La Danza Afligida

Dimitri Belkin, el mejor bailarín de ballet que pisó un teatro; aclamado por el mundo entero, admirado y envidiado, siempre inspirador y nunca jamás igualado; creador de innovaciones y precursor de la danza moderna. Su estilo único e impecable, de una fuerza emocional inimaginable y bravura indiscutible hicieron de él historia. Hicieron que él fuera La Historia. Pero como toda luz que enardece en el cielo infinito; no perdura por siempre. Todo astro, tarde o temprano, acaba por extinguir su fulgor. Y eso ocurrió con Dimitri; brilló e ilumino el cielo con una luz tan radiante y esplendorosa que ahora se ha vuelto monótona. Casi insulsa. Carente de sentimiento. Sólo una técnica acertada, sin corazón, sin alma.

Su trabajo, que es su vocación, pende de un hilo. Y quitárselo, es quitarle su propia vida. Nuevos bailarines más jóvenes y apuestos que él; que han estudiando su técnica desde hace años, están a punto de sustituirlo en los carteles. Si no consigue saciar ese vacío, si su inspiración no llega a tiempo: morirá. Morirá igual que muere el ruiseñor que ya no canta, como la estrella que ya no guía, como el amante que ya no ama.

Y su amante bien amada, Irina Simkin, es una de aquellas bailarinas que está trepando por encima de él. Y que otra cosa puede hacer Dimitri, sino disimular su dolor con una mascara de felicitación. Verla triunfar es verse a él como una mancha difusa en el olvido. Su baile embraveció El Cascanueces, Don Quijote, Giselle, El Lago de los Cisnes… y ahora le arrancan esa gloria de las manos. Lo que antes era inmortal, ahora se ha tornado efímero.

Con envidia contempla a Irina. Mujer esplendorosa manifestante de amor y alegría. Sembradora de esperanza en todos los corazones; en todos menos en uno. Que aunque la dicha de ésta es hacer feliz a Dimitri, él no puedo mas que simular su alegría, para así mantenerla a ella inspirada y alborozada. Si pudiese sentir el amor de la misma forma que ella… Amor lozano, como el que sienten las jóvenes parejas enamoradas. De aquel sentimiento precoz que mira cara a cara al infinito expresándole no ser suficiente. Y no como él lo sentía: un sentimiento desgastado; usado en exceso y a la ligera, de mala manera y con cualquiera.

En una tarde otoñal, en el amplio apartamento de Irina, tuvo un sueño que le desgarró el alma. En sus sueños vio la marcha de su amada. El desconsuelo que éste le arraigaba se volvía insoportable. Sabía que la amaba más de lo que imaginaba; pero de la única forma que así lo notaba era con la ausencia que le dejaba. La miro tumbada junto a él en el lecho de seda, tan inocente y sosegada; que aún estando dormida tenía dibujado un te quiero en los labios. Le devolvió con un tierno beso aquel mudo sentimiento. Rodeó con las manos su cuello de cisne hasta que ella despertó, y luego cerró sus puños hasta que la asfixió. Sus lágrimas cayeron mezclándose con las de ella. Sintiendo el mismo ahogo en su interior; la misma agonía, el mismo pavor, el mismo desconcierto.

Con su amada en flor silenciada en su lecho, lacró sus labios con un último beso. Se desplomó a su lado, y lloró arrepintiéndose por aquel crimen cruel y narcisista. Se arrastró hasta el suelo y lentamente fue alternando su manifestado sufrimiento. En vez de lágrimas y sollozos; usó suaves movimientos en los brazos y pequeños pasos coordinados. Saltos vertiginosos y desenfrenadas cabriolas. Luego se dejó llevar por el dolor, igual que una hoja se deja arrastrar por la corriente. Aquel sufrimiento se volvió su equilibrio. El miedo y la culpa tomaron lenguaje propio haciendo uso de su cuerpo. Cada movimiento: una palabra de dolor. Pero ya no estaba bailando en una habitación hueca, sino sobre el escenario. Y ahora no sólo lo contemplaba su amante asesinada, sino una multitud entusiasmada.

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