La Fiesta de la Vida

Dominique Maurier se levantó a las 8.15 como todas las mañanas para barrer las escaleras del rellano y sacar los contenedores de basura a la calle. Luego se sirvió un café con media tostada untada en mantequilla y se sentó plácidamente en una destartalada hamaca a leer el periódico con la puerta de su habitación abierta, a la espera de que algún inquilino fuera en su busca para subsanar algún pormenor de los que son tan frecuentes en los edificios antiguos. Dominique llevaba a rajatabla esta rutina desde hacía ya más de cuarenta años. Era la única vida que conocía; la única que quería conocer: un onírico mundo donde él era el rey, el mecanismo que hace girar meticulosamente las aspas de un reloj ya anticuado.

El edificio sólo daba cabida para cinco viviendas. Pero Dominique era bastante exigente con quienes las podrían ocupar; no permitía parejas fuera del matrimonio, extranjeros, músicos ni a ciertas clases sociales. Pero los malos tiempos no sólo te recortan el presupuesto, sino también los principios y valores. Y la verdad es que un hombre con poco dinero no se puede costear demasiados principios. Es por eso que aquella mañana se levantó antes de su hora, agitado por el nerviosismo y la impotencia, pues no tuvo más remedio que alquilar el ático a un grupo de jóvenes que vivirían en comuna, seguramente, entre drogas y libertinaje.
Cuando llegaron con el furgón de la mudanza el anciano casero quedó sorprendido al ver que apenas descargaron muebles; unas pocas sillas, una mesa de mimbre y unos cuantos catres. Lo que sí descargaron fue una cantidad asombrosa de lo que Dominique calificó inmediatamente de basura. Se quedó inamovible apoyado en el marco del portal contemplando con los brazos cruzados y el ceño fruncido la mudanza de los nuevos inquilinos. No recibió de éstos más saludo que una inclinación de cabeza; lo que hizo que aumentara todavía más el desprecio que ya sentía por esa gente.
Pensó que lo mejor sería llamar la atención de los jóvenes y repetirles las reglas del edificio con un tono aún más severo que cuando lo hizo la primera vez, pero en ese instante entraron en el portal la familia que se alojaba en el 4º B: un hombre de mediana edad, de notable cultura y posición, su mujer, reservada y amable, y su pequeño hijo de diez años; demasiado remilgado y repelente para la aprobación del anciano. Saludaron amablemente al casero y el padre, Kassovitz, se acercó a éste para charlar un poco como hacía de costumbre. El niño le dedicó una alegre sonrisa mientras subía las escaleras con su madre, lo que le hizo comparar a tan educados inquilinos con aquellos greñosos del ático.

-¿Los nuevos? –Preguntó el señor Kassovitz.
-Sí… -respondió molesto- Los nuevos.
-Bueno, Dominique –dijo con una sonrisa-, son raritos, pero seguro que no son mala gente.

Dominique se limitó a mirarlo fijamente durante unos segundos y volvió su rigurosa mirada a la tarea de los nuevos inquilinos. Saltaba a la vista que el viejo casero estaba algo más que molesto en esos momentos.

-Eres un buen casero, estoy seguro de que sabrás dominar la situación. -Kassovitz dio unas palmadas en el hombre de su amigo y subió a su casa.


Al día siguiente, la señora Allegret –una anciana de ochenta años que vivía sola en el segundo piso con su gato Missi- se quejó a Dominique por los ruidos que salían del ático pasada la medianoche; un tenue gemido que se confundía ocasionalmente con el mundanal sonido de la calle. Pasó tanto miedo que estuvo a punto de llamar a la policía, pero resolvió que eso era competencia del casero, pues nadie más que él es el responsable de lo que ocurriera en el edificio. La queja, la primera de ese tipo que ocurría en su edificio, lo enfureció tanto que subió las escaleras hasta el ático y aporreó la puerta con ahínco. Tras unos minutos la puerta se entreabrió unos centímetros y asomó el rostro ojeroso y abatido de uno de los jóvenes.

-¿Qué pasa?
-Greñoso, no me vengas con cuentos. Abre la puerta ahora mismo.
-Que va, tío. Esta es mi casa.
-Y un….
-Lo es mientras pague el alquiler –le interrumpió.
-Con que ésas nos gastamos, ¿no? Te lo dejaré bien claro: como uno de mis inquilinos vuelva a quejarse por el ruido os pongo a ti y a tus fornicadores amigos en la calle. ¿Estamos?
-Buenas días, señor Masie –respondió el joven mientras cerraba la puerta hubiese terminado o no de hablarle el casero.
Es Señor Maurier!


La señora Allegret ya no miraba con buenos ojos a Dominique; no había quedado nada satisfecha con la simple amonestación que el viejo casero había dado a los nuevos vecinos, pues estos siguieron con esos apagados gemidos nocturnos; demasiados afligidos para ser gimoteos de placer, declaraba Allegret. Después fue el señor Bonnel -un jubilado que vivía con su esposa en el 4º A desde hacía ya más de diez años- quien de un modo tímido y servicial -como era propio de él- se dirigió al casero para confesarle que por la mirilla de su puerta había visto varias noches alternas a los nuevos inquilinos salir a la calle a horas tardías y volver a hurtadillas con varias bolsas de basura. Y había algo que le inquietaba más, desde hacía unos días había escuchado un extraño cántico que duraba todas las noches desde las 11.30 hasta las 12.00 de la noche. Estaba seguro, le dijo señalando con un dedo al ático, que esos tipejos cantaban a Satanás, o, ¿Acaso no era eso frecuente entre esos jóvenes demasiado “guais” para la vida decente?
El color del rostro de Dominique había cambiado de color notoriamente mientras el señor Bonnel le contaba todo lo que había visto. Nunca, jamás en su vida, había presenciado nada igual en su edificio. Estaba claro que algo ocurría con los nuevos inquilinos y esta vez no se limitaría a una reprimenda tras la puerta entornada.


El agente de policía hablaba con Dominique sin prestarle demasiada atención mientras revisada la jauría de papeles que estaban esparcidos por su mesa. Sin duda era frecuente que ancianas y viejos cascarrabias fueran a quejarse a la comisaria por los molestos vecinos.

-Señor Maurier, son jóvenes, es normal que den rienda suelta a su libido. Y por lo que me dice, son modositos; sólo gimen. Debería escuchar a mi mujer. Dios… parece que estén degollando un maldito cerdo.
-Pero agente -dijo Dominique algo indignado por los comentarios del policía y su negativa a ayudarle-, molestan a mis inquilinos. La señora Allegret es ya muy mayor y se asusta fácilmente. Y no son sólo los gemidos, también es esa terrible humedad que hay en todo el edificio desde hace unas semanas; jamás había ocurrido tal cosa hasta que llegaron ellos. ¿Y si me están destrozando el piso? Y esos canticos me sacan de mis casillas. No permitiré adoradores del diablo en mi edificio; vive Dios que ni a uno sólo… Y no dejan de meter y sacar basura. Sacos y sacos de basura. ¡Mierda, coño! ¡Mierda en mi edificio!
-Un gato en celo a las cinco de la madrugada también acojona lo suyo de vez en cuando, Señor Maurier. Y como ve, no nos deshacemos de los gatos de toda la ciudad por eso. También tienen derecho a rezar o cantar los que les salgan de las narices, es un derecho constitucional. Y por lo que me cuenta, su edificio ya es bastante antiguo, ¿qué esperaba, que durara siempre en buen estado?

Dominique cogió su sombrero y se levantó bruscamente del asiento sin que el agente de policía se sintiera mínimamente indignado por su salida. Tenía mucho trabajo, demasiado como para estar escuchando disputas de vecinos. Dominique no miró hacia atrás en ningún momento, no suplicaría a ese vago funcionario. Él siempre se había ocupado de sus asuntos y así debería seguir siendo. Ir hasta allí fue un error.


Al llegar al edificio, el Señor Kassovitz se encontraba en el portal fumando plácidamente. Al ver al casero, sacó el paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo. Dominique lo aceptó con una media sonrisa y le preguntó:

-¿Lorella ya te ha echado de la casa?
-Ya lo creo que sí –respondió sonriendo-. Cualquiera se queda con ella allí dentro mientras prepara la comida. No he visto mujer más enérgica y resuelta a la hora preparar la carne. No entiendo cómo el pequeño Mijaíl soporta su mal humor cada vez que ésta cocina.
-Le irá bien con las mujeres cuando crezca.

El Señor Kassovitz estalló en una carcajada.

-Bueno, Dominique, vuelvo adentro antes de que me riña por no ayudar con la mesa.

Dominique tiró su cigarrillo a la acera y se despidió de Kassovitz. Él también tendría que prepararse la comida. Algo sustancioso que le hiciera olvidar sus penas con los nuevos inquilinos. Sacó unos chuletones del refrigerador y los echó a la sartén aún tibia mientras cortaba unas zanahorias y acelgas para mezclarlas con la salsa. Puso la cacerola en el fuego y agitó el contenido con una gastada cuchara de palo. La mezcla de los olores hicieron que se le abriera la boca del estomago y salivase; pero el placer se tornó en repugnancia cuando una enorme araña marrón de patas alargadas cayó sobre su salsa, y luego otras dos sobre la carne. Quedó petrificado por la escena viendo como los insectos se iban quemando vivos sin comprender que diablos estaba ocurriendo. Al levantar la vista vio cómo una docena de peludas arañas estaban saliendo por el extractor del aire. Se apartó rápidamente y sacó de debajo del fregadero un insecticida que vació sobre el extractor y la hornilla.
Alguien gritó desde el piso de arriba, por lo que Dominique soltó el bote de insecticida y subió raudo las escaleras. Se trataba de la Señora Allegret, la escuchaba gritar tras la puerta, pero por más que el casero la llamaba, ésta no le abría. No tuvo más remedio que volver a su apartamento, coger las llaves de repuesto y volver a subir, ahora, entre jadeos. Al abrir la puerta la escena volvió a dejarle patidifuso en el umbral de la habitación sin saber cómo reaccionar. Una nauseabunda horda de peludas arañas trepaba por el costado del gato de la anciana mientras otras tantas la rodeaban y acosaban sin que el pobre animal pudiera zafarse de todas. La anciana corría desesperada entre gritos y sollozos tras el gato sin ser lo suficiente ágil para cogerlo; lo más que podía hacer por ayudar a su único compañero de piso era ir aplastando las arañas que encontraba a su paso. Tras unos segundos el gato comenzó a gemir de un modo lastimoso y sus cuartos traseros se desplomaron. En ese momento la anciana pudo atraparlo he intentó quitarle los insectos con la mano, pero éstas picaron insaciablemente la mano de la anciana. Al recuperar el uso de la razón, Dominique se quitó la camisa y se abalanzó sobre la anciana para liberarla de las arañas. La asió por un brazo y ambos salieron rápidamente del apartamento. Los gritos hicieron que todos los inquilinos salieran de sus casas. A lo lejos ya se escuchaba el ruido de la ambulancia o de la policía. Lorella y la señora Fontaine vieron a la anciana en tal mal estado que se acercaron a ella para intentar tranquilizarla, pero la señora Allegret no era consciente de nada de lo que ocurría en esos momentos a su alrededor; ni siquiera de las dolorosas picaduras de las manos, que cada vez estaban más hinchadas y oscurecidas. No, en su mente sólo había cabida para el gato moribundo que sostenía entre sus manos, con la boca abierta suplicando un poco de aire y los ojos enrojecidos y dilatados. Cuando el animal dejó de patalear, la anciana gritó desolada y lo abrazó fuertemente hasta el que el medico llegó y le administro un tranquilizante.
Dominique a penas podía creer lo que había ocurrido. Nunca había visto nada parecido; se flotaba la cara con la palma de la mano continuamente esperando despertar de aquella pesadilla. Entró en el rellano donde todos los vecinos discutían cómo era posible que semejante plaga de arañas hubiese invadido el edificio. El casero comprobó que todos los presentes habían tenido el mismo problema, aún sin llegar a las terribles dimensiones de la señora Allegret. Se preguntó si aquellos greñosos del ático también se habían visto afectados; levantó la mirada hacia lo alto de la escalera y pudo verlos asomados en la barandilla cuchicheando entre ellos, entre risitas… Al ver que el anciano les miraba con recelo, manifestaron su desdén por la situación y volvieron a entrar en el ático.
No –dijo para sí mismo el viejo casero-, claro que no. Ellos no han tenido problemas.


Dominique se levantó más tarde que de costumbre. No podía apartar de su mente la desgarradora imagen de la señora Allegret sosteniendo a su gato muerto. Jamás en su vida se había sentido tan perturbado, eran unas semanas demasiado raras; los ruidos, la intensa humedad, el olor, las arañas… Demasiado raro, se repetía para sí mismo constantemente, demasiado raro e innatural. Y toda la culpa la tenían aquellos malditos greñosos.
Cogió un caldero con agua enjabonada y salió de su apartamento para limpiar la barandilla de las escaleras. Necesitaba mantenerse ocupado, no podía quedarse parado dando rienda a su imaginación: sin duda, la mayor aliada de la preocupación. Cuando llegó al primer piso vio al pequeño Mijaíl junto a la puerta de los siniestros vecinos. Hablaban con el niño del mismo modo como lo hicieron con él el día que fue a darles la amonestación. Mijaíl sostenía una pequeña maraca con lo que parecía ser la cabeza de un pájaro muerto. Al darse cuenta de la presencia del anciano, el niño se dio la vuelta mostrándole una sonrisa a Dominique, en ese momento la puerta se cerró de golpe y el niño, al ver que le habían cerrado la puerta, se marchó desinteresadamente.
Dominique enfurecido ante lo que acababa de ocurrir, tiró el caldero de agua en el suelo y se lanzó hacia la puerta aporreándola y amenazándoles con denunciarlos si volvían a acercarse al niño, o quizás, no tuviesen tanta suerte y tuviesen que rendir cuentas con él y su escopeta. Más tarde bajó al piso del señor Kassovitz para advertirle de lo que acababa de ocurrir, pero éste le dijo que el niño ya se lo había contado y le prohibió volver a subir al rellano o hablar con ellos si se los encontraba en el pasillo. La maraca resultó ser de juguete, pero aún así, afirmó Kassovitz que era asquerosa y de muy mal gusto. Por último, antes de que se marchara Dominique, le dijo que deberían de tomar medidas con los nuevos. A lo que el casero contestó con un enérgico asentimiento de cabeza.


La señora Allegret fue dada de alta y regresó a su piso sin hacer más caso de la bienvenida que le daban sus vecinos que con leves saludos con la cabeza. Al pasar junto a Dominique, ésta lo miró con los ojos entrecerrados y apretó los labios, sin duda, para acallar las injurias que estaban a punto de nacer de su boca. Le volvió la cabeza y entró en su piso cerrando la puerta parsimoniosamente tras de sí. El viejo casero no podía reprimir la culpa de lo que le había ocurrido a la señora Allegret, pues si hubiese tomado las medidas oportunas para con los malévolos vecinos –pues quién sino ellos serían los culpables del sucedo - el gato de la anciana seguiría vivo. Pero, ¿qué medidas podría tomar? No había pruebas sostenibles de nada, y sabe Dios qué horrores se esconden tras sus paredes. Sólo podía esperar a que cumpliera el contrato de alquiler o dejaran de pagarlo.
Ocurrió que, tras varios días desde la llegada de la anciana, ningún vecino vio a ésta salir de su piso. Algunos inquilinos acudieron al casero para sembrarle la duda de si estaría bien la pobre anciana. Así que, por más que intentó ser razonable y darle un tiempo para que se recuperara de la impresión que sufrió, cogió las llaves de repuesto y subió para comprobar que no le había ocurrido nada. Tras varios minutos llamando a su puerta y no obteniendo ninguna respuesta, el casero introdujo la llave y entró en el apartamento. Todas las luces estaban apagadas y las cortinas echadas; llamó a la anciana pero no hubo respuesta, después pulsó el interruptor de la luz pero sin ningún resultado. Se dirigió a tientas hasta la ventana para poder correr las cortinas y cuando la luz amarillenta de la tarde inundó la instancia, descubrió horrorizado el cuerpo de la señora Allegret tendida en el sillón con la boca abierta y los ojos desorbitados, con un tono de piel azulado y la lengua colgado flácidamente sobre la comisura de su boca. En el suelo, junto a sus pies, encontró varios frascos de medicamentos casi vacíos y un pequeño charco de vomito sanguinolento alrededor. Intentó ahogar un grito, pero la fuerte impresión hacía que su cuerpo no respondiese a su razón. Se tapó la boca con las manos y cayó de rodillas al suelo. No podía apartar la mirada de la pobre anciana: una manifestación de dolor y sufrimiento; todos los lamentos de una vida amoldados sobre la carne muerta como la obra de arte de un enfermo mental. Las lágrimas cayeron sobre las mejillas del casero, las manos que oprimían su boca se volvieron hacia la mujer muerta en un acto de súplica. Más tarde el grito se tornó en llano; el llanto en ira. Y la única palabra inteligible que brotó entre los balbuceos del anciano fue: asesinos.

Salió rápidamente del piso de la señora Allegret. No llamó a la policía; tampoco pidió ayuda. Entró en su apartamento y sacó una vieja caja de debajo de la cama: una escopeta de repetición del calibre 12. La cargó con siete cartuchos más uno en la recama; cogió las llaves del ático y un antiguo crucifijo que besó antes de metérselo en el bolsillo. Subió las escaleras hasta el ático completamente decidido. No se encontró con ningún vecino en el rellano, todo el edificio parecía estar completamente en calma. Ya era hora de sacar la basura, se dijo.
Introdujo la llave en la cerradura de la puerta pero ésta se deslizó hacia adentro. No podía creer que esos greñosos, con tanto esmero que tenían en que nadie viera lo que había dentro, dejaran la puerta entornada. La empujó suavemente y amartilló el arma. Todo yacía en penumbra, pero la tenue luz del crepúsculo se filtraba por las cortinas desarraigadas. Había un olor insoportable y la humedad allí adentro era notablemente más intensa. Asomó la cabeza en la primera puerta que encontró: un cuarto de baño que parecía no había sido limpiado desde hacia meses; la bañera estaba obstruida y el agua negruzca se desbordaba por los bordes con un incesante goteo. Atravesó el pasillo y se dirigió directamente hacia el salón. Allí, encontró un panorama que ni el propio Dante se hubiese atrevido a imaginar ni en los peores de sus sueños. Dos de los jóvenes se encontraban tumbados en el suelo parcialmente desnudos, y parcialmente descuartizados. Avanzó lentamente por la habitación y se dirigió al dormitorio principal; una de las muchachas yacía sobre un colchón con todas sus entrañas esparcidas a un lado de éste. Caminó hacia atrás horrorizado y salió lentamente del dormitorio sin poder apartar su sobresaltada mirada de aquella pavorosa carnicería. Pues eso era realmente lo que parecía, el trabajo de un desquiciado carnicero. Pisó algo blando y viscoso y cayó de bruces contra el suelo. Éste estaba repleto de aquella siniestra casquería. Se llevó una temblorosa y ensangrentada mano a la boca como si ese acto fraguase algún orden en su mente desordenada. Una pequeña silueta se dibujó sobre la puerta del salón, Dominique recogió tembloroso el arma y apuntó hacia aquella persona.

-No dispares. –Dijo la voz familiar de Kassovitz.
-¿Qué….? ¿Qué haces aquí? ¿Qué está ocurriendo?

Kassovitz dio unos pasos hacia Dominique mientras éste bajaba el arma.

-Sí… eso me pregunto yo, Dominique. ¿Qué haces aquí?

El anciano, aún sentado en el suelo, miró a su inquilino de forma interrogante. Permaneció en silencio pensado en la pregunta. Pero no comprendía nada, no podía hacerlo en esas circunstancias. Por lo de Kassovitz, interpretando su desconcertada mirada, le dijo:

-Qué razón tenías, Dominique. ¿Sabes? Estos inquilinos tuyos, unos drogadictos y violadores, se ganaban su prima pasándoles drogas a pobres chiquillos en los patios de los institutos y las salas recreativas que suelen frecuentar. Aprovechándose de chicas indefensas, alcoholizándolas para… Los estuve siguiendo, no me mires así. Sé lo que digo.
>No, amigo, no. No les tengas lastima; no se la merecen. Quién sabe cuántas vidas hemos salvado quitándoles a ellos unas pocas. Piénsalo.
-Entonces, tu hijo… ¿por eso lo has hecho? Porque intentaron pasarle drogas a tu hijo.
-No -dijo Kassovitz -, Mijaíl subió para invitarles. Yo le mandé.
-¿Invitarles…? ¿Invitarles a qué? –Preguntó el casero más desconcertado aún, a lo que Kassovitz le respondió con una satisfactoria sonrisa:
-¡A la fiesta de la vida, por supuesto!

Dominique se levantó con cierto esfuerzo debido al dolor que le había invadido la espalda por la caída. Se apoyó sobre la escopeta, y le dijo casi suplicante:

- Kassovitz, no entiendo nada.
-Bueno, es que es complicado. Veras, cada lustro celebramos la fiesta de la vida; ésta es la mayor de las celebraciones que han existido jamás. La más natural, la que comparten todos los seres vivos sobre la Tierra. Pero los más fuertes, también los más decididos, son los que perduran en el Tiempo más que ninguna otra especie. Ahí tienes al cocodrilo, al tiburón, las ratas, las arañas… Que son el emblema de mi familia. Cada familia tiene un emblema distinto y apadrina a esa especie en particular.

-¿Quieres decirme… que las arañas fueron cosa tuya?
-Sí –Respondió orgulloso-. En la víspera de la fiesta de la vida se encierran varias arañas sin comida durante dos semanas. Bueno, arañas en mi caso. Y una semana antes de la celebración se dejan en libertad para que se puedan alimentar con la voracidad y fuerza que las caracteriza para que nos puedan trasmitir a nosotros esa misma capacidad. Para que nunca tengamos escases de estas prodigiosas arañas, las criamos en una vieja casa abandonada. Deberías ver lo que hacen con los gatos y vagabundos que entran en ella…

-¡Tú mataste a la señora Allegret!
-¡Por supuesto que no! Ellas intentaron alimentarse de su gato. Además, no había suficientes como para matar a un humano. Sólo soltamos unas pocas… Jamás hubiese deseado ningún tipo de mal para aquella anciana. Yo tenía pensado hacer la ofrenda con estos; es necesario para satisfacer a Madre Elämä y que se compadezca de nosotros.
-Blasfemo… Solo hay un dios: Nuestro Señor Jesucristo.
-Vamos, vamos, no seas inocente. ¿De verdad crees todo lo que ponen esos dudosos libros que lees? No. La Historia tiene alzhéimer. Sólo recuerda lo que puede; como quiere.

Dominique permaneció en silencio un momento mientras Kassovitz le miraba fijamente. Finalmente se atrevió a preguntarle lo que temía:

-¿Qué va a pasar ahora?
-Bueno… -Contestó Kassovitz negando con la cabeza-, realmente estoy en un aprieto. Créeme, Dominique, lo estoy pasando realmente mal. Todo esto lo hice por ti. Te quería echar una mano con esos odiosos vecinos. Pero ahora…
-No lo dudo… asesino.
-Tú eres un buen casero… Esto me entristece, te lo aseguro. Pero compréndelo, cualquiera no puede entrar en nuestro culto. Yo lo heredé únicamente por parte de Lorella; cuando entras en la familia de un miembro, también te adoptan en su religión.

Dominique se sobresaltó, pues no había pensado en Lorella hasta ahora. “No he visto mujer más enérgica y resuelta a la hora preparar la carne”.

-¿Dónde está ella? –Preguntó sobresaltado.
-Lo siento… -Dijo su fiel inquilino un momento antes de que la mujer, que había estado en la cocina destripando a otro de los jóvenes, apareciera tras de sí con un delantal teñido de rojo carmesí y le golpeara en la cabeza con un gran mazo de madera.

-Mathieu –dijo Lorella jadeante mientras se agachaba junto al anciano inconsciente-, no lo sientas. Esta gente está descompuesta por dentro. Tienen los órganos consumidos. Quién sabe las enfermedades que tendrán. Y ya no queda apenas tiempo… Piensa en Mijaíl.

Kassovitz negó tristemente con la cabeza sin apartar la mirada del viejo Dominique.

-Era un buen casero…


En la sala de estar de casa de los Kassovitz se extendía una larga mesa cubierta por un delicado mantel de seda y cubertería de plata. Los candelabros daban un toque apacible y elegante a la mesa. En el centro de ésta, un gran bulto se hallaba cubierto por un gran plástico humeante. El padre precedía la mesa con su mujer a su izquierda y su alegre hijo a la derecha. Lorella miró sonriente a su esposo indicándole que ya era la hora de cenar. Éste se levantó de su asiento y retiró el plástico que envolvía el calcinado cuerpo desnudo del anciano casero del edificio: acuclillado, con la boca completamente abierta y el cabello quemado por el intenso calor del fuego. Varios aderezos fueron colocados minuciosamente a su alrededor y sobre la espalda llevaba clavadas varias de aquellas extrañas maracas con cabezas de gorriones. El ave, uno de los animales que simbolizaban el alimento imperecedero de las especies dominantes. Kassovitz hundió el afilado cuchillo en el muslo del anciano y le ofreció un suculento trozo a su hijo, el cual, le extendió su plato con una satisfactoria sonrisa.

-Feliz fiesta de la vida, papá.

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