Conversión

Conforme pasaba el tiempo, el dolor iba acrecentando. Sentía como si el brazo en el que le habían mordido estuviese ardiendo por dentro. Se le había inflamado, y el contorno de la herida estaba tomando una tonalidad purpura.

Su mujer miraba por las ventanas viendo como aquellas personas deambulaban alrededor de la casa. Estaba asustada. Pero lo que más temía era lo que le pudiese pasar a su marido; que se estaba agonizando en el sofá. Tenía mal aspecto; había empalidecido y una fina capa de sudor cubría su piel. Los labios se le estaban agrietando y un terrible hedor emergía de su boca. Pero ella prefería prestar atención a las ventanas, pues era menos aterrador aquella gente desecha y fantasmagórica, que el terrible calvario de su marido agónico.

A él le dolía el brazo. Le hervía. En su mente imaginaba la sangre que corría por el brazo convertirse en amoniaco; y que éste, se iba filtrando poco a poco por su cuerpo. Lo empezaba a notar en el estomago. Le rugía con fuerza y le arañaba las tripas; como si estuviese engendrando a un ente diabólico en su interior. La cabeza le dolía con ímpetu y un terrible pitido en sus oídos le estaba ensordeciendo.

Comenzó un leve ahogo, que gradualmente fue en aumento; notando como sus pulmones se llenaban de líquido y negaban la entrada al aire. Sus pensamientos estaban centrados en su mujer: en intentar ayudarla a impedirles la entrada a esos intrusos. Pero poco a poco, esa voz en su cabeza se iba alejando. Su mente ya no le hablaba en su misma lengua.

La mujer se estremeció al dejar de oír los lamentos de su esposo. Quedó inmóvil en la ventana unos segundos, hasta que sus piernas respondieron a la orden que le estaba enviando su cerebro. Se dirigió con paso lento hasta donde estaba su marido y le puso la mano sobre la frente. La fiebre parecía que le estaba bajando. Se alegró durante algo más de un segundo, pero algo parecía no ir bien. Acercó su oído a la boca del hombre y aguardó a la llegada del sonido de su respiración; pero éste no se presentó. Su corazón se agitó con fuerza; igual que el niño que tira apresuradamente de la manga de su madre. Aguantó la respiración e imploró al cielo que llegase el aliento a su mejilla. Y como si su suplica hubiese sido atendida, el aire llegó. Sólo que no fue como ella lo esperaba. Fue una exhalación angustiosa, acompañada de un olor nauseabundo y un lamento mortecino.

Bajó a la cocina para hacerle un té a su esposo y tomar un trago para serenar los nervios. Necesitaba evadirse del terror de perderlo.

El hombre abrió lo ojos y se quedó en silencio. Su mente estaba ausente de ideas. Lo único que era capaz de hacer: era sentir la habitación. Tragó saliva y notó en su estomago el vacío que había en él. Tenia que llenar ese hueco. Esa sensación le hizo sentirse vivo. Si no comía, no tenía motivos para moverse. No tenía motivos para vivir; y el quería vivir.
Se levantó del sofá y notó su espalda entumecida. Le dolía, pero era un dolor soportable. Bajó las escaleras exclamando una tímida queja que escapaba entre sus dientes. Los ruidos de la cocina llamaron su atención. Si había algo vivo allí, entonces se podría comer. La mujer estaba de espaldas, y al oír los débiles pasos se volvió hacia ellos. Apenas tuvo tiempo de apartarse cuando aquel cuerpo semi muerto se derrumbo sobre ella, y un olor nauseabundo abrió paso entre su piel y aquella boca profanadora.

No hubo prisa. La comió sin demora; sin pensar en nada más que en llenar el hueco que le hacia estar vivo. Al principio le costaba trabajo obtener cada bocado, pero cuando dejó de moverse todo fue distinto. La carne no sabía a nada. No la saboreaba. Sólo era materia que entraba en su boca e intentaba colmar aquella ausencia.
Llegó el momento en que parecía no necesitar más. Miraba los restos que tenia en la mano y aunque quería meterlos en la boca, no entraban ya. Entonces escuchó el ruido de afuera. Ahora parecían algo casi inteligible. Sintió empatía por las voces afligidas que plagaban la noche. Se levantó y arrastro sus inertes pies hasta la puerta. La abrió y vio aquellas espectrales figuras danzando en la oscuridad. Miradas indiferentes en unos rostros ausentes que le daban la bienvenida. Y uniendo sus pasos y su llanto al unísono de la noche; se alejaron en busca de la única cosa que les hacia sentirse aún con vida.

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