Mi Amigo Moyo

Los gritos se elevaban por toda la casa; gritos de una voz furiosa y desenfrenada que castigaban los oídos del pequeño Mario de 6 años. El motivo de tal reprimenda fue el no haber recogido sus juguetes del suelo del salón, ¡pero es que él tenía pensado seguir jugando después de almorzar! Y tras intentar sofocar los gritos de su irascible madre y hacerle comprender sus propósitos futuros, le envió de cabeza a su habitación sin televisión ni postre.
Mario subió a su dormitorio dando un fuerte portazo al entrar en éste, y una energúmena amenaza subió por las escaleras prometiéndole una zurra como hiciera un ruido más. Mario se paseó furioso por la habitación mascullando lo injusta y estúpida que es la vida y soltando algún que otro puntapié a los muebles de en rededor. <> Se desplomó en la alfombra e intentó sofocar las lágrimas ocultando la cara tras sus manos <>.

Al principio no pudo notarlo, pero conforme se iban disipando sus ahogados gemidos y el ruido del exterior volvía a hacer presencia en su cosmos, pudo oír un “chist” que parecía reclamar su atención. Se destapó la cara y miró a su alrededor buscando el origen de su llamada. Primero miró hacia la puerta, pero ésta permanecía cerrada; seguidamente a la ventana, pero sólo se veía el cielo y tejados. Un nuevo ruido hizo que se volviera y descubriera debajo de la cama a una extraña criatura tan negra y diseminada que su piel parecía hecha de sombras; de cuerpo flaco con extremidades largas, y aún más alargadas tenía las manos y los dedos. Sus ojos eran discos grandes y blanquecinos con un lunar en el centro; una enorme y afilada sonrisa repleta de dientes y unas orejas largas y puntiagudas.
Un escalofrió recorrió la espalda de Mario y le hizo dar unos apresurados pasos hacia atrás. Pero su curiosidad –tan propia de niños y de gatos- le incitó a agacharse y acercarse lentamente hasta el extraño ser que se encontraba agazapado bajo la cama.

-¿Qué eres tú?- Preguntó el chico con aire dubitativo.
La criatura estirazó aún más su sonrisa y le respondió:
-Yo soy Moyo.
-No –se intentó corregir el chico como si fuese él quien equivocó la pregunta-, Que qué eres tú.
-Moyo –volvió a responder-. Y tú, ¿qué eres?
-¡Yo soy un niño! –Dijo Mario sorprendido por tal ignorancia.
-¡ Uniño! –Gritó la criatura.
-No –dijo el chico con cierto disgusto por la falta de comprensión de aquella cosa-, yo soy un niño, y me llamo Mario.

Moyo cambió súbitamente su semblante por uno más compasivo y alargó su larga mano para posarse sobre la del chico, pero éste la apartó rápidamente dejando la extraña mano posada en el suelo.

-¿Por qué te gritaba? –preguntó Moyo.
-¿Qué? ¡Ah, mi madre! Porque dice que me porto mal… Y me ha dejado sin postre.

Moyo se revolvió bajo la cama durante unos segundos y volvió a sacar la mano con una pelusa, ofreciéndosela con una enorme sonrisa al niño.

-¡Puag! ¡Qué asco! ¡Yo no como pelusas!

La criatura se encogió de hombros y se llevó la pelusa a la boca.

-¡Eres un cochino, Moyo! –Gritó Mario estallando en carcajadas, a las que se le unió las de la extraña criatura, con una risa aún no menos extraña de sonidos agudos y penetrantes.

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-¡Arena, le ha estado dando de comer arena al gato!
-Vaya… vaya con el niñico… -Dijo el padre de Mario haciendo aspavientos de desesperación.

Mario permanecía callado con la mirada clavada en el suelo. Él solamente quería dársela a probar por si acaso le gustaba. ¿Qué tenía eso de malo? Cosas más raras comía Moyo.

-Mario, haz el favor de mirar a tu madre a la cara mientras te habla –Dijo severamente el padre.
-Sí…
-Que en qué estabas pensando para darle de comer arena al gato –le preguntó la madre, casi haciendo rechinar los dientes.
-Pues, ¿no me dices tú que hay que probar cosas nuevas siempre? Y –continuó con su defensa más seguro de sí mismo ahora que creía tener la lógica de su parte-, ¿acaso no les vuelve loca a las plantas la tierra? ¿Eh?
-Este niño es tonto –Confesó tristemente el padre.
-¡Mario, las plantas no se comen la tierra; beben agua! ¡Y el gato no es una planta!
-Joder… -Respondió Mario cansado de tanta discusión. Respuesta que hizo que los ojos de su madre casi saltaran de sus órbitas y con un fuerte grito lo mandó a su habitación.
-¡Pos me voy! –Gritó indignado y subiendo velozmente hacia su habitación.

El niño se arrojó contra la cama y comenzó a llorar sin consuelo. Fue expurgando su dolor con lágrimas y llantos hasta que el cansancio le hizo ir cesando y sumirle en un ligero sueño. Su única consolación vino de debajo de la cama con forma de un brazo raquítico que lo meció hasta quedarse profundamente dormido.

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Los padres de Mario hablaban en la cocina sobre su hijo ahora que él estaba jugando en su habitación. La madre estaba preocupada por la conducta de su hijo; nunca salía de la casa, no tenía amigos, ahora hablaba solo y se había creado un amigo imaginario.

-A ver mujer, -intentaba consolarla el marido- ¿no ves que eso es muy propio de los niños de su edad? Además, ya veras como vuelve a hacer amigos cuando empiece la escuela.
-Pero me preocupa, –contesto la madre- me preocupa…
-Vamos, déjate de tonterías. Llama al niño para comer.

La madre subió las escaleras y avanzó lentamente por el pasillo. Desde el otro lado de la puerta del niño se escuchaba a éste riendo. Estaba contando en voz alta y hablando apresuradamente. Abrió la puerta y vio al niño tumbado en el suelo con un tablero de parchís enfrente de la cama. El niño la miró riendo.

-Vamos Mario, está la comida.
-¡Bien!

El niño se levantó y bajo las escaleras corriendo mientras la madre miraba desconcertada el tablero de juegos.

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El niño lloraba tumbado en el suelo, junto a la cama. De debajo de ésta unos enormes ojos blancuzcos le miraban fijamente sin parpados con los que pestañear.
-No es justo, Moyo. –Decía el niño entre jadeos- Que me tienen harto con tanto “Mario no hagas”, “Mario no digas”, “Mario no dejes de hacer”… ¡Y ya me tienen harto, Moyo!

La criatura alargó una mano con su enorme sonrisa y con un dedo levanto el mentón del niño, diciéndole:
-No hagas ni digas, y así, no lloraras.
-¡Oh, tú también, Moyo! ¡Tú también regañándome!
-No… -respondió tristemente la criatura.
¡Ay, Moyo! –gritó el niño afligido buscando los raquíticos brazos de aquel ser para buscar consuelo en su único amigo.
-Uniño…

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En la repisa del salón se encontraba ahora empotrado un balón de futbol. Hace unos segundos, ese lugar estaba ocupado por la foto de la boda de los padres de Mario. Mas ahora la foto se encontraba tirada en el suelo con un reguero de cristales alrededor, semejantes a los curiosos que acuden en masa al lugar del accidente.
La cabeza de Mario asomaba por el marco de la ventana sostenida por un pequeño cuerpo tambaleante. Aguardaba expectante lo que en unos segundos sería el grito de su madre al descubrir lo irreparable de la situación. Un grito, que él muy bien sabia, traería guerra.
Y así fue, pues después del grito, su madre lo agarró del brazo gritándole lo gamberro que era, mientras lo atraía hacia sí. Lo inclinó sobre su regazo con violencia, y dos golpes sordos anunciaron el dolor inminente que se extendería por sus nalgas.
-¡Te dije que te estabas ganando la zurra de tu vida! ¡Pero no me querías hacer caso!

El niño, tras los segundos de confusión que se adueñaron de su mente, fueron paulatinamente reemplazándose por el escozor de las cachetadas de su madre. Entonces perdió el uso del habla y rompió en llanto sin saber qué otras palabras podrían expresar mejor su humillación y dolor. El niño subió rápidamente las escaleras en busca del refugio que sólo era capaz de proporcionarle la quietud de su habitación. Mientras tanto, la madre recogía la foto y los cristales rotos con escurridizas lágrimas que intentaban escapar del dolor que se fraguaba dentro de su cabeza: más de pesar por el niño, que por la foto.

-¡Moyo! –Gritó el niño al cerrar la puerta de su habitación- ¡Moyo, que me ha pegado!

Se arrojó a los pies de la cama alargando los brazos bajo ésta. La criatura los agarró con ternura y le acarició el cabello. El niño se levantó violentamente y comenzó a pegarle puntapiés a sus juguetes.

-¡Los odio, a los dos! Son muy malos… no me quieren.
-Yo sí te quiero, Uniño –Contestó la criatura.
-Pero solo tú. ¡Ay, Moyo, si no fuera por ti, me iría de esta casa para siempre!

La criatura alargó los brazos invitando al niño a acercarse. Mario dio otra patada a un camión de juguete que había cerca y se sentó frente a la cama con los labios apretados mientras la criatura posaba sus manos sobre las del niño.

-Ojala se mueran –dijo Mario.
-¿Serías feliz? –preguntó la cosa. El niño no contestó; permaneció con los ojos clavados en los invisibles pensamientos y los labios apretados conteniendo los improperios.
-Si se mueren, -continuó Moyo- ¿dejarías de llorar?
-Sí… –Dijo el niño inconscientemente.

La criatura lo miró sonriendo, y dijo:

-Entonces haré que no llores más.

La extraña criatura salió de debajo de la cama dando un brinco; su cuerpo alargado de cabeza y extremidades desmesuradas se abalanzó hacia la puerta abriéndola de un golpe y corriendo insólitamente por el pasillo. Mario quedó petrificado en el suelo con la vista clavada en la puerta abierta. No podía creer lo que había dicho y menos aún lo que acababa de ocurrir. Se puso en pie lentamente, y, como si su cuerpo hubiese sido envuelto por una capa de hielo que le impedía el movimiento, fue desperezándose lentamente y apresurando cada vez más los pasos a través del pasillo. Cuando vio la mesilla que había junto a la escalera tambalearse, -indudablemente por le paso de la criatura por el lugar- sus pies ya arrancaron en un desenfrenado trote escaleras abajo. Vio a la siniestra mancha cruzar el marco de la puerta del salón, corrió aún más veloz, pero al entrar en la habitación sólo vio a su madre sentada en el sillón sosteniendo la marchitada foto de su boda entre sus manos.
El niño miró con desconcierto a su alrededor, pero no había ni el menor rastro de Moyo. La madre levantó la vista y miró con los ojos empañados a su hijo sin mediar palabra. Mario avanzó lentamente hasta ella sin dejar de mirar por cada recodo de la habitación.

-Mami, lo siento. –Dijo a modo de excusa para que no lo mandara de nuevo a su habitación. Ella lo estrechó con fuerza mientras sollozaba y también le pedía disculpas por haberle pegado, y mil cosas más a las que Mario no prestó la menor atención; pues ésta, estaba concentrada en el salón y en cada mueble que pudiera ocultar la presencia de tan enigmático ser. Pues era consiente, que desde ahora, le tocaría a él preocuparse de sus padres y su bienestar.

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