En lo onírico

Me llamo Varell, y soy un alma atormentada. Anido en las tinieblas durante el día, me alimento de silencio; sólo me comunico mediante mis manos –mucho más lúcidas que mi lengua-; y hace mucho que no he vuelto a ver un ser humano. Tampoco lo anhelo. Mi pétreo corazón, un fósil consumido de vida, me suplica que expurgue mi conciencia antes de ser exiliado a los confines infinitos, más allá del Espacio.
Yo he visto el Infierno; pero no como el de Dante, sino uno mucho más cruento y macabro: he visto el infierno del hombre. Horrores que hacen a las mentes sanas enloquecer. Horrores, que al igual que la enfermedad, destruyen tu olvido para que su marca quede latente en tu recuerdo como la tierra al cielo. Horrores, que no me atrevo a describir…
Cuando era joven lo vi, lo sufrí, y mi cuerpo mullido, arrastrando tras de sí una mente quebrajada, fue filtrándose por enormes grietas a un submundo donde el Sol, procedía del interior de la tierra. Vagué sin rumbo por sus anónimas cuevas y pasadizos; vi sombras con vida carentes de cuerpos sólidos; susurros de bocas invisibles; y aún más insólito, vi lo que en la Tierra, se ausencia. Allí, era donde las piedras cobraban vida, haciendo al mundo girar al son de su lánguida danza. Y pasó mucho tiempo, hasta que volví a añorar la luz del día. Me arrastré, como lo hace el gusano o la lombriz, hasta escarbar en la superficie y contemplar anonadado, aquel mundo que ya apenas recordaba. Mas cuando pasee por sus laderas y campos, descubrí que aquella tierra era desconocida para mí. No sabía cuánto tiempo había permanecido bajo tierra, o cuán lejos hubiese podido llegar; pero lo que en ese momento tenía ante mí, aquel inusitado paisaje, hacía de la poesía algo vulgar.
Y decidí permanecer en aquel mundo de ensueño, de verdes praderas, de campos de colores; bajo aquel cielo protector que nos mece al son de la eternidad. Un mundo onírico, irrepetible, pues, es la irregularidad de la tierra, lo que hace de un lugar, algo único. Y así volvieron a pasar los días, y yo me dejé arrastrar por sus valles y colinas. Durante un breve tiempo, fui feliz. Pero al igual que mis horrores más primitivos, fui reclamado por las sombras de los subterráneos, pues ellas, más que ninguna otra cosa en el mundo, me añoraban. Y aquellos seres informes, se arrastraron por la tierra tras de mí, con su lánguida e imperecedera marcha, sin otro pensamiento que el de llevarme con ellos. Pero corrí, y aunque mis enloquecidas piernas me alejaban a cada paso, sabía que era inexorable su avance. Atravesé las montañas de basalto, los campos pétreos, el bosque de árboles invertidos, las lagunas de Atal, de las que alguna vez había oído hablar … pero siempre que me detenía a recobrar mis fuerzas, distinguía sus malévolas figuras en el horizonte, con sus ojos invisibles clavados en mí. No tuve más elección que atravesar el desierto de los diez horizontes. Sabía que moriría, pero mejor aquello que volver a verme arrastrado al exilio de la luz.
Para mi consuelo, los seres de los subterráneos se detuvieron a la frontera del desierto. Me vi liberado de mis perseguidores para verme acechado por el calor del sol, el frio de la noche, y el croar de las ranas que se escondían bajo tierra, jugando con mi cordura más allá de lo inimaginable. Su carne podría darme fuerza y su sangre mitigar mi sed, pero por más que escarbaba en la abrasadora tierra, ninguna se dejó atrapar si quiera por mi mirada. Me reciclé a mí mismo durante largo tiempo hasta que al fin, al onceavo horizonte, desapareció la tostada arena para dar paso a la estepa prometedora de vida. Mis fuerzas me abandonaban; miles de manchas luminosas confundían mi mente; hacía ya mucho que caminaba a cuatro patas y dejé gran parte de mis recuerdos esparcidos por la arena. Fue entonces cuando tropecé con el primer ser vivo desde que me interné en el desierto: un anciano, de ropas humildes y espesa barba, me miraba compasivamente sin mediar palabra. Vi que entre sus manos sostenía cuidadosamente algún tipo de roedor. Le supliqué que me lo entregara para alimentar mi consumido cuerpo y saciar el hambre, que como un perro voraz, me rugía desde las entrañas. Él me habló en una lengua inconcebible y sacó de una vieja bolsa de cuero que llevaba sobre el hombro, unas hortalizas casi marchitas y escasas. Lo miré con odio, aparté con desprecio su mano con su raquítico ofrecimiento y me arrastré hacia las lindes del bosque de más allá dándole la espalda a aquel repulsivo ser.
Primero me alimenté de los hongos violetas, pues sabía de sus formidables propiedades. Cuando gané algo de fuerza, di caza a los pequeños roedores; después a las aves, y más tarde, a los extraños monos sin bello y de orejas enormes y pardas que por allí habitaban. Escuché el consejo de la Naturaleza y le hice caso. Me volví aún más depredador y salvaje de lo que había sido nunca, hasta que una espesa capa de bello negro me cubrió toda la espalda y mi barriga se iba abultando cada vez más. Fui temido durante largo tiempo, mas nadie se atrevía a cruzar aquellos paramos. Era la Criatura del bosque Ugur, y así, hice que naciera una nueva leyenda entre los hombres.
Luego el Hombre se hizo más listo y me expulsó del bosque con humo. Huí despavoridamente hasta llegar a un pueblo de hombres llamado Piedras; pero mi desnudez y mi nuevo aspecto los aterrorizaría hasta el punto de querer darme caza. Esperé pacientemente entre las sombras hasta que uno de los habitantes se alejó del resto y me abalancé sobre él hasta dejar tan solo los huevos. Luego me vestí con sus ropas y ocupé una de las casas, donde también di muerte a sus moradores. Allí permanecí oculto, dejándome ver fugazmente en contadas ocasiones, y no abandoné el pueblo hasta haberme alimentado de todos sus habitantes.
Y supongo que, al haber permanecido tanto tiempo junto a los hombres, aunque solo fuese para alimentarme de su carne, mi conciencia volvió a tomar voz propia y comencé a sentir repulsión conmigo mismo. Decidí firmemente que jamás me volvería a alimentar de una forma tan salvaje, por lo que mi peregrinaje se volvió lánguido y tortuoso por la falta de alimento. Perdí gran parte del bello que cubría mi espalda, mis dientes se achicaron y fui perdiendo volumen hasta que la piel casi rozaba los huesos. Mas mi prominente barriga, la que había crecido desde mi estancia en el desierto, no se achicó lo más mínimo. Al contrario, fui alimentando nuevamente al perro que crecía en mis extrañas con el hambre diaria, hasta que ya no pude continuar con ese lastre y me dejé abandonar a lo sombra de un gran árbol que había junto al camino. El dolor de mis entrañas aumentó considerablemente al llegar la tarde; sentía como unas invisibles garras me iban desgarrando desde dentro. Con la luz del crepúsculo las primeras gotas de sangre tiñeron mi ropa. Unas gañas aparecieron en mi vientre y arañaron la piel hasta crear un butrón suficientemente grande para dejar asomar el hocico de un perro. Luego se abrió paso a empellones y mordiscos hasta que consiguió sacar todo su cuerpo, aún palpitante con mi sangre. El animal me miró durante unos segundos y se alejó dejando tras de sí una estela de sangre. Me aferré al tronco que me sostenía aguardando la llegada de la muerte para poner fin a mi sufrimiento cuando el suelo se desprendió ante mí, y de su abismo emergieron, con su lánguido rectar, las criaturas de los subterráneos que me envolvieron con hojas y gusanos. Después me arrastraron hasta el abismo y me dejaron caer en el vacío de donde nace la nada.
De haber sabido en aquel momento que aquello me sanaría de mis heridas, jamás hubiese permitido que pusieran sus manos sobre mí. Desde entonces llevo eones vagando entre tinieblas; saliendo brevemente al exterior en las noches más oscuras, cuando la luz no hiere mi resentida visión y mi pálida piel, para así saciarme con los olores del pasado que tan gratamente, almidonan mis recuerdos y mitigan mi sufrimiento. Mi única compañía soy yo mismo, al que me escribo y prometo, que aunque fui hombre, jamás volvería a ser uno de ellos.
Pero sé que mi tiempo llega a su fin, mucho más tardío que al resto de los seres vivos, y solo espero que mi exilio del universo, se vea compensado con el olvido, que hace tiempo me arrebataron.

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