Pos me voy! –Gritó indignado y subiendo velozmente hacia su habitación.

El niño se arrojó contra la cama y comenzó a llorar sin consuelo. Fue expurgando su dolor con lágrimas y llantos hasta que el cansancio le hizo ir cesando y sumirle en un ligero sueño. Su única consolación vino de debajo de la cama con forma de un brazo raquítico que lo meció hasta quedarse profundamente dormido.

--

Los padres de Mario hablaban en la cocina sobre su hijo ahora que él estaba jugando en su habitación. La madre estaba preocupada por la conducta de su hijo; nunca salía de la casa, no tenía amigos, ahora hablaba solo y se había creado un amigo imaginario.

-A ver mujer, -intentaba consolarla el marido- ¿no ves que eso es muy propio de los niños de su edad? Además, ya veras como vuelve a hacer amigos cuando empiece la escuela.
-Pero me preocupa, –contesto la madre- me preocupa…
-Vamos, déjate de tonterías. Llama al niño para comer.

La madre subió las escaleras y avanzó lentamente por el pasillo. Desde el otro lado de la puerta del niño se escuchaba a éste riendo. Estaba contando en voz alta y hablando apresuradamente. Abrió la puerta y vio al niño tumbado en el suelo con un tablero de parchís enfrente de la cama. El niño la miró riendo.

-Vamos Mario, está la comida.
-¡Bien!

El niño se levantó y bajo las escaleras corriendo mientras la madre miraba desconcertada el tablero de juegos.

--

El niño lloraba tumbado en el suelo, junto a la cama. De debajo de ésta unos enormes ojos blancuzcos le miraban fijamente sin parpados con los que pestañear.
-No es justo, Moyo. –Decía el niño entre jadeos- Que me tienen harto con tanto “Mario no hagas”, “Mario no digas”, “Mario no dejes de hacer”… ¡Y ya me tienen harto, Moyo!

La criatura alargó una mano con su enorme sonrisa y con un dedo levanto el mentón del niño, diciéndole:
-No hagas ni digas, y así, no lloraras.
-¡Oh, tú también, Moyo! ¡Tú también regañándome!
-No… -respondió tristemente la criatura.
¡Ay, Moyo! –gritó el niño afligido buscando los raquíticos brazos de aquel ser para buscar consuelo en su único amigo.
-Uniño…

--

En la repisa del salón se encontraba ahora empotrado un balón de futbol. Hace unos segundos, ese lugar estaba ocupado por la foto de la boda de los padres de Mario. Mas ahora la foto se encontraba tirada en el suelo con un reguero de cristales alrededor, semejantes a los curiosos que acuden en masa al lugar del accidente.
La cabeza de Mario asomaba por el marco de la ventana sostenida por un pequeño cuerpo tambaleante. Aguardaba expectante lo que en unos segundos sería el grito de su madre al descubrir lo irreparable de la situación. Un grito, que él muy bien sabia, traería guerra.
Y así fue, pues después del grito, su madre lo agarró del brazo gritándole lo gamberro que era, mientras lo atraía hacia sí. Lo inclinó sobre su regazo con violencia, y dos golpes sordos anunciaron el dolor inminente que se extendería por sus nalgas.
-¡Te dije que te estabas ganando la zurra de tu vida! ¡Pero no me querías hacer caso!

El niño, tras los segundos de confusión que se adueñaron de su mente, fueron paulatinamente reemplazándose por el escozor de las cachetadas de su madre. Entonces perdió el uso del habla y rompió en llanto sin saber qué otras palabras podrían expresar mejor su humillación y dolor. El niño subió rápidamente las escaleras en busca del refugio que sólo era capaz de proporcionarle la quietud de su habitación. Mientras tanto, la madre recogía la foto y los cristales rotos con escurridizas lágrimas que intentaban escapar del dolor que se fraguaba dentro de su cabeza: más de pesar por el niño, que por la foto.

-¡Moyo! –Gritó el niño al cerrar la puerta de su habitación- ¡Moyo, que me ha pegado!

Se arrojó a los pies de la cama alargando los brazos bajo ésta. La criatura los agarró con ternura y le acarició el cabello. El niño se levantó violentamente y comenzó a pegarle puntapiés a sus juguetes.

-¡Los odio, a los dos! Son muy malos… no me quieren.
-Yo sí te quiero, Uniño –Contestó la criatura.
-Pero solo tú. ¡Ay, Moyo, si no fuera por ti, me iría de esta casa para siempre!

La criatura alargó los brazos invitando al niño a acercarse. Mario dio otra patada a un camión de juguete que había cerca y se sentó frente a la cama con los labios apretados mientras la criatura posaba sus manos sobre las del niño.

-Ojala se mueran –dijo Mario.
-¿Serías feliz? –preguntó la cosa. El niño no contestó; permaneció con los ojos clavados en los invisibles pensamientos y los labios apretados conteniendo los improperios.
-Si se mueren, -continuó Moyo- ¿dejarías de llorar?
-Sí… –Dijo el niño inconscientemente.

La criatura lo miró sonriendo, y dijo:

-Entonces haré que no llores más.

La extraña criatura salió de debajo de la cama dando un brinco; su cuerpo alargado de cabeza y extremidades desmesuradas se abalanzó hacia la puerta abriéndola de un golpe y corriendo insólitamente por el pasillo. Mario quedó petrificado en el suelo con la vista clavada en la puerta abierta. No podía creer lo que había dicho y menos aún lo que acababa de ocurrir. Se puso en pie lentamente, y, como si su cuerpo hubiese sido envuelto por una capa de hielo que le impedía el movimiento, fue desperezándose lentamente y apresurando cada vez más los pasos a través del pasillo. Cuando vio la mesilla que había junto a la escalera tambalearse, -indudablemente por le paso de la criatura por el lugar- sus pies ya arrancaron en un desenfrenado trote escaleras abajo. Vio a la siniestra mancha cruzar el marco de la puerta del salón, corrió aún más veloz, pero al entrar en la habitación sólo vio a su madre sentada en el sillón sosteniendo la marchitada foto de su boda entre sus manos.
El niño miró con desconcierto a su alrededor, pero no había ni el menor rastro de Moyo. La madre levantó la vista y miró con los ojos empañados a su hijo sin mediar palabra. Mario avanzó lentamente hasta ella sin dejar de mirar por cada recodo de la habitación.

-Mami, lo siento. –Dijo a modo de excusa para que no lo mandara de nuevo a su habitación. Ella lo estrechó con fuerza mientras sollozaba y también le pedía disculpas por haberle pegado, y mil cosas más a las que Mario no prestó la menor atención; pues ésta, estaba concentrada en el salón y en cada mueble que pudiera ocultar la presencia de tan enigmático ser. Pues era consiente, que desde ahora, le tocaría a él preocuparse de sus padres y su bienestar.

Palabras mencionadas de una mente extraviada

Cuanto más ruido hay a mi alrededor, mejor escucho lo que hay dentro de mí. Es por eso que en estas horas aprovecho y me pongo a escribir. Pero, a veces, me atasco y no sé cómo explicarlo; es así que descubrí que la carencia de palabras limita la expansión de nuestra alma. ¡Y mil cosas que me quedan aún por decir! Pero que ahora sólo conozco unas pocas, y mañana espero descubrir algunas otras.
Como que los pecados son espinas que se nos clavan muy adentro, y a veces, no basta con pedir perdón para expulsarlas; es por eso que en vez de seguir hurgando para sacarlas, más vale poner tu atención para no ensartarte con otras. O que a veces para ser mejor persona, es preferible acordarte de cuando eras pequeño –con esa ternura y ese anhelo-, que buscar consejos impersonales, de libros aún más ajenos.
Y he tardado veinticinco años en curarme de la televisión, y descubrir que no necesito tanta información como me dan. Que la misma veracidad encuentro en un cuento de Poe que en el testimonio de Fulanito (que le pasa de todo).
También que la música es importante, pues cuando carecemos de medios para aflorar algún sentimiento, las cuerdas de una guitarra resultan más precisas que las de nuestra garganta.
Y ahora me gusta mirar por la ventana, y aprovechar el paisaje; pues mañana cambiara su geografía y solo podrá ser acogido en mi recuerdo.
¡Y ay qué pánico le tengo a la puerta! Pues a diferencia de la ventana, cuando cruzo el umbral formo parte de Eso, que muchas veces no entiendo, y otras muchas veces, me dejan a su cargo.
Y sé, que la vida es precaria, y que en tan poco tiempo tengo que resolver un enigma que yo mismo me formulo, pero que no entiendo.
Entonces es cuando encuentro el alivio en tu mirada, pues de tan bonita que eres no pude evitar fijarme en tus ojos; así descubrí que no soy el único que está confundido, sino que todos caminamos como perdidos.

Las Extrañas Tierras de Karahän

He estado fuera, pero ahora he regresado. El calendario sólo marcar tres semanas desde mi partida, pero parecen haber transcurrido eones. ¿Dónde he estado? No sabría decirlo. Cómo llegué allí escapa a los límites de la comprensión humana. Sólo puedo decir que he despertado de un sueño del que no puedo juzgar si fue benévolo o todo lo contrario.

Todo ocurrió una noche en la que decidí ir al cine a última hora; al salir de allí, mi reloj marcaba las 2.30 de la madrugada. Como el cansancio ya me estaba reprimiendo opté por tomar un atajo hasta mi casa por los lugares menos frecuentados de mi barrio; y como éste es un barrio de buena casta, nada temí a la hora de aventurarme por sus angostos callejones. Cuando ya estaba bien adentrado en la Calle Ignota noté como las farolas alumbraban cada vez menos. Me di la vuelta algo inquieto por la falta de luz y sopesé la posibilidad de deshacer lo andado cuando me di cuenta de que por donde había pasado ya no estaba alumbrado. Lo achaqué a un posible fallo de la compañía eléctrica y supuse que no tardaría mucho en apagarse toda la calle. Apreté pues el paso para salir de allí lo antes posible, pero como bien había supuesto, las luces de la calle se apagaron y quedé sumido en las más oscuras tinieblas.
No puedo precisar cuanto tiempo estuve caminando por la recta e interminable calle, cuando percibí en las paredes un tenue fulgor blanquecino. Miré al horizonte y pude ver como el cielo comenzaba a clarear. Cuando la luz fue suficientemente intensa como para distinguir lo que había en mí alrededor, observé con detenimiento las paredes de la calle; éstas estaban mohosas y medio derrumbadas, no había ni una sola ventana en todo el camino y el suelo dejaba de estar asfaltado y pasaba a ser un camino de tierra y guijarros. Al volver la vista atrás comprobé con cierto pavor, que el final del camino seguía envuelto en la más tenebrosa oscuridad. Fuera lo que fuere, me veía obligado a continuar mi camino en pos de la mañana.

Así, lo que parecía no tener fin, desembocó en una ladera de extraños árboles compuestos tan sólo de tronco y raíces (dando la impresión de que hubiesen nacido boca abajo); los había de todos los tamaños: tan grandes como edificios y otro más o menos de mi estatura. Mirara a donde mirara, todo estaba compuesto por este incomprensible paisaje, que tan sólo era alterado por los dos enormes muros de piedra que componían el callejón por el que me había adentrado y que se perdían hasta el horizonte. El olor del lugar era acre y la tierra que pisaba parecía imperturbablemente húmeda, pese a que el sol apretaba con fuerza. Todo cuando me rodeaba parecía intangible, y aun así, ahí estaba.
Como allí no había nada que comer y estaba más hambriento que fatigado, decidí bajar la ladera en busca de un nuevo paisaje más provechoso para mis necesidades. Tras casi una hora de camino, divisé un pequeño valle en el que creía haber reconocido personas. Cuando al fin pude alcanzarlo me percaté de que aquellos hombres eran todos ancianos. Sus casas estaban construidas con paja, ramas y barro; algo similar a los nidos de las golondrinas. Trabajaban la tierra con un arado completamente de madera. Su cultivo estaba compuesto íntegramente de unas extrañas hortalizas semejantes a los canónigos, que por lo que pude comprobar posteriormente, eran su único alimento; mas por inverosímil que parezca, estas plantas saciaban tanto el hambre como la sed.

Estos ancianos, pese a la barrera del idioma, me acogieron con bastante regocijo en su pequeña comunidad y dejaron todos sus quehaceres el día de mi llegada para construirme una de aquellas extrañas moradas. Decidí quedarme con ellos, pues para serles sinceros, aquel lugar ofrecía una paz y armonía jamás imaginada. El alimento, aunque escaso, poseía todos los nutrientes que necesitaba mi cuerpo para vivir sanamente. Los ancianos me enseñaron a cultivar la tierra, mantener la choza, me enseñaron el infinito placer de formar parte de aquella tierra como si de un solo organismo se tratara, me indicaron caminos por los que jamás debería adentrarme, y lo más extraño, a cavar rápidamente agujeros en la tierra y cubrirme con la arena de tal forma que mi cuerpo quedase completamente sepultado y en una posición que me permitiese respirar con la menor dificultad. Y he reconocer, que la primera vez que vi al viejo Toyen -aparentemente, el más anciano de ellos- enterrarse bajo la tierra, estallé en irrefrenables carcajadas. Pero el severo semblante de los demás ancianos ante mis burlas, y el perseverante interés por Toyen en que aprendiera a enterrarme, hicieron que me estremeciera al imaginar a qué, o quién, temerían tanto como para esconderse de esa manera.
Durante mi larga estancia en aquel lugar, poco es lo que logré sacar en claro de su dialecto, pues éstos, a juzgar por su fonética en el lenguaje, parecían tener distintas cuerdas vocales a las mías. Llegué a entender que la tierra en la que me encontraba se llamaba Karahän; que ellos eran “Mohís”; algunos nombres propios como el de Toyen, Sarehïn, Ardelos; y que todos temían a los Karanos.

Una mañana en la que me encontraba arando la tierra con los ancianos, apareció –como surgido de la nada- un enorme tiburón blanco a pocos metros del cultivo. Los ancianos soltaron las herramientas y huyeron despavoridos hacia las cabañas. Yo les intenté calmar en vano –pues no entendían mi idioma- de que al no estar bajo el agua ese animal estaba muerto. Me acerqué para examinarlo más de cerca e intentar descubrir como había llegado semejante bestia a un lugar como ese. Los ancianos se deshacían en gritos, o más bien, advertencias de que no me aproximara. La piel del animal estaba reseca y el morro arrugado, con sus ojos vidriosos y oscuros clavados en la nana, y la boca, aunque cerrada, mostrando una enorme hilera de amenazantes dientes. Alargué la mano para tocar ese prominente hocico rugoso cuando los ojos de la bestia se tornaron blancos y abrió las fauces en un voraz intento de arrancarme el brazo. Me aparté rápidamente alejándome unos cuantos pasos del pez sin dar crédito a lo que veía; pero el tiburón, como si de un reptil más que de un pez se tratara, rectó rápidamente en mi dirección con una agilidad espantosa. Corrí tan aprisa como pude e intente alejarme de las chozas, pero el animal estaba ganando terreno y pronto me daría alcance. No tuve más remedio que adentrarme en el bosque de los árboles invertidos para poder zafarme de mi perseguidor. Corrí durante larga rato mientras escuchaba a mis espaldas el zigzagueante avance del tiburón. Conseguí colarme por el hueco de un arraigado árbol demasiado ceñido como para permitir la entrada del pez. Pero esto no le impidió intentar colar sus fauces por el hueco. Durante unos breves minutos -que a mi parecer duraron horas- la boca del tiburón estuvo abriéndose y cerrando con violencia llenado la abertura con un rancio olor a pescado en descomposición. Cuando desistió en su intento por devorarme, se alejó lentamente entre los árboles. Pero mi sentido común me previno de nuevos ataques, así pues, decidí aguardar en mi refugio durante unas cuantas horas.

Cuando salí, el sol se estaba ocultado y un tenue resplandor ocre bañaba el bosque. No había rastro del tiburón, ni tan siquiera de sus huellas. Emprendí el camino del que creía que era la vuelta a las chozas con la esperanza de llegar antes de que me sorprendiera la noche; pero todos mis esfuerzos fueron en vano, pues pronto reconocí que estaba perdido y las primeras estrellas ya estaban saliendo de su escondite en el firmamento.
En aquel fantasmagórico paisaje bañado por el resplandor de la luna fui haciéndome más consciente de los sonidos que me envolvían. Sonidos que las primeras noches de mi estancia en Karahän me habían desvelado en más de una ocasión por la peculiaridad de su procedencia, pero a los que ahora ya estaba acostumbrado. Así pues, debido a la monotonía de caminar durante horas por lugares tan parecidos entre sí y acostumbrar mis oídos a los susurros del silencio, percibí el inconfundible (aunque lejano recuerdo) fluir de un arroyuelo. Me dirigí con vivo interés hacia el afluente que no creía jamás que vería en semejantes lares; más cuando llegué a mi destino mi respiración se ausentó durante unos segundos –como queriendo esconderse de las terribles imágenes que divulgaban mis ojos- y quedé petrificado en el sitio sin poder apartar la mirada de las colosales criaturas que se alzaban ante mí. Enormes cefalópodos de piel viscosa y reptante; con ojos gigantes que retenían en sus pupilas la espectral luz de la luna, de colosales tentáculos sin ventosas pero alargados y agiles como las serpientes. Estaban segregando una sustancia glutinosa que se extendía por todo el valle de más abajo. Desconozco cual será el propósito de esta función, pero parecía ser, por el interés de mantenerlos todo húmedo, el nido de aquellas criaturas.
Estaba completamente convencido de que aquellos pulpos debían de ser los Karanos.
Una de esas bestias emitió un gutural y denso sonido casi melódico, algo que hizo que las demás criaturas se alteraran y me sacara del sopor que se había adueñado de mí. De repente el pulpo se abalanzó hacia donde me encontraba estirando sus enormes tentáculos. Corrí desenfrenadamente a través de aquel laberinto de arboles y perseguido ahora por una legión de tentáculos de los que no había manera de esconderse de ellos. Entonces lo recordé; hice un butrón en el suelo como me habían enseñado los ancianos y me cubrí torpemente con la tierra desechada.
No puedo describir la angustia y el sopor de escuchar el ruido sordo de aquellos temibles tentáculos palpando la tierra al mí alrededor. Creo que fue entonces cuando caí desmayado, huyendo así, de una locura irremediable. Al despertar me zafé de la tierra amontonada sobre mí he inspeccioné el lugar en busca de aquellas terribles criaturas.
Sin comida y sin nada con lo que poder orientarme, caminé durante días por aquellas extrañas tierras de las que hoy creo haber soñado. No volví a ver rastro de vida en todo mi camino y no fue hasta el amanecer del tercer día cuando encontré la aldea de los ancianos. Pero ahora, allí tampoco había rastro de vida. Las chozas estaban vacías y el huerto recolectado. Ni ropas ni utensilios de ninguna clase. Seguramente habían abandonado el lugar dándome a mí por muerto y emigrado a algún sitio más pacifico.
Ahora las tierras de Karahän me resultaron desiertas e inhóspitas. Igual que la primera vez que llegué hasta allí. Sin los Mohís no había nada en aquel lugar que reclamara mi atención; es por eso por lo que volví por el camino que me llevó hasta allí la primera vez y me adentré por las enormes pareces de la calle Ignota.

Tras un último día de camino, volví aquí, a lo que antaño llamé hogar. Regresé a mi casa he inventé una historia absurda de mi fuga. Intenté volver a hacer mi vida, pero ya es imposible. Me resulta insoportable esta existencia banal y precaria. Es por eso que estoy escribiendo estas líneas, a modo de testamento. Hoy volveré a adentrarme en la calle Ignota y regresar a mi amada tierra. Recorreré sin descanso sus hostiles bosques y laderas sin más propósito que el de reunirme con los ancianos Mohís. Los encontraré o me encontrarán a mí los Karanos, tiburones o demás amenazas desconocidas que por sus tierras acechan.
Prefiero morir alimentando a las criaturas de quimera antes que ser victima de los innumerables horrores de los que es forjador el ser humano. Sé que reniego de mi raza y que huyo de mi naturaleza, pero ¿acaso nuestros sueños no son tan tangibles como lo que llamamos realidad?
Un día los planetas y las galaxias se formaron desde lo inmaterial; hoy, regreso al seno de mi existencia.

La Casa Vieja

Empezaba a llover nuevamente y el aire se enfriaba con cada minuto que pasaba. Aquella noche Samuel no podría quedarse en la calle; no, si aún apreciaba en algo su mísera existencia. Agarró su cartón de vino blanco –su único equipaje y también el más llevadero- y subió calle arriba hacia el antiguo barrio de la cuidad. Éste estaba repleto de casas viejas y abandonadas, justo lo que en ese momento necesitaba; unas cuantas calles deambulando y encontraría una con fácil acceso. El único inconveniente sería que otro desventurado como él se le hubiese adelantado; hecho que no sería muy de extrañar debido a una noche como aquella. Y bien sabía Samuel que no se puede descansar cuando al otro lado de la habitación hay unos ojos observándote sin más anhelo que el de echarse sobre uno para robarte o, quién sabe, los hay incluso con sed sangre.
En una angosta y deslumbrada calle se encontraba una casa con una fachada deplorable; bastante vieja y descuidada. Se acercó a la puerta principal y la examinó, aunque estaba claro que por ahí no podría entrar. Probó suerte con la ventana que había a la derecha de ésta, y tras unos fuertes empellones consiguió abrirla. El ambiente estaba viciado y húmedo, pero por lo menos le resguardaría de la lluvia y el frio. Encendió una vela que llevaba en el bolsillo e inspeccionó la habitación; nada fuera de lo usual. Alguna silla destartalada y podrida, papeles amarillentos, cascajo y una puerta. Salió de la habitación para seguir inspeccionando la casa y comprobar si había algún otro huésped. Atravesó lo que antaño fue una cocina y una salita de estar. Una gruesa y enorme puerta abierta daba a un salón bastante lúgubre. Apenas puso un pie en la habitación cuando algo crujió bajo su zapato; lo levantó y una mancha pegajosa y amorfa quedó al descubierto. Bajó el pie torciendo el gesto y siguió andando lentamente.
Un nuevo crujido bajo sus pies.
Samuel dio una patada contra el suelo y masculló alguna maldición. Bajó la vista pero no encontró nada, salvo otra viscosa mancha en su zapato. Se dispuso a seguir examinando la habitación cuando un cosquilleo le recorrió la mano; acercó la vela a ésta y una gruesa araña marrón, con una textura áspera y de paso diligente le subió por la manga de la chaqueta. Se zafó de ella con violentos y nerviosos manotazos. El corazón le latió más deprisa, se le encogió la nuca y se le erizaron los cabellos. Miró nerviosamente hacia todas partes pero la vela apenas alumbraba nada. Pensó en tan sólo unos segundos dónde podían estar o cuantas de ellas había. Levantó la mirada y vio como otra parda araña estaba descendiendo de la pared lentamente a pocos centímetros de su cara. Se apartó rápidamente esquivando a aquella inmunda criatura.
¿Por qué ese miedo?, pensó. Tan sólo son pequeños bichos, apenas más grandes que un pulgar. Lo único que tienen es un aspecto desagradable; grotesco. Grotesco… y venenoso. Tonterías, apenas causaran una rochan con su picadura. Una pulmonía sí que es un verdadero peligro.
Se agachó y acercó la vela a la araña que había caído al suelo. La observó de cerca; realmente era desagradable, pero no debía de salir corriendo de la habitación –y mucho menos de la casa- por una criatura tan menuda e insignificante.
Sin apenas tener tiempo de reparar en ello, la araña saltó sobre su mano e incrustó sus afilados colmillos en el dorso de la mano de Samuel. Éste aplastó al insecto con su otra mano y quedó adherida por los colmillos y las vísceras aplastadas a ésta. Con violentos espasmos de un dolor lacerante y un miedo desbocado, soltó la vela e intentó salir rápidamente de la habitación. Pero el dolor y un leve mareo –mezcolanza del veneno, el susto y el vino- le hizo tambalearse y caer de espaldas contra la pared que había justo tras él. Un hormigueo recorrió todo su cuerpo; sin duda le estaba subiendo la fiebre y el batacazo contra la pared había sido más fuerte de lo que creía.
La vela, que no había extinguido su llama al caer contra el suelo, prendió algunos papeles y roña que había a su alrededor impregnando la habitación con un fulgor tenue y amarillento. Pudo ver las paredes enmohecidas y arrugadas por la humedad, todas llenas de puntos negros en movimientos circunstanciales. La llama se avivó un poco más, y la penumbrosa luz alcanzó el techo donde una masa marrón, en continuo movimiento, le hizo estremecerse y bajar la vista sobre su cuerpo entumecido. ¡Arañas! Una legión de enormes y gruesas arañas recorriendo todo su cuerpo.
Rodó por el suelo intentando aplastarlas o verse liberado de ellas de alguna manera. Se sacudió violentamente, saltó, se golpeó contra las paredes; pero una araña consiguió introducirse bajo su ropa y picarle varias veces en la espalda antes de que él pudiera aplastarla.
Corrió hacia la puerta, medio doblado por el dolor, y recorrió un largo pasillo que daba a parar a otra habitación. Al otro extremo de ésta había una puerta abierta donde se vislumbraba otro cuarto con una etérea luz blanquecina. Sin duda alguna, debía de ser la ventana por la que entró. Se dirigió presto hacia ésta cuando algo frenó su avance. Intentó zafarse de su obstáculo pero pronto se vio aún más inmovilizado. Cuando consiguió adaptar sus pupilas a la oscuridad de la habitación, vio como ésta estaba repleta de haces de luz mortecina. Intentó agarrar una con la mano, pero se le quedó fijada a ella sin poder liberarse de ninguna manera. Y cuanto más intentaba escapar de su trampa, más apresado se veía a ella.
Volvió a sentir la legión de patas invertebradas recorrer todo su cuerpo. Las sintió bajo sus cabellos, subiendo por sus piernas, aterrizando desde el techo en su cara envolviéndola de seda. Una nueva picadura tuvo lugar a escasos milímetros de su párpado derecho haciendo que su ojo se cerrara y expeliera un grito de insufrible dolor e impotencia. Tan sólo un prefacio del dolor lacerante que recorrió todo su cuerpo con un centenar de afilados colmillos profanándole la piel. Lloró lágrimas de su ojo sano –mientras estuvo sano-, y en su ojo magullado se mezclaron las lagrimas con la sangre de la perforadora herida.
Un último grito fue ahogado con la profanación de una araña que se introdujo dentro de su boca y mordió su lengua cuando él intentó expulsarla con ésta. La lengua se le inflamó rápidamente aplastando a la sacrílega contra su paladar y la glotis se le cerró impidiéndole el paso del aire. Las patas delanteras de la araña raspaban su laringe mientras con sus colmillos volvía a clavarlos una y otra vez hasta vaciar sus bolsas de veneno. El dolor era ya insoportable, y la agonía se prolongaba con cada segundo de vida que pasaba. Sus extremidades se fueron entumeciendo y su vista se tornó opaca. Fue entonces cuando paulatinamente, se fue liberando del yugo de las habitantes de la casa.

Samuel jamás hubiese imaginado que abrazaría a la muerte con tanto anhelo como en esos momentos. Su salvadora.