El Hombre Fantasma

Hace más de un año de la desaparición de mi amigo, y aclamado inventor, Frederick Daubrée, o como fue más conocido: El Hombre Fantasma.

Con motivo de esclarecer lo ocurrido aquel verano de 1893, me dispongo a relatar mi experiencia con este elogiado profesor de ciencias de la Universidad de Oxford, inventor consagrado por colegas e interesados de las ciencias, químico de renombre y experto buceador.

Quien conociera al Dr. Daubrée, sabrá sin duda que era un devoto de la biología marina y los misterios de las profundidades oceánicas. Fue esto lo que lo llevó aquel verano a pasar las vacaciones en un pueblo costero de Brighton, llamado Greenstone. Con motivo de su partida y los experimentos que realizaría en ella, me escribió, pues yo como humilde reportero del “Chronicles Today" y amigo desde la más tierna infancia, alegaba que sería el compañero más grato para sus vacaciones y el mejor ayudante y cronologista que pudiese conseguir. En la carta hacía una breve alusión a lo que podía ser el mayor invento de su vida, y un gran avance en el campo de las ciencias modernas.

Tras resolver unos cuantos asuntos en el periódico y hacer ciertos preparativos, hice la maleta y tomé un tren, al casi desconocido, pueblo de Greenstone. Éste, más propia de llamarse aldea que pueblo, era un lugar agradable y pacifico. La mayoría de los habitantes vivían de la pesca y casi todas las mujeres trabajaban de costúrelas en un pequeño taller que se encontraba junto al puerto. Cerca había una colina -aún virgen de la huella del hombre-, y los prados verdes y arboles frutales hacían de Greenstone uno de los lugares más apacibles de la Tierra.

Frederick fue a recogerme a la estación del tren; parecía inquieto por llegar pronto a la casa que había alquilado detrás del taller de costura y mostrarme en lo que había estado trabajando. Le rogué que me adelantase alguna cosa, pero él se limitaba a negar con la cabeza mientras exhibía una compasiva sonrisa y me decía: ¿De qué sirve preguntarme por dónde va el tren si éste aún está por llegar?


Durante el trayecto, me estuvo preguntando por las novedades que me habían sucedido desde la última vez que nos vimos. Y pareció alegrarse bastante cuando le conté que una hermosa mujer del bloque en el que vivía había sucumbido a mis escasos encantos y aceptado el salir conmigo a pasear o tomar unos helados. Después me recriminó el no haberla invitado, a lo que le respondí que llevaba demasiado tiempo apartado de la vida en sociedad; pues ninguna dama digna de respetar aceptaría una invitación como esa de alguien a quien acababa de conocer.

Cuando llegamos al la casa, su atención por la vida cotidiana perdió todo interés. Agarró una de mis maletas y se dirigió apresuradamente a la puerta de la entrada. Me hizo entrar, casi con un empujón, y arrojó mi maleta a un lado de la habitación. Era una sala enorme, sin duda alguna, aquella casa fue antiguamente algún almacén o refinería a la que le habían añadido unas cuantas habitaciones y una cocina. Al fondo de la enorme sala se encontraba una mesa recubierta de bártulos científicos, trajes de buzo, botellas enormes y todo tipo utensilios que me resulta imposible de describir.

Frederick me asió del brazo y me llevó junto a la mesa haciéndome sentar en una destartalada silla. Sin dejar de de sonreír y sopesando un pequeño frasco de color ámbar, me dijo:

-Esto, amigo mío, es el futuro.

Yo sólo les respondí con una mueca y las cejas arqueadas.

-Te lo explicaré. –Respondió con un claro aumento de interés- Ya sabes de mi pasión por la vida marina y cómo ésta me ha obsesionado durante años. –Aguardó un momento en silencio y continuó- Pues bien, desde que en 1878 mi colega Henry Fleuss, nos sorprendió a todos con su escafandra de goma y con su aparato de respiración autónomo, que consistía en una tanque de oxígeno del 50-60% de O2, y que suministraba a través de una cisterna de cobre cubierta por un hilo empapado de una solución de potasa cáustica, consiguió que una persona con traje de buzo aguantara 3 horas de respiración autónoma bajo el agua a una presión de más de cinco metros sin problemas.

Yo no había comprendido lo que me acababa de explicar, pero le insté para que continuara con un gesto afirmativo de cabeza. Él me miró y me dijo sin dejar su sonrisa por un segundo:

-Según el traje y el tanque de respiración de Fleuss, he descubierto cómo aumentar la autonomía de respiración bajo el agua en más de 10 horas y llegar a profundidades jamás imaginadas.
-¿Cómo? –Le pregunté sin acabar de creer en lo que había dicho.
-Con esto. –Dijo alzando el tarro que sostenía entre las manos- Un compuesto químico capaz de incrementar el nivel de oxígeno en la sangre sin que éste llegue a ser nocivo. En realidad… no es “oxígeno”. Sino una alternativa a éste. Pero viene a ser lo mismo.


Yo no acaba de comprender lo que me había mostrado. El resto de la tarde se la pasó enseñándome lo fundamental para comprender su compuesto, y cómo combinado con el tanque de oxígeno de Fleuss, llegaría a una profundidad sin precedentes en la historia de la humanidad.

A la mañana siguiente nos dirigimos con todo el equipo necesario al puerto de Greenstone. Allí realizaría Frederick su primera inmersión. Se puso el pesado traje de buzo, aseguró todas las cuerdas y cadenas que lo sumergirían, y por último, se sentó y sacó de un pequeño maletín el frasco de color ámbar. Roció generosamente el pañuelo con el compuesto, igual que se suele hacer con el éter, y estuvo aproximadamente unos cinco minutos inhalando aquella sustancia. Los ojos se le pusieron color escarlata y comenzó a jadear; yo me acerqué para prestarle ayuda pero me aseguró que era normal. Se colocó la escafandra y se sumergió en las turbias aguas del Atlántico.

Estuvo bajo el agua unas seis horas a una profundidad de siete metros. Me indicó que bajo ningún concepto izara las cadenas que le sostenían a no ser que me diera la señal; lo cual, pese a mi nerviosismo, acaté escrupulosamente. Cuando la luz comenzó a adquirir ese tono dorado del atardecer y los pescadores volvían a sus casas, Frederick me hizo la señal y lo subí tan aprisa como pude. Lo ayude a salir del agua y quitarse el traje; estaba temblando de frio y su piel blanquecida me alarmó. El insistió en que se le pasaría con algo caliente; así que regresemos a casa dónde lo arropé en exceso y serví una sopa caliente. Su aspecto fue recobrando su color natural, pero algo cambió en él. No sabría decir el qué; pero ya no era el mismo.

Los siguientes días siguieron la misma rutina: al amanecer nos dirigíamos al puerto, hacíamos los preparativos, se suministraba aquella droga –que estaba seguro de que contenía algo nocivo, aunque él se empeñara en negarlo-, se sumergía unas cuantas horas y salía más enfermo cada vez. Regresábamos a casa y me encargaba de hacer que entrara en calor y rebajar sus posteriores fiebres. A la decima mañana de los experimentos amaneció tan enfermo que no fue capaz de levantarse de la cama. Su respiración era tan cavernosa que temía que los vapores de aquel compuesto le hubiesen desgarrado el tejido pulmonar; pero a los pocos días consiguió restablecerse y fue el comienzo de la desgracia que acabaría con él.

El día que se levantó de la cama pareció hacerlo de bastante buen humor, me dijo que se tomaría unos días de reposo y volvería a su trabajo de campo en cuanto estuviese del todo curada. Un simple catarro por haber estado tanto tiempo en aguas tan fría, afirmaba él.

El primer indició de la “enfermedad” ocurrió aquel día que se levantó de la cama en el transcurso del desayuno; se le escurría de las manos la taza de té y los cubiertos continuamente, cosa que achacaba a su estado de debilidad y entumecimiento. Aquellos mismos incidentes transcurrieron en los siguientes días: en la plaza del mercado cuando compraba fruta, en su laboratorio, haciendo limpieza, jugando al ajedrez… Hasta que un día decidió seguir reposando en cama. Yo no lo molesté salvo para llevarle la comida y mudas limpias.

Un día mientras aún estaba en la cama, Frederick me llamó a gritos. Debido a lo inusual que era ese comportamiento en mi amigo me dirigí tan rápido como pude a su dormitorio. Estaba acurrucado en un rincón de la habitación completamente desnudo y llorando. Me quedé mirando sin poder reaccionar, el me miró con los ojos humeantes y dijo:

-Ayúdame… no sé que me pasa.
-¡Fred! –Grité mientras corría hacia él-. Fred, ¿Qué te ocurre?

Le intenté sostener por los hombros pero mis manos no llegaron a tocarlo. Simplemente, lo atravesé. Como si fuera una proyección, un rayo de luz con forma humana, algo que se podía ver pero no palpar. Pese al desprecio que tengo a ese termino con el que se referían a él, era como un fantasma.


No conseguí volver a ponerle la ropa, pues ésta, caía sobre su figura hasta los pies como si en ese espació regentado por él no hubiese más que el vacío. Aún más siniestro fue ver como atravesaba muebles y puertas o como se tenía que sentar en el suelo, pues ninguna cama o sofá lo retenía. El alimento fue la mayor de las preocupaciones, pues aunque lo intenté alimentar de diversas formas distintas, la comida siempre terminaba en el suelo.

Pasaron los días y no volvió a recuperar su estado normal; estaba cada vez más hambriento y desesperado, aunque como no tenía materia consistente, no parecía afectarle demasiado. Frederick mantenía la esperanza de que pronto se recuperaría y podría volver a vestirse y salir afuera; algo que cada día necesitaba más debido a su aislamiento. Pero aquella esperanza se desvaneció cuando me percaté de que parecía más bajo. Le comenté algo como: Eh, pareces más bajo sin zapatos. Miré a sus pies y vi que estos habían desaparecido bajo el suelo, él dirigió su mirada a sus pies y la levantó casi de inmediato. Se quedó mirándome horrorizado, con esa expresión de terror y desesperación que le impedía articular palabra alguna. Mis palabras de consuelo le traspasaron con la misma inutilidad que lo hacían mis manos. Creo que fue ese día el que supo que moriría, pues al día siguiente, se decidió a salir al exterior.

Aquel mismo día, antes de que Frederick saliera de la casa les comenté a los lugareños lo que había ocurrido. Todos se mostraron incrédulos y creían que se trataba de alguna treta comercial o broma. Lo cierto es que cuando Frederick salió por la puerta, una gran congregación de los habitantes del pueblo se había detenido junto a la puerta. Al verle, un hombre le gritó desvergonzado, por el hecho de no poder llevar ropa encima. A lo que todos los allí presentes se unieron a la queja; todo el clamor se disipó con el grito de una mujer que se encontraba bastante cerca de la puerta de la casa. Todo el mundo siguió con la vista lo que estaba señalando con la mano; a Frederick no se le veían los pies. Uno de ellos se acercó a él y le extendió la mano; ésta lo atravesó igual que me ocurrió a mí cuando lo intenté. Fred, que en todo momento había permanecido en silencio, dio unos pasos hacia delante y con voz clara, pero fatigada, les dijo:

-Por favor, sean comprensivos. Debido a mi accidente he quedado terriblemente lisiado; ahora creo que me queda poco tiempo, pues como ven, mi cuerpo está volviendo a la tierra de la que un día salí, sólo que me arrastra conmigo aún vivo.

No puedo subir en ningún tren o carruaje, y no me gustaría malgastar mi tiempo en un viaje que no me llevase a ninguna parte. Déjenme permanecer aquí como alguien más. Sin mirarme como un monstruo ni traer a la prensa y los curiosos. Por favor, sean compasivos con un hombre moribundo.

Todo el mundo quedó en silencio durante unos interminables segundos, hasta que alguien que se encontraba entre esa marabunta humana, dijo:

-Concedámosle a este hombre lo que parece ser su última voluntad. Que nuestras colinas y verdes prados sean su lecho de muerto. Seamos… humanos.

Todo el mundo pareció mostrarse conforme y se fueron alejando lentamente de la casa; algunos niños fueron los últimos en irse, pues no pudieron resistir la tentación de tocar a aquel fenómeno y salir corriendo gritando “He tocado al fantasma”.

Paseamos por el pueblo, nos sentemos en la orilla a contemplar el mar durante horas, fuimos al campo a ver cómo labraban la tierra y regaban los cultivos y luego volvimos a la casa; se sentó en el suelo junto a la chimenea, cuyo calor afirmaba que no sentía, pero que el consuelo de volver a ver el mundo le había reconfortado más de lo que había pensado. A la mañana siguiente el suelo le llegaba por las rodillas.

Las horas siguieron a los días, y los días fijaron su rumbo con el sol. Y cada minuto que pasaba, se iba hundiendo más en la tierra, y con cada poco que se hundía, perdía algo de vida.

La gente pareció portarse bastante bien con nosotros. Todos le daban sus bendiciones a Frederick y hacían grandes esfuerzos por no quedársele mirando. Continuamente, él me insistía en ir a pasear y sentarnos junto al puerto. Se quedaba en silencio contemplando las olas romper junto a la orilla y toda la vida que allí se conglomeraba. Cuando el suelo le llagaba hasta el pecho, en una de esas veces que estábamos junto a la orilla, y mi temor de lo que parecía inevitable que le ocurriera, le dije:

-No dejare que desaparezcas. Cabaré en la tierra lo que sea necesario; aunque me cueste toda una vida, no dejare que desaparezcas.

Él siguió en silencio con la miraba perdida en el océano. Al cabo de unos minutos, me respondió:

-¿Y cuando atraviese la corteza terrestre seguirás hasta el manto? ¿Y luego qué? ¿Hasta el núcleo?

Permanecí en silencio debido a la vergüenza que sentía por mis estúpidas palabras. Él siguió inmerso en sus pensamientos, captando cada detalle que sucedía en aquel mundo que teníamos enfrente; igual que el espectador que presta toda su atención a la obra de teatro que se representa, para cuando salga de allí, forme parte de sus pensamientos.


Cuando llegó septiembre su vida llegaba a su fin. Recuerdo la sensación de pánico que me invadía cada vez que veía como solamente su cabeza se mantenía a flote del duro suelo. Aquel atardecer, que recordare hasta el fin de mis días como el más lúgubre y funesto que jamás haya podido experimentar; me rogó que le acompañara a pasear. Fuimos hasta el campo que se encontraba al suroeste del pueblo, pues desde allí se podía contemplar a poca distancia el mar embravecido a la par que la armonía de las praderas. Me senté a su lado y le acompañé en silencio. El tiempo parecía detenerse ante aquel oleo providencial, y yo aprendí a apreciarlo con más devoción debido a la tragedia del hombre que yacía a mi lado. Únicamente fue interrumpido el graznar de las gaviotas y el silbido del viento por la voz de Frederick que se alzó desde la tierra con gran serenidad, pero repleta de tristeza.

-Es inevitable; el día llega a su fin.
-Mañana habrá otro –Le respondí.
-El mañana no nos pertenece a todos.
-Fred…
-No sabes lo que es ver el mundo, y no poder alcanzarlo…

No supe que responder a eso, así que le correspondí con el silencio.

-Has sido un buen amigo –Dijo…

Y cuando volví la vista hacía él, se desvaneció por completo. Le gritaba con toda mi alma que no lo hiciera, que aún le queda más tiempo. Y mis palabras fueron acompañadas por mis manos que desgarraban la tierra. Todo terminó repentinamente, y lo único que quedó fue el llanto por mi amigo.

Esto fue todo lo ocurrido aquel verano de 1893. Yo volví a la casa donde destruí todas las muestras y arrojé al fuego todas las notas de aquella droga perniciosa. Y las gentes del pueblo no resultaron de tan buen corazón como estimamos, pues a la mañana siguiente aquello se llenó de periodistas, curiosos y personas que se hacían llamar hombres de ciencia. Con el tiempo destruyeron al hombre que había sido y lo transformaron en un grotesco fenómeno. En una anécdota en los libros de ciencia; un monstruo en las novelas más sandias.

Yo siempre lo recordaré por lo que fue; un devoto de las ciencias, fervoroso de este planeta llamado Tierra y un fiel amigo. Recordémosle como se merece... Recordémosle por su nombre: Frederick Daubrée.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

muy buena , me ha encantado