La Gente Amable

La anciana salió de su casa acompañada por los primeros rayos de sol; se dirigió al mercado como todos los sábados y compró pescado, pan y algo de fruta. Luego pasó por la tienda de ultramarinos para hacerse con unas cuantas provisiones y charlar sobre algunos chismes sin importancia del barrio. Le agradaban sobremanera sus matutinas conversaciones con las vecinas y las tenderas. Cuando terminaba sus recados, la anciana gustaba de desayunar una manchada y media tostada en la cafetería de su amiga Mercedes. Sólo entonces, cuando llevaba en las bolsas todo lo necesario y oído todos los cotilleos del barrio, volvía a su casa a preparar la comida y de paso limpiarla; que aunque no estuviese sucia, no quería perder la costumbre.

Cuando llegó al portal vio que Julián no estaba barriendo las escaleras de la entrada o regando las macetas como solía hacer cada mañana. Subió hasta su piso por las escaleras, pues aunque iba cargada de bolsas nunca le agradó el ascensor. Al llegar a su pasillo vio un hombre de unos cincuenta años, muy bien vestido, con una frente prominente y algo destartalado junto a la puerta vecina. La anciana se detuvo junto a su puerta y dejó las bolsas en el suelo mientras sacaba las llaves. El hombre la miró sonriendo, a lo que ella respondió con otra sonrisa. Luego se acercó un poco a donde estaba ella y le preguntó sin dejar su cortesana sonrisa:

-Buenos días, vecina.

La anciana lo miró con algo de recelo y le respondió algo más severa:

-Buenos días.
-Señora, espero que me sepa disculpar. Hoy se suponía que podría venir a ver el 1º C pero no encuentro al portero por ninguna parte. Llevo aquí algo más de una hora y me empiezan a dar calambres en las piernas de esperar de pie.
-Oh, es muy raro que Julián descuide tanto el rellano. Supongo que le habrá surgido alguna emergencia. –Contestó la anciana intentando mostrarse comprensible- No sabía que ya habían puesto el piso en venta. No hace ni un día que se mudaron. –Meditó durante unos segundos- Pero claro, con lo cotizados que están estos pisos no me extraña en absoluto que ya haya interesados.
-Es un edificio bellísimo, ya lo creo. Espero formar parte de él algún día y tener como vecina a gente tan encantadora. –Respondió.- Muchas gracias por responderme tan amablemente. Ahora la dejó con sus quehaceres.

La anciana se sonrojó y rio tímidamente. Abrió la puerta y se detuvo un segundo en el umbral.

-No creó que Julián tarde mucho más. –Dijo - Pero si quiere usted pasar y tomar una taza de té mientras lo espera está invitado.
-Oh, no me gustaría abusar de su amabilidad.
-No es por amabilidad –le replicó-, es un acto egoísta. Así me hará compañía. –Dijo la anciana con una carcajada.
-En ese caso…

Lo invitó a pasar y le señaló una mesa con un mantel de encaje que se encontraba junto a la ventana. El hombre se sentó mientras la anciana entraba a la cocina para soltar la compra y poner agua a hervir. Le preguntó como le gustaba tomar el té, y tras unos minutos volvió a entrar en la salita con una bandeja sobre la que llevaba las dos humeantes tazas de té. El hombre le levantó y la ayudó a poner la mesa.

-Huele de maravilla. –Dijo el hombre mientras cogía un par de azucarillos.
-Y su sabor lo es aún más. –Respondió la anciana.- ¿Cuál es su nombre? Si puede saberse…
-Me llamo Camus.
-Vaya, menudo nombrecito. ¿Es de fuera?
-No –le respondió Camus con una sonrisa-. Mis padres me gastaron una broma al nacer.

La anciana soltó una sonora carcajada y extendió su mano a modo de saludo.

-Yo me llamo María. Mucho gusto.
-Encantando María.
-Espera un momento… Camus ¿no? Ahora vengo.

La anciana volvió con una caja de pastas y la dejó sobre la mesa. Camus exhibió una sonrisa de oreja a oreja y cogió una pasta.

-Mmmmm… Esto está buenísimo señora. ¿Puedo? –Preguntó Camus mientras señalaba otra pasta.
-Oh, claro que sí. Coma todas las que quiera. ¿Y a qué se dedica usted?
-Soy mediador –respondió con la boca llena-, un trabajo bastante tedioso y repetitivo. Me gusta este barrio. Espero poder vivir aquí y echar raíces de una vez.
-Mediador, vaya, como mi marido… Bueno, mi difunto marido, que en paz descase –María hizo el signo de la cruz y murmuró algo por lo bajo.
-Lo siento, ¿hace mucho que murió?
-¿Mucho? No lo sé. ¿Cómo se mide el tiempo cuando una está sola? Cuando, está encerrada en una casa, panteón de la melancolía, y su mente está más presente en el pasado que en hoy… Oh, perdone Camus, no querrá oír lamentos de viaja –respondió acompañada de una esforzada sonrisa.
-No, María, no se preocupe. ¿No tiene más familia?
-Tengo unos sobrinos que viven en otra ciudad. Hace mucho que no los veo, pero bueno, es lo que tiene vivir tan apartada.
-Lo siento, es algo triste, pero no se tiene que preocupar de eso.

María le respondió con una sonrisa y se intentó concentrar en su té para ahogar los recuerdos.

-Hace calor, ¿no? –Preguntó María- Y eso que estamos en febrero.
-Sí –Respondió Camus tras un momento-.

María soltó la pasta que tenía en la mano y exclamó un leve quejido.

-¿Le duele la barriga? –Le inquirió Camus mientras la miraba pasivamente.
-Sí, un poco. Me ha tenido que sentar mal la pasta.
-¿Las pastas? Imposible, si son exquisitas –Respondió mientras cogía otra y la saboreaba con deleite-. Yo diría que ha sido el té.
-No. No… han debido ser las pastas. ¿Por qué lo dice, no le gusta el té?
-No, el té está delicioso también. Pero el arsénico que había en el suyo le está arrebatando la vida.
-Ay… ay… que me has matado… -Dijo María con el gesto torcido- Pero si yo no te he hecho nada… ¿Por qué me has matado? Asesino… ¡Criminal!
-Yo no le he matado María, ha sido esa familia suya a la que nunca ve. Yo sólo he sido la pistola (por decirlo de algún modo), pero quién ha apretado el gatillo a sido su familia, María.
-Mis… ¿Mis sobrinos? No, has sido tú, asesino…
-Cuando muera, heredaran su casa. Y vive Dios que les hace falta el dinero. Están en un buen apuro económico. Mis honorarios saldrán de esta venta… Bueno, se hace tarde. Me voy antes de que alguien descubra el cuerpo del bueno del portero. Muchas gracias por el té y las pastas.

Camus se levantó, recogió su taza y limpió su parte de la mesa, y salió con paso diligente, pero manteniendo en todo momento la compostura. A él le resultaba todo esto indiferente. Sólo rutina; sólo dinero.

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