Un Granito de Arena

Apenas ha salido el sol y ya estoy saliendo de mi casa. La gente se amontona en la calle; se empujan; se pisan; ni siquiera se miran entre ellos. Sólo un murmullo ensordecedor que contamina el ya infecto aire que nos pueda quedar. El sonido de la ambulancia suena a lo lejos –también el de la policía y los bomberos-; nunca deja de sonar. Apenas llevo unos minutos en la calle y el cielo rosado por la ingente cantidad de gases de los coches queda sustituido por bloques de hormigón: el metro. Nada más rápido, siniestro e impersonal que el metro. Me pregunto cuántas personas han sido asesinadas y violadas aquí abajo. Cuánta gente ha de vivir aquí abajo, mientras los demás –los “semejantes”-, nos apartamos de ellos a 150km/h.
En el vagón nadie habla. Unos se miran de reojo; otros leen el periódico, otros observan con pasmado detenimiento la nada; hoy en día no hay nada más conciliador que ese vago pensamiento. Al fondo, un indigente duerme sobre una hilera de asientos. Huele a orín; huele a pobreza. Le miro e imagino cuándo fue el momento que dejó de ser un niño, un hombre como cualquier otro, a verse orinado y famélico, atrapado entre el metal y el cemento. El pensamiento me sume en su persona, y descubro sin asombro que su pecho no se mueve. Con el brusco frenazo de la siguiente parada, el brazo con que ocultaba su rostro cae inerte sobre el suelo descubriendo una mirada vidriosa. Ahora todos saben que está muerto. Quizás lo sabían de antes. Pero siguen pasando a su lado, subiendo y bajándose del metro, sin dedicarle un mísero pensamiento. Nadie comprueba que se pueda hacer nada; ni siquiera avisar a alguien. Me pregunto si los de la compañía lo llevarán a un hospital para que al menos sea donado a la ciencia, o lo tiraran en los oscuros raíles donde nadie se preocupa de lo que ocurra allá abajo.
Cuando vuelvo a la calle los negocios ya han subido sus persianas; la gente acarrea con las bolsas de la compra; ahora tienen algo más contundente con lo que empujar y abrirse paso. En la calzada hay una mujer atropellada; la gente se agrupa para ver la morbosa escena. Saben que impiden que le llegue el aire que tan desesperadamente necesita, pero eso no impide que se aparten. Comprendo por qué se venden tantos periódicos; casi todos están llenos de estas historias. Uno de los que se aparta, ya saciada su morbosidad, pasa junto a mí dando sorbos a su refresco de cola. Me fijo en su camiseta; no me sorprende lo que veo, pero no por eso deja de horrorizarme: el retrato de Ted Bundy lo luce con orgullo. Un asesino como aquel… ¿Por qué siente admiración? ¿Desde cuándo asesinos como aquel son alabados entre la juventud? Ya no se conforman con los imaginarios. Cada día quieren ir más allá.
Sigo al muchacho –no deliberadamente, simplemente coincidimos el camino: todos coincidimos el camino- y veo que entra en un edificio asimétrico, sin personalidad, sin alma: un instituto donde los jóvenes entran vociferando y riendo. Al principio me parece normal; cuando me acerco, la mayoría de los comentarios son peyorativos; ahora me parece aún más normal. Me detengo un momento y miro a las futuras promesas de la sociedad; apenas las reconozco, pero no me son del todo indiferentes, es tan sólo que el límite de la decencia queda un poco más atrás con cada año que pasa. Lo que más ha cambiado es el patio; no hay canicas ni comba, ni tan siquiera balones; ahora hay un juego que se ha vuelto bastante popular: acosar y degradar al más débil (según primitivos patrones) hasta arrastrarlo a un profundo complejo que le incapacitará en la vida adulta o, no menos probable, al suicidio. Me pregunto si cuando crezcan el tartamudo o el gordito, y no les parezca suficiente, ¿con quién la tomaran? Supongo, que seguirán avasallando contra los más indefensos… con clases sociales… con otros países.

Sigo mi camino, no hay nada que me retenga por más tiempo allí. Subo en un taxi, lo conduce un árabe. Durante el trayecto intento despejar mi mente mirando tras la ventanilla lo abstracta que me resulta la ciudad, pero con cada semáforo y cada stop, veo algo que me hace apartar la mirada: la gente se odia. Observo al conductor concentrado en su trayecto; a él nada le importa mi destino pero me llevará hasta él sin demora a cambio de unas míseras monedas. ¿Cuánta gente aquí le odia por su fe o cultura? En realidad, no difiera demasiado de la suya. Supongo que creer que sí son diferentes, menospreciarlos, les hace sentirse más puros; menos miserables… más seguros.
Racismo, homofobia, intolerancia, egocentrismo… Desprecio. Una enfermedad que infecta las mentes humanas y cuyas proporciones está alcanzando cuotas antes inigualadas. La mayor epidemia de la Tierra es fruto de nuestra alma. Cuando el último de nosotros esté impregnado por esa plaga que nosotros mismos hemos creado, ¿Quién podrá redimirnos de nosotros mismos?

Al fin llego a mi destino, pago al conductor con dos monedas de plata y se aleja calle abajo en busca de otro pasajero con un destino –seguramente- no menos incierto que el mío. Apenas es mediodía y el sol ya golpea con fuerza debido a la fina capa de atmosfera que nos separa del cosmos. Un fino velo que nos mantiene con vida de la incontrolable furia del universo, pero que no estamos dispuesto a mantenerlo impoluto con tal de seguir derrochando tecnología: el último juguete de la humanidad al alcance de todos. Y todos hablamos de responsabilidades; pero lo vemos como un eufemismo.
Entro al edificio que se encuentra tras de mí. Subo las angostas escaleras; en el cuarto piso oigo un recién nacido llorando: le deseo de todo corazón un mundo sano en el que criarse. Pero , que es imposible que sea ya en éste. En el sexto hay lamentos; le hacen daño a alguien. Sólo puedo esperar que no sea por mucho tiempo. Me detengo en el séptimo; golpeo la puerta hasta que me abre una mujer joven que me mira con perplejidad. Sigue tan bonita como el día de nuestra boda. A sus espaldas se encuentra un niño jugando inocentemente en la moqueta; ella me deja verlo dos veces a la semana. Sabe que a pesar de nuestras diferencias aún les quiero; que les quiero más que nada en el mundo. Saco el revolver que me vendieron en la parte trasera de una furgoneta, sin preguntarme para qué lo usaría, pues ya conocían la respuesta: les resultaba indiferente. Amartillo el arma contra aquel benévolo rostro y aprieto el gatillo; al caer contra el suelo apunto a la figura que se encontraba agazapada tras ella: abro fuego…
Oigo las sirenas a lo lejos; nunca dejan de sonar… No pido perdón ni compasión. El mundo ya no es mundo, es la materialización de la corrupción. Pero yo creo en un mundo mejor; un lugar que les habría sigo negado a estas caritativas victimas si hubiese dejado que esta corrupción del alma humana les hubiese infectado.
En este apocalipsis que nosotros mismos hemos creado, hoy he contribuido con mi granito de arena. Al menos, he salvado dos almas; las dos que más me importaban. Pero aún queda por sonar un último trueno; el que refulgirá en mi cabeza y me trasladará de un infierno a otro, no mucho más distinto de éste.

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