Mi Patria Quemada

Le parecían lejanos aquellos días de sol y rutina. Cómo si sus recuerdos hubiesen sido un sueño, y ahora despierto, supiese que no conocía más que aquel infierno. Pero sus recuerdos no eran sueños; y aquellos días, no fueron lejanos. Ayer desayunó junto a su familia en la terraza de su casa, y al llegar la noche, las llamas eran las que se alimentaban de su casa.

Las calles apestaban a ceniza y pólvora. El cielo, antes azul, ahora era un manto de humo incandescente. El graznar de las aves fue sustituido por disparos y llantos; y el resonar de la campana de la iglesia, por ensordecedoras explosiones. La muerte caía a su alrededor como gotas de lluvia. Temeroso, pues qué otra cosa si no, buscó refugio entre los matorrales y los escombros con la esperanza de salir del país sin ser masacrado. Pero la huída no era sencilla, y tenía que cargar con pensamientos que no quería reconocer.

El aire estaba impregnado de ceniza; su olor era difícil de aceptar, pues ya había visto que no sólo ardían las casas y las calles, sino también los que en ellas habitaban. Cada grito de aquellos demonios de ojos azules le hacía estremecerse; más que el sonido de los disparos y las explosiones. Era el sonido de la muerte invasora. La muerte disfrazada de uniforme, carente de pensamiento racional alguno. Desprovista de humanidad, o quizás, sembrada de ella.


Levy, tras perder a su familia -padres y hermanos, amigos y compañeros-; emprendió la desesperada carreta hacia la frontera. No miró atrás, también evitó el recuerdo; pues éste sólo supuraba la herida de días felices. Sólo miró hacia adelante, donde hubiese escondrijos y refugio. Un atisbo de esperanza entre las sombras bajo el cuerpo marchito de su patria.

Y así siguió, sin más alimento que el agua teñida de rojo de los charcos y las amargas lagrimas que corrían por sus mejillas. No le importaban las magulladuras ni el hambre; el dolor que sentía le venía desde dentro. Un dolor creciente que arrastraba consigo un pensamiento enmudecido.

Los tanques pasaban a pocos centímetros de su escondrijo. El estruendo le mortificaba los oídos; y cuando éste disparaba, su pecho se acongojaba evitando el paso del oxígeno a sus pulmones. Veía como aquellas máquinas iban desgarrando el suelo de sus calles, y como los usurpadores las regaban con cadáveres.

Para ellos, tan solo era carne, pero para él; eran hermanos.
Una fría mañana, de quién sabe que día, Levy llegó a su destino. A pocos metros enfrente de él se encontraba la frontera; tan sólo unos pasos, y se reencontraría con la libertad. Miró a su alrededor comprobando que podría pasar sin peligro alguno. Y así era. Pero aquel enmudecido pensamiento que llevaba arrastrando desde que comenzó la huída, sin poder resistir un minuto más de silencio, afloró como una planta bañada por la visión de la libertad.

No. Tras la frontera no se encontraba la felicidad y tan poco la paz. La felicidad la había dejado atrás; estaba ardiendo y convirtiéndose en cenizas. Allí estaba su felicidad. Vivir lisiado de su familia no era vivir feliz, era vivir por vivir.

No podían arrebatarle su hogar ni su familia. Podían quemarla, mas no arrebatársela. Él moriría, y mezclaría sus cenizas con las de su gente. Mas no habría derrota alguna, pues él elegía su destino.

Salió de su escondite, y con paso firme, emprendió el camino de vuelta a casa.

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