La Casa Vieja

Empezaba a llover nuevamente y el aire se enfriaba con cada minuto que pasaba. Aquella noche Samuel no podría quedarse en la calle; no, si aún apreciaba en algo su mísera existencia. Agarró su cartón de vino blanco –su único equipaje y también el más llevadero- y subió calle arriba hacia el antiguo barrio de la cuidad. Éste estaba repleto de casas viejas y abandonadas, justo lo que en ese momento necesitaba; unas cuantas calles deambulando y encontraría una con fácil acceso. El único inconveniente sería que otro desventurado como él se le hubiese adelantado; hecho que no sería muy de extrañar debido a una noche como aquella. Y bien sabía Samuel que no se puede descansar cuando al otro lado de la habitación hay unos ojos observándote sin más anhelo que el de echarse sobre uno para robarte o, quién sabe, los hay incluso con sed sangre.
En una angosta y deslumbrada calle se encontraba una casa con una fachada deplorable; bastante vieja y descuidada. Se acercó a la puerta principal y la examinó, aunque estaba claro que por ahí no podría entrar. Probó suerte con la ventana que había a la derecha de ésta, y tras unos fuertes empellones consiguió abrirla. El ambiente estaba viciado y húmedo, pero por lo menos le resguardaría de la lluvia y el frio. Encendió una vela que llevaba en el bolsillo e inspeccionó la habitación; nada fuera de lo usual. Alguna silla destartalada y podrida, papeles amarillentos, cascajo y una puerta. Salió de la habitación para seguir inspeccionando la casa y comprobar si había algún otro huésped. Atravesó lo que antaño fue una cocina y una salita de estar. Una gruesa y enorme puerta abierta daba a un salón bastante lúgubre. Apenas puso un pie en la habitación cuando algo crujió bajo su zapato; lo levantó y una mancha pegajosa y amorfa quedó al descubierto. Bajó el pie torciendo el gesto y siguió andando lentamente.
Un nuevo crujido bajo sus pies.
Samuel dio una patada contra el suelo y masculló alguna maldición. Bajó la vista pero no encontró nada, salvo otra viscosa mancha en su zapato. Se dispuso a seguir examinando la habitación cuando un cosquilleo le recorrió la mano; acercó la vela a ésta y una gruesa araña marrón, con una textura áspera y de paso diligente le subió por la manga de la chaqueta. Se zafó de ella con violentos y nerviosos manotazos. El corazón le latió más deprisa, se le encogió la nuca y se le erizaron los cabellos. Miró nerviosamente hacia todas partes pero la vela apenas alumbraba nada. Pensó en tan sólo unos segundos dónde podían estar o cuantas de ellas había. Levantó la mirada y vio como otra parda araña estaba descendiendo de la pared lentamente a pocos centímetros de su cara. Se apartó rápidamente esquivando a aquella inmunda criatura.
¿Por qué ese miedo?, pensó. Tan sólo son pequeños bichos, apenas más grandes que un pulgar. Lo único que tienen es un aspecto desagradable; grotesco. Grotesco… y venenoso. Tonterías, apenas causaran una rochan con su picadura. Una pulmonía sí que es un verdadero peligro.
Se agachó y acercó la vela a la araña que había caído al suelo. La observó de cerca; realmente era desagradable, pero no debía de salir corriendo de la habitación –y mucho menos de la casa- por una criatura tan menuda e insignificante.
Sin apenas tener tiempo de reparar en ello, la araña saltó sobre su mano e incrustó sus afilados colmillos en el dorso de la mano de Samuel. Éste aplastó al insecto con su otra mano y quedó adherida por los colmillos y las vísceras aplastadas a ésta. Con violentos espasmos de un dolor lacerante y un miedo desbocado, soltó la vela e intentó salir rápidamente de la habitación. Pero el dolor y un leve mareo –mezcolanza del veneno, el susto y el vino- le hizo tambalearse y caer de espaldas contra la pared que había justo tras él. Un hormigueo recorrió todo su cuerpo; sin duda le estaba subiendo la fiebre y el batacazo contra la pared había sido más fuerte de lo que creía.
La vela, que no había extinguido su llama al caer contra el suelo, prendió algunos papeles y roña que había a su alrededor impregnando la habitación con un fulgor tenue y amarillento. Pudo ver las paredes enmohecidas y arrugadas por la humedad, todas llenas de puntos negros en movimientos circunstanciales. La llama se avivó un poco más, y la penumbrosa luz alcanzó el techo donde una masa marrón, en continuo movimiento, le hizo estremecerse y bajar la vista sobre su cuerpo entumecido. ¡Arañas! Una legión de enormes y gruesas arañas recorriendo todo su cuerpo.
Rodó por el suelo intentando aplastarlas o verse liberado de ellas de alguna manera. Se sacudió violentamente, saltó, se golpeó contra las paredes; pero una araña consiguió introducirse bajo su ropa y picarle varias veces en la espalda antes de que él pudiera aplastarla.
Corrió hacia la puerta, medio doblado por el dolor, y recorrió un largo pasillo que daba a parar a otra habitación. Al otro extremo de ésta había una puerta abierta donde se vislumbraba otro cuarto con una etérea luz blanquecina. Sin duda alguna, debía de ser la ventana por la que entró. Se dirigió presto hacia ésta cuando algo frenó su avance. Intentó zafarse de su obstáculo pero pronto se vio aún más inmovilizado. Cuando consiguió adaptar sus pupilas a la oscuridad de la habitación, vio como ésta estaba repleta de haces de luz mortecina. Intentó agarrar una con la mano, pero se le quedó fijada a ella sin poder liberarse de ninguna manera. Y cuanto más intentaba escapar de su trampa, más apresado se veía a ella.
Volvió a sentir la legión de patas invertebradas recorrer todo su cuerpo. Las sintió bajo sus cabellos, subiendo por sus piernas, aterrizando desde el techo en su cara envolviéndola de seda. Una nueva picadura tuvo lugar a escasos milímetros de su párpado derecho haciendo que su ojo se cerrara y expeliera un grito de insufrible dolor e impotencia. Tan sólo un prefacio del dolor lacerante que recorrió todo su cuerpo con un centenar de afilados colmillos profanándole la piel. Lloró lágrimas de su ojo sano –mientras estuvo sano-, y en su ojo magullado se mezclaron las lagrimas con la sangre de la perforadora herida.
Un último grito fue ahogado con la profanación de una araña que se introdujo dentro de su boca y mordió su lengua cuando él intentó expulsarla con ésta. La lengua se le inflamó rápidamente aplastando a la sacrílega contra su paladar y la glotis se le cerró impidiéndole el paso del aire. Las patas delanteras de la araña raspaban su laringe mientras con sus colmillos volvía a clavarlos una y otra vez hasta vaciar sus bolsas de veneno. El dolor era ya insoportable, y la agonía se prolongaba con cada segundo de vida que pasaba. Sus extremidades se fueron entumeciendo y su vista se tornó opaca. Fue entonces cuando paulatinamente, se fue liberando del yugo de las habitantes de la casa.

Samuel jamás hubiese imaginado que abrazaría a la muerte con tanto anhelo como en esos momentos. Su salvadora.

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