Polvo

En la noche opaca brillan las estrellas. Minúsculos puntos de luz de un Universo indiferente. Somos en el Cosmos lo que un niño de tres años intentando llamar la atención de sus padres en medio de una discusión. La expresión “no somos nada” es de lo más errónea, pues está claro que somos algo; lo que ocurre es que a nadie le importa.
Tenía sesenta años el día en que murió. Nadie le lloró, nadie le echaría de menos. Sólo fue un comentario, una curiosidad, un dato en boca de gente muda. Al menos, mudos eran para el difunto. Y éste con su muerte podría haber sido algo para alguien que le hubiese conocido mejor: la muerte es un recordatorio de lo infravalorada que es la vida.
Cuando ella murió, él sólo tenía cincuenta y nueve años. Su muerte no fue un dato, una curiosidad, pues nadie supo de su muerte mas que él mismo. La enterró en el jardín de detrás de la casa, oculto a miradas indiscretas. Secó sus manos manchadas de sangre con su mugriento delantal, y después enjugó sus mejillas con las lágrimas que se derramaron. La ira era pasajera también, y tras su marcha llegaba el remordimiento, la angustia.
Su muerte sería más lenta, más dolorosa. De sus heridas no brotó sangre, brotó llanto.
Los gusanos que había en ella satisficieron su apetito voraz. La carne de él también dio alimento. Ellos no hacían preguntas, solamente cogían lo que les pertenecía y continuaban su camino. Algún camino; no sé cuál, sólo les concierne a ellos.

Y la gente al ver la calavera de ella, pensó durante un efímero momento quién sería. Mas la tumba de él, corrió la misma suerte.

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