Las Extrañas Tierras de Karahän

He estado fuera, pero ahora he regresado. El calendario sólo marcar tres semanas desde mi partida, pero parecen haber transcurrido eones. ¿Dónde he estado? No sabría decirlo. Cómo llegué allí escapa a los límites de la comprensión humana. Sólo puedo decir que he despertado de un sueño del que no puedo juzgar si fue benévolo o todo lo contrario.

Todo ocurrió una noche en la que decidí ir al cine a última hora; al salir de allí, mi reloj marcaba las 2.30 de la madrugada. Como el cansancio ya me estaba reprimiendo opté por tomar un atajo hasta mi casa por los lugares menos frecuentados de mi barrio; y como éste es un barrio de buena casta, nada temí a la hora de aventurarme por sus angostos callejones. Cuando ya estaba bien adentrado en la Calle Ignota noté como las farolas alumbraban cada vez menos. Me di la vuelta algo inquieto por la falta de luz y sopesé la posibilidad de deshacer lo andado cuando me di cuenta de que por donde había pasado ya no estaba alumbrado. Lo achaqué a un posible fallo de la compañía eléctrica y supuse que no tardaría mucho en apagarse toda la calle. Apreté pues el paso para salir de allí lo antes posible, pero como bien había supuesto, las luces de la calle se apagaron y quedé sumido en las más oscuras tinieblas.
No puedo precisar cuanto tiempo estuve caminando por la recta e interminable calle, cuando percibí en las paredes un tenue fulgor blanquecino. Miré al horizonte y pude ver como el cielo comenzaba a clarear. Cuando la luz fue suficientemente intensa como para distinguir lo que había en mí alrededor, observé con detenimiento las paredes de la calle; éstas estaban mohosas y medio derrumbadas, no había ni una sola ventana en todo el camino y el suelo dejaba de estar asfaltado y pasaba a ser un camino de tierra y guijarros. Al volver la vista atrás comprobé con cierto pavor, que el final del camino seguía envuelto en la más tenebrosa oscuridad. Fuera lo que fuere, me veía obligado a continuar mi camino en pos de la mañana.

Así, lo que parecía no tener fin, desembocó en una ladera de extraños árboles compuestos tan sólo de tronco y raíces (dando la impresión de que hubiesen nacido boca abajo); los había de todos los tamaños: tan grandes como edificios y otro más o menos de mi estatura. Mirara a donde mirara, todo estaba compuesto por este incomprensible paisaje, que tan sólo era alterado por los dos enormes muros de piedra que componían el callejón por el que me había adentrado y que se perdían hasta el horizonte. El olor del lugar era acre y la tierra que pisaba parecía imperturbablemente húmeda, pese a que el sol apretaba con fuerza. Todo cuando me rodeaba parecía intangible, y aun así, ahí estaba.
Como allí no había nada que comer y estaba más hambriento que fatigado, decidí bajar la ladera en busca de un nuevo paisaje más provechoso para mis necesidades. Tras casi una hora de camino, divisé un pequeño valle en el que creía haber reconocido personas. Cuando al fin pude alcanzarlo me percaté de que aquellos hombres eran todos ancianos. Sus casas estaban construidas con paja, ramas y barro; algo similar a los nidos de las golondrinas. Trabajaban la tierra con un arado completamente de madera. Su cultivo estaba compuesto íntegramente de unas extrañas hortalizas semejantes a los canónigos, que por lo que pude comprobar posteriormente, eran su único alimento; mas por inverosímil que parezca, estas plantas saciaban tanto el hambre como la sed.

Estos ancianos, pese a la barrera del idioma, me acogieron con bastante regocijo en su pequeña comunidad y dejaron todos sus quehaceres el día de mi llegada para construirme una de aquellas extrañas moradas. Decidí quedarme con ellos, pues para serles sinceros, aquel lugar ofrecía una paz y armonía jamás imaginada. El alimento, aunque escaso, poseía todos los nutrientes que necesitaba mi cuerpo para vivir sanamente. Los ancianos me enseñaron a cultivar la tierra, mantener la choza, me enseñaron el infinito placer de formar parte de aquella tierra como si de un solo organismo se tratara, me indicaron caminos por los que jamás debería adentrarme, y lo más extraño, a cavar rápidamente agujeros en la tierra y cubrirme con la arena de tal forma que mi cuerpo quedase completamente sepultado y en una posición que me permitiese respirar con la menor dificultad. Y he reconocer, que la primera vez que vi al viejo Toyen -aparentemente, el más anciano de ellos- enterrarse bajo la tierra, estallé en irrefrenables carcajadas. Pero el severo semblante de los demás ancianos ante mis burlas, y el perseverante interés por Toyen en que aprendiera a enterrarme, hicieron que me estremeciera al imaginar a qué, o quién, temerían tanto como para esconderse de esa manera.
Durante mi larga estancia en aquel lugar, poco es lo que logré sacar en claro de su dialecto, pues éstos, a juzgar por su fonética en el lenguaje, parecían tener distintas cuerdas vocales a las mías. Llegué a entender que la tierra en la que me encontraba se llamaba Karahän; que ellos eran “Mohís”; algunos nombres propios como el de Toyen, Sarehïn, Ardelos; y que todos temían a los Karanos.

Una mañana en la que me encontraba arando la tierra con los ancianos, apareció –como surgido de la nada- un enorme tiburón blanco a pocos metros del cultivo. Los ancianos soltaron las herramientas y huyeron despavoridos hacia las cabañas. Yo les intenté calmar en vano –pues no entendían mi idioma- de que al no estar bajo el agua ese animal estaba muerto. Me acerqué para examinarlo más de cerca e intentar descubrir como había llegado semejante bestia a un lugar como ese. Los ancianos se deshacían en gritos, o más bien, advertencias de que no me aproximara. La piel del animal estaba reseca y el morro arrugado, con sus ojos vidriosos y oscuros clavados en la nana, y la boca, aunque cerrada, mostrando una enorme hilera de amenazantes dientes. Alargué la mano para tocar ese prominente hocico rugoso cuando los ojos de la bestia se tornaron blancos y abrió las fauces en un voraz intento de arrancarme el brazo. Me aparté rápidamente alejándome unos cuantos pasos del pez sin dar crédito a lo que veía; pero el tiburón, como si de un reptil más que de un pez se tratara, rectó rápidamente en mi dirección con una agilidad espantosa. Corrí tan aprisa como pude e intente alejarme de las chozas, pero el animal estaba ganando terreno y pronto me daría alcance. No tuve más remedio que adentrarme en el bosque de los árboles invertidos para poder zafarme de mi perseguidor. Corrí durante larga rato mientras escuchaba a mis espaldas el zigzagueante avance del tiburón. Conseguí colarme por el hueco de un arraigado árbol demasiado ceñido como para permitir la entrada del pez. Pero esto no le impidió intentar colar sus fauces por el hueco. Durante unos breves minutos -que a mi parecer duraron horas- la boca del tiburón estuvo abriéndose y cerrando con violencia llenado la abertura con un rancio olor a pescado en descomposición. Cuando desistió en su intento por devorarme, se alejó lentamente entre los árboles. Pero mi sentido común me previno de nuevos ataques, así pues, decidí aguardar en mi refugio durante unas cuantas horas.

Cuando salí, el sol se estaba ocultado y un tenue resplandor ocre bañaba el bosque. No había rastro del tiburón, ni tan siquiera de sus huellas. Emprendí el camino del que creía que era la vuelta a las chozas con la esperanza de llegar antes de que me sorprendiera la noche; pero todos mis esfuerzos fueron en vano, pues pronto reconocí que estaba perdido y las primeras estrellas ya estaban saliendo de su escondite en el firmamento.
En aquel fantasmagórico paisaje bañado por el resplandor de la luna fui haciéndome más consciente de los sonidos que me envolvían. Sonidos que las primeras noches de mi estancia en Karahän me habían desvelado en más de una ocasión por la peculiaridad de su procedencia, pero a los que ahora ya estaba acostumbrado. Así pues, debido a la monotonía de caminar durante horas por lugares tan parecidos entre sí y acostumbrar mis oídos a los susurros del silencio, percibí el inconfundible (aunque lejano recuerdo) fluir de un arroyuelo. Me dirigí con vivo interés hacia el afluente que no creía jamás que vería en semejantes lares; más cuando llegué a mi destino mi respiración se ausentó durante unos segundos –como queriendo esconderse de las terribles imágenes que divulgaban mis ojos- y quedé petrificado en el sitio sin poder apartar la mirada de las colosales criaturas que se alzaban ante mí. Enormes cefalópodos de piel viscosa y reptante; con ojos gigantes que retenían en sus pupilas la espectral luz de la luna, de colosales tentáculos sin ventosas pero alargados y agiles como las serpientes. Estaban segregando una sustancia glutinosa que se extendía por todo el valle de más abajo. Desconozco cual será el propósito de esta función, pero parecía ser, por el interés de mantenerlos todo húmedo, el nido de aquellas criaturas.
Estaba completamente convencido de que aquellos pulpos debían de ser los Karanos.
Una de esas bestias emitió un gutural y denso sonido casi melódico, algo que hizo que las demás criaturas se alteraran y me sacara del sopor que se había adueñado de mí. De repente el pulpo se abalanzó hacia donde me encontraba estirando sus enormes tentáculos. Corrí desenfrenadamente a través de aquel laberinto de arboles y perseguido ahora por una legión de tentáculos de los que no había manera de esconderse de ellos. Entonces lo recordé; hice un butrón en el suelo como me habían enseñado los ancianos y me cubrí torpemente con la tierra desechada.
No puedo describir la angustia y el sopor de escuchar el ruido sordo de aquellos temibles tentáculos palpando la tierra al mí alrededor. Creo que fue entonces cuando caí desmayado, huyendo así, de una locura irremediable. Al despertar me zafé de la tierra amontonada sobre mí he inspeccioné el lugar en busca de aquellas terribles criaturas.
Sin comida y sin nada con lo que poder orientarme, caminé durante días por aquellas extrañas tierras de las que hoy creo haber soñado. No volví a ver rastro de vida en todo mi camino y no fue hasta el amanecer del tercer día cuando encontré la aldea de los ancianos. Pero ahora, allí tampoco había rastro de vida. Las chozas estaban vacías y el huerto recolectado. Ni ropas ni utensilios de ninguna clase. Seguramente habían abandonado el lugar dándome a mí por muerto y emigrado a algún sitio más pacifico.
Ahora las tierras de Karahän me resultaron desiertas e inhóspitas. Igual que la primera vez que llegué hasta allí. Sin los Mohís no había nada en aquel lugar que reclamara mi atención; es por eso por lo que volví por el camino que me llevó hasta allí la primera vez y me adentré por las enormes pareces de la calle Ignota.

Tras un último día de camino, volví aquí, a lo que antaño llamé hogar. Regresé a mi casa he inventé una historia absurda de mi fuga. Intenté volver a hacer mi vida, pero ya es imposible. Me resulta insoportable esta existencia banal y precaria. Es por eso que estoy escribiendo estas líneas, a modo de testamento. Hoy volveré a adentrarme en la calle Ignota y regresar a mi amada tierra. Recorreré sin descanso sus hostiles bosques y laderas sin más propósito que el de reunirme con los ancianos Mohís. Los encontraré o me encontrarán a mí los Karanos, tiburones o demás amenazas desconocidas que por sus tierras acechan.
Prefiero morir alimentando a las criaturas de quimera antes que ser victima de los innumerables horrores de los que es forjador el ser humano. Sé que reniego de mi raza y que huyo de mi naturaleza, pero ¿acaso nuestros sueños no son tan tangibles como lo que llamamos realidad?
Un día los planetas y las galaxias se formaron desde lo inmaterial; hoy, regreso al seno de mi existencia.

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