Los Lazos de Sangre

Tulio tenía siete años el día que su abuela fue a vivir con ellos. Le prepararon una habitación al final del pasillo; en la única habitación que no tenía ventanas y en el lado opuesto al dormitorio del niño.

Llegó una tarde de principios de verano con un vestido de seda azul marino y el cabello gris como las cenizas del incienso. Su padre iba tras ella arrastrando dos pesadas maletas arraigadas con el tiempo, pero en su semblante se podía percibir que aún más pesadas que éstas, era la mujer que avanzaba autónomamente delante de él. Tulio se encontraba jugando con sus dinosaurios de goma y sus vaqueros de plástico en un rincón del patio; al ver a la comitiva entrar en la casa se puso de pie y contempló como subían las escaleras –seguramente- hasta la habitación que había estado preparando su madre durante la mañana. Soltó su Tiranosaurio Rex de color morado y verde que sostenía en la mano y avanzó lentamente retomando el camino que había tomado aquella mujer y su padre. Se dispuso a subir las escaleras, pero frenó su avance en el primer peldaño. Unas voces bajaron tímidamente por las escaleras y Tulio se intentó concentrar para escuchar la conversación. La voz de su madre parecía preocupada y al mismo tiempo muy servicial, mientras que la de su padre tornaba un cáliz de resignación y obligada educación para con aquella mujer. La tercera voz, que nunca antes había escuchado, le pareció dulce pero firme. Sus silabas, como si de un viejo matrimonio se trataran, se entremezclaban cálidas y frías. No estaba seguro de si la mujer estaba enfadada o agradecida; pero fuera como fuere, su voz era tan profunda que era casi como si las palabras le estuviesen tocando. Mi abuela, dijo Tulio en un susurro de admiración y sorpresa.

Su padre bajó las escaleras apresuradamente; al ver al niño balanceándose un poco en la barandilla, disminuyó sus ávidos pasos para decirle que no jugara ahí y volviera al patio con sus juguetes. Dicho eso, desapareció por la puerta principal tan rápido como apareció. Tulio se aseguró de que se había marchado y aprovechó para subir unos pocos peldaños más. Ahora las voces eran más nítidas y pudo escucharles sin demasiado esfuerzo.

-Aunque sea verano –reconoció la voz de su madre-, las noches aquí arriba son frías. Si quieres, puedo sacar unas mantas del…
-Me gusta el frio. –Respondió tajantemente la voz de su abuela.
-Como gustes. Pero si tuvieses demasiado frio o cualquier cosa, lo que sea, dímelo. Me encargare de ello.
-Déjalo. Te he dicho que estoy bien –Insistió la anciana-. Luego, cuando haya descansado un poco del viaje, me gustaría salir al patio a tomar un poco el aire. He visto que tenéis un pequeño jardín allí.
-Sí, Darío se encarga de tenerlo siempre así de bonito. En cuanto llega del trabajo le dedica un buen rato a las plantas.
-Luego, cuando descanse, bajare a contemplarlo… -calló durante un segundo-. Julia, ¿puedes decirle a tu hijo que suba?

Tulio intentó bajar las escaleras a toda prisa pero sin hacer el menor ruido. Su madre apareció tras él y le llamó con cierto reproche.
-¿Qué diantres estabas haciendo ahí? Ven, te voy a presentar a tu abuela.

Lo primero que vio al entrar en el dormitorio fue la gran cama que se posaba en el centro de la habitación arropada con la penumbra, con aquella anciana posada en su lomo. Le miraba fijamente con sus pequeños ojos negros; expugnando al niño que se encontraba inmóvil en el umbral de la habitación. Tras unos segundos, la anciana pareció cobrar vida e hizo una seña para que se acercara.
-¿Cómo te llamas? –Le preguntó la anciana.
-Tulio.
-Acércate, Tulio. –Le ordenó.

El niño se acercó tímidamente, suponiendo que le daría un beso de cortesía. La anciana acercó sus labios a éste, susurrándole:
-Es de mala educación escuchar las conversaciones ajenas.
Tulio palideció por la suspicacia de aquella mujer y el temor de que le reprochara el haberles espiado. Pero el miedo pasó rápidamente cuando la mano de ésta se posó en su cabeza y acarició sus cabellos.

***


Cuando el sol estuvo remoloneando con el horizonte y la casa se tiñó de los dorados haces de luz mortecina y de las lujuriosas sombras hambrientas de la tierra; la anciana bajó hasta el patio y se acercó hasta el cuidado jardín de Darío. Se acuclilló con terrible esfuerzo sobre un lecho de petunias y dientes de león y dejó que el dulce aroma que éstas le ofrecían se internara por sus fosas nasales, trayendo consigo, mil recuerdos de épocas lejanas.

La crin del caballo, ensortijada con flores silvestres. El aceite de clavo en las puertas y ventanas. El polvo que levanta el carruaje en pos de su camino. Noches añejas, prendadas por la única esencia de la que es poseedora cada época. El aroma del laurel, en la que un día significó la posesión del mundo, tiñe ahora de recuerdos sus cansados huesos.
Pero eso fue ayer, y ha de resignarse con hoy.

Extendió una temblorosa mano bajo las flores y agarró una blanca piedra que descansaba en el regazo de las petunias. La limpió con un pañuelo y la guardó en un bolsillo de su vestido.

***


Pese a la regañina de su abuela, Tulio no pudo evitar escuchar a sus padres discutir en la cocina. Su padre estaba disgustado, era obvio. Pero su madre lo disimulaba intentando mostrarse comprensiva y razonable.

-No quiero que esté aquí, Julia. No es normal. Tenemos un niño chico. Tenemos una vida que llevar, y no es normal tenerla aquí, Julia. No es normal
-Maldita sea, ¿y qué diablos quieres que haga? Está muy enferma. Seguramente ni siquiera sobrevirará a este invierno.
-Pues que se muera… en el hospital, Julia. Que para eso están. Que esto no es una clínica ni una pensión, joder…
-Sí, claro. –Respondió Julia intentando reprimir su ira- Después de que nos pagara las letras atrasadas de la hipoteca y saldará todas nuestras deudas, la mandamos a un asilo. La abuela siempre ha cuidado de la familia, nunca ha permitido que malviviéramos ninguno de nosotros y siempre ha velado por todos.

Darío calló durante un segundo. Sólo se escuchó el traqueteo de los platos que Julia estaba fregando en aquel momento. Luego Julia añadió:
-No pasara nada. No te preocupes por Tulio.

Darío soltó algo con irritación sobre la mesa y salió de la cocina. A Tulio le dio tiempo esta vez de subir las escaleras y esconderse en el pasillo del piso superior. Se mantuvo inmóvil, procurando no hacer el menor ruido por temor de volver a ser descubierto. Tras un momento, el silencio se hizo notar, y regaló a los oídos de Tulio el privilegio de escuchar aquel suave sonido gutural procedente del final del pasillo. Se levantó y avanzó con pasos prudentes hacia la puerta de su abuela, la abrió tan sólo un poquito y percibió un olor dulzón como el de caramelo quemado. La habitación estaba completamente a oscuras y no pudo ver nada por la poca luz que invadía la habitación. Volvió a cerrarla con cuidado y regresó a la esquina del patio donde le aguardaban sus fieles amigos de plástico.


***


Como todas las tardes, un poco después del almuerzo, la abuela salió de su dormitorio y bajó hasta el patio. Por allí solía pasear, contemplar el pequeño jardín y sentarse en una destartalada hamaca sin más distracción que ver a los pájaros anidar o a las hormigas con su recolecta.

Aquella tarde Tulio estaba tomando la siesta en su dormitorio. Últimamente no descansaba bien y le costaba bastante conciliar el sueño. Tras una hora retozando en la cama, se desperezó y se asomó a la ventana para respirar el aire fresco de la clásica tarde veraniega. Cerca de la parra que había junto al jardín distinguió la silueta de su abuela. La contempló durante unos segundos y pudo apreciar que estaba comiendo algo. El hecho en particular le sorprendió, pues no la había visto en la mesa del comedor desde que llegó. Según su madre, debido a su enfermedad el apetito se había ausentado de su cuerpo.
Las manos de su abuela le temblaban de forma desmesurada mientras lamía algo blanco que sostenía con fuerza. Al principio no pudo adivinar que era. Luego le pareció que era un caramelo enorme por como lo estaba lamiendo, y tentado estuvo de bajar para pedirle que lo compartiera. Pero no pudo estar más equivocado, pues al percibir que lo que su abuela lamía con tana voracidad era una de las piedras romas del jardín, se escondió bajo el marco de la ventana. Allí permaneció sin valor siquiera para arrastrarse hasta la cama. Pero la curiosidad siempre fue una mella en su carácter. Se levantó despacio y asomó la cabeza lentamente por la ventana. Su abuela ya no estaba en la hamaca; miró alrededor sin avistar el menor rastro de la mujer. Seguro de que se había ido del patio, se puso en pie y miró por la ventana a sus anchas.
Allí estaba ella, medio oculta en la puerta del interior de la casa y mirándolo fijamente. Tulio dio un brinco apartándose de la ventana y se ocultó bajo las sabanas de la cama. ¿Ahora qué? Pensó preocupado.

***


Aquella noche, Tulio cerró la ventana como de costumbre, pues las noches seguían siendo frescas. Se tumbó en la cama y en espera del sueño, comenzó a imaginar historias fantásticas en las que él era el único protagonista. Sólo cuando estaba tumbado a oscuras en la cama era capaz de alzarse por encima de las nubes, ser la admiración incondicional de sus padres por sus grandes proezas. Darle patadas a la luna, comer pucheros de chocolate o hacerle compañía a su perro parlanchín. Pero aquella noche, sus fantasías fueron interrumpidas por el batir de alas que percibió tras la ventana. Miró a ésta desde la cama intentando vislumbrar la causa de aquel ruido. Al poco rato, volvió aquel sonido, esta vez, acompañado por una mancha oscura que cruzó por la ventana. ¡Una lechuza! Pensó. Y sustituyendo sus distracciones nocturnas por la visita de aquella ave majestuosa, se quedó dormido mirando por la ventana contemplando aquella borrosa mancha yendo y viniendo junto a su ventana.

***


A la mañana siguiente, Tulio corrió hacia la cocina por su desayuno y al ver a su madre, le gritó entusiasmo su experiencia nocturna. Julia le ordenó que se calmara y sin prestarle demasiada atención, siguió concentrada en las tostadas. Cuando el niño le habló de la lechuza, Julia soltó los cubiertos que tenía en la mano y se volvió hacia el niño estrujándose las manos.

-Tulio. ¿Tú vistes a la lechuza? –Preguntó con cierto apuro su madre.
-Sí –contestó-, bueno, no. Sí la vi, pero pasaba muy rápido.
Julia se mordió el labio inferior intentando refrenar la rabia que le producían las confusas palabras de su hijo. Pero la preocupación ahogó rápidamente cualquier sentimiento de reproche.
-¿Abriste la ventana?
-No. Tenía un poco de frio y me quedé mirándola desde la cama.
La expresión de Julia se serenó un poco, y con un tono severo, le dijo:

-Pues si vuelve a pasar no abras la ventana, ¿me oyes? Es más, no quiero que abras la ventana para nada. Por las noches no puedes salir de tu dormitorio ni para ir a hacer pis, ¿me oyes?
-Te oyo –contestó resignado.
-Te oigo –Le corrigió la madre-. Comete las tostadas.
El niño se encogió de hombros y desayunó sin decir una palabra más.

***


Cuando le tocó irse a la cama su madre le acompañó y le puso un orinal a los pies de la cama, especificándole como debía usarlo si tenía ganas. Le colocó un vaso de agua en la mesita de noche y un ventilador por si acaso tenía calor, cosa improbable, pero por si acaso. Luego se mostró un poco reacia a irse, pero finalmente le apagó la luz y cerró la puerta deseándole buenas noches.
Igual que la noche anterior, volvió la lechuza a pasar junto a su ventana. Dejó sus fantasías de lado y miró hipnotizado el curso del ave sobre el patio. Cuando sólo había realizado un par de pasadas junto a la ventana, la luz del patio se encendió ahuyentando al animal. ¡Vaya! Susurró.
La luz del patio se apagó y a los pocos minutos su madre volvió a entrar en la habitación. Se acercó a la cama del niño y le beso en la frente. A Tulio le dio la impresión de verla inquieta y le asió el brazo instintivamente. Julia dejó un crucifijo en la mesita de noche y le hizo prometer al niño que no lo quitaría de ahí. Cuando salió de la habitación y volvió apagar la luz se quedó mirando la ventana a la espera de la vuelta del ave. Pero pasó el tiempo y no hubo rastro de ella. Definitivamente, la habían espantado al encender la luz del patio. Así que volvió a sus fantasías, sólo que esta vez, solamente fue capaz de concentrarse en el chocolate. Daría lo que fuera por un poco de chocolate…

***


Antes de que el almuerzo estuviese listo, Tulio escuchó a sus padres discutir nuevamente desde la cocina. Esta vez no necesitó acercase en cuclillas, ya que el tono de voz de ambos era bastante elevado y podía oírles sin problemas desde la ventana de su dormitorio.

-¿Y cuando diablos me lo ibas a contar? –Reconoció la voz de su padre.
-Darío, por favor. Bastante tengo ya. ¿Crees que a mi no me preocupa? ¿Qué no me da miedo? Pues estas muy equivocado. Pero no podemos hacer nada, más que cuidarla.
-Julia –dijo en tono sereno su padre-, te juro que como le ponga un dedo encima…
-¡Oh! Por favor… -Le interrumpió Julia.
Te juro!... Que como se lo ponga, la mato. ¿Me escuchaste?
-Está muy enferma –replicó Julia.
-La mato. –Sentención tajantemente.

Tulio volvió con sus juguetes. Ya había escuchado suficiente. Se sentó colocándolos a su alrededor, cogió su pteranodón amarillo y lo sostuvo con expresión pensativa. Su abuela era muy especial, no había duda.

***


Cuando la noche llegó puntualmente, y el silencio habitó pasillos y habitaciones; Tulio, se despertó hambriento de chocolate, como cada noche desde hace días. Lo que daría por un poco de chocolate… Se incorporó en la cama e intentó saciar el apetito con agua. Las primeras noches dio resultado, pero el deseo de hoy era demasiado intenso, y el agua ya no era un remedio eficaz. Como continuase bebiendo mojaría la cama.
Se volvió a recostar sobre la cama y cerró los ojos. Duérmete, duérmete… Se repetía, pero estaba demasiado ansioso. Se levantó poco a poco, intentando no hacer chirriar los muelles de la cama y avanzó precariamente hasta la puerta. Si su madre se enteraba que había salido durante la noche pillaría un disgusto de aúpa. Y los juguetes… sí, seguramente se los confiscaría. Se detuvo un momento con la mano apoyada sobre el picaporte meditando si era sensato correr el riesgo. Su estomago le insistió con un quejido -semejante a como lo haría algún otro niño para que se arrojara por el tobogán- y no le quedó otra que girar el picaporte y avanzar sigilosamente por el pasillo.

Cuando llegó a la cocina vio que la luz estaba encendida y estuvo a punto de darse media vuelta y volver a la seguridad de su dormitorio. Pero el deseo era demasiado intenso ahora que se encontraba tan sólo a pocos pasos. Seguramente su madre la había dejado encendida para ahuyentar a los ladrones, o puede que incluso a la lechuza. Desechó todo pensamiento que pudiera frenar un minuto más su avance y entró en la cocina.
Allí estaba su abuela, sentada junto al poyete y con un batido de chocolate esperándole.

-¿Lo quieres? –Le preguntó al niño.

Éste abandonó el umbral y se sentó frente a ella acercándose el gran vaso con sus pequeñas manos. Su abuela le miraba fijamente sonriendo mientras el daba unos ansiosos sorbos al batido.

-¿No duermes, abuela? –Le preguntó separando sus labios del batido solamente el tiempo necesario para hacer la pregunta.
-No lo hago ahora. –Le respondió.
-¿Es porqué estás malita?
-En parte…
-Y hay algo de mí que puede hacer que te cures ¿Verdad que sí?

La anciana le miró dubitativa durante un segundo, y le contesto:

-Sí.
-Si tengo algo que haga que te pongas bien –dijo Tulio apartando el vaso vacío a un lado-, me gustaría dártelo.
-¿Lo harías? –Preguntó la anciana pesadamente.
-Sí –respondió-. Creo que sí. Sé que eres muy especial –Le dijo con una sonrisa.

La anciana sonrió a su vez.

-Si me lo dieses. Dormirías para siempre. A ti te gusta soñar, ¿a qué sí?
-Sí –respondió-, ¿y papá y mamá?
-No. Ellos tendrían que seguir despiertos.
-¿Me volvería luego especial como tú? –Le preguntó con esperanza.
-No podrías... Tan sólo dormirías.

Tulio se levantó de su asiento y lo arrastró hasta ponerlo junto al de su abuela. Volvió a trepar en él y se abrazó al brazo de la anciana apoyando la cabeza sobre su hombro.

-¿Me dolerá?
-Sí… -Respondió con un naciente temblor en la barbilla.
-Me gustan los sueños –Dijo casi susurrando y dejándose caer más sobre el hombro de su abuela.

Ella levantó despacio su cabeza y acercó sus labios a las tiernas mejillas del niño posando sobre éstas un tierno beso. Tras unos segundos, el niño la miro y le preguntó:

-¿Ya está?
-Sí. –Respondió la anciana con una sonrisa, ahora más cálida.
-No me ha dolido.
-Me alegro. Ahora ve a dormir, y sueña.

El niño se levantó, volvió a poner el taburete en su sitio, y salió lentamente de la cocina. La anciana sacó ansiosamente la piedra que guardaba en su bolsillo llevándosela a la boca. Pero su sabor áspero y amargo ya no mitigaba su sed. La arrojó con disgusto sobre el suelo y contempló sus manos temblorosas. Ahora sí la has hecho buena. Susurró.

***


Leandra.

Nada es inmortal -le dijo Madre-, pero la sangre es más esquiva que el tiempo. Se la loba que cuida su familia de corderos; pues han de ser ellos los que algún día devuelvan la fortaleza a tus huesos, y vuelvan a colorear de belleza tu cuerpo. Recuérdalo, Leandra, recuérdalo; que su vid es la misma que tu vid, y no hay nada más importante, que los lazos de sangre.

***


El silencio volvió a su escondite dejando libre la casa a los sonidos de las alondras madrugadoras. El alba lloró rocío, y las sombras se apagaron, igual que lo harían los rayos del sol al terminar el día.
Aquella noche, la Muerte estaba citada antes del alba, y no se iría de aquella casa sin cobrarse lo que legítimamente le pertenecía. Mientras el niño dormía plácidamente en su cama, y sus padres se liberaban del sopor que les asaltó por la noche; la anciana fue descubierta por la mañana, con su cuerpo retorcido en el tejado de la casa. Y aunque su cuerpo ajado, con los dedos retorcidos y el tronco contraído, testificara que sufrió terribles dolores antes de la muerte, su cara serena atestiguaba que no había mejor muerte, que morir sintiéndose querida.

Yaciendo

No pude acallar; me alimenté de tus heridas
Tú no comprendías necesidad tan impía
De esta lujuria susurrando por mis venas.
Que mama sangre; que llora vida.

Mas ahora yaces sin aliento
Con las lágrimas secándose en tus mejillas,
Con tu corazón ahora marchito,
Y yo ahogado en esta pesadilla.

Pero qué triste te veo
Tumbada en el suelo, yaciendo.
Ya nunca más sentirá mi piel
La tierna caricia de tus besos.

Ya nada sosiega mi desazón
Pues es, vida mía, la falta de tus caricias,
La que mi razón ha desmenuzado.
Y sin alma, ni vida, sólo me queda mi malicia.

¡Pero qué grotesca naturaleza la mía!
Qué horrendo es mi tormento
Pues a los monstruos nos está negada la alegría,
Y mi castigo, tu recuerdo y el remordimiento.


E intenso es mi arrepiento
Y sólo quiero quedarme a tu lado, yaciendo.
Que los cipreses nos cobijen como a los muertos
Que la hierba nos envuelva, que nos meza el viento,
Y abrazados nos quedaremos, yaciendo.
Yaciendo…

La Gente Amable

La anciana salió de su casa acompañada por los primeros rayos de sol; se dirigió al mercado como todos los sábados y compró pescado, pan y algo de fruta. Luego pasó por la tienda de ultramarinos para hacerse con unas cuantas provisiones y charlar sobre algunos chismes sin importancia del barrio. Le agradaban sobremanera sus matutinas conversaciones con las vecinas y las tenderas. Cuando terminaba sus recados, la anciana gustaba de desayunar una manchada y media tostada en la cafetería de su amiga Mercedes. Sólo entonces, cuando llevaba en las bolsas todo lo necesario y oído todos los cotilleos del barrio, volvía a su casa a preparar la comida y de paso limpiarla; que aunque no estuviese sucia, no quería perder la costumbre.

Cuando llegó al portal vio que Julián no estaba barriendo las escaleras de la entrada o regando las macetas como solía hacer cada mañana. Subió hasta su piso por las escaleras, pues aunque iba cargada de bolsas nunca le agradó el ascensor. Al llegar a su pasillo vio un hombre de unos cincuenta años, muy bien vestido, con una frente prominente y algo destartalado junto a la puerta vecina. La anciana se detuvo junto a su puerta y dejó las bolsas en el suelo mientras sacaba las llaves. El hombre la miró sonriendo, a lo que ella respondió con otra sonrisa. Luego se acercó un poco a donde estaba ella y le preguntó sin dejar su cortesana sonrisa:

-Buenos días, vecina.

La anciana lo miró con algo de recelo y le respondió algo más severa:

-Buenos días.
-Señora, espero que me sepa disculpar. Hoy se suponía que podría venir a ver el 1º C pero no encuentro al portero por ninguna parte. Llevo aquí algo más de una hora y me empiezan a dar calambres en las piernas de esperar de pie.
-Oh, es muy raro que Julián descuide tanto el rellano. Supongo que le habrá surgido alguna emergencia. –Contestó la anciana intentando mostrarse comprensible- No sabía que ya habían puesto el piso en venta. No hace ni un día que se mudaron. –Meditó durante unos segundos- Pero claro, con lo cotizados que están estos pisos no me extraña en absoluto que ya haya interesados.
-Es un edificio bellísimo, ya lo creo. Espero formar parte de él algún día y tener como vecina a gente tan encantadora. –Respondió.- Muchas gracias por responderme tan amablemente. Ahora la dejó con sus quehaceres.

La anciana se sonrojó y rio tímidamente. Abrió la puerta y se detuvo un segundo en el umbral.

-No creó que Julián tarde mucho más. –Dijo - Pero si quiere usted pasar y tomar una taza de té mientras lo espera está invitado.
-Oh, no me gustaría abusar de su amabilidad.
-No es por amabilidad –le replicó-, es un acto egoísta. Así me hará compañía. –Dijo la anciana con una carcajada.
-En ese caso…

Lo invitó a pasar y le señaló una mesa con un mantel de encaje que se encontraba junto a la ventana. El hombre se sentó mientras la anciana entraba a la cocina para soltar la compra y poner agua a hervir. Le preguntó como le gustaba tomar el té, y tras unos minutos volvió a entrar en la salita con una bandeja sobre la que llevaba las dos humeantes tazas de té. El hombre le levantó y la ayudó a poner la mesa.

-Huele de maravilla. –Dijo el hombre mientras cogía un par de azucarillos.
-Y su sabor lo es aún más. –Respondió la anciana.- ¿Cuál es su nombre? Si puede saberse…
-Me llamo Camus.
-Vaya, menudo nombrecito. ¿Es de fuera?
-No –le respondió Camus con una sonrisa-. Mis padres me gastaron una broma al nacer.

La anciana soltó una sonora carcajada y extendió su mano a modo de saludo.

-Yo me llamo María. Mucho gusto.
-Encantando María.
-Espera un momento… Camus ¿no? Ahora vengo.

La anciana volvió con una caja de pastas y la dejó sobre la mesa. Camus exhibió una sonrisa de oreja a oreja y cogió una pasta.

-Mmmmm… Esto está buenísimo señora. ¿Puedo? –Preguntó Camus mientras señalaba otra pasta.
-Oh, claro que sí. Coma todas las que quiera. ¿Y a qué se dedica usted?
-Soy mediador –respondió con la boca llena-, un trabajo bastante tedioso y repetitivo. Me gusta este barrio. Espero poder vivir aquí y echar raíces de una vez.
-Mediador, vaya, como mi marido… Bueno, mi difunto marido, que en paz descase –María hizo el signo de la cruz y murmuró algo por lo bajo.
-Lo siento, ¿hace mucho que murió?
-¿Mucho? No lo sé. ¿Cómo se mide el tiempo cuando una está sola? Cuando, está encerrada en una casa, panteón de la melancolía, y su mente está más presente en el pasado que en hoy… Oh, perdone Camus, no querrá oír lamentos de viaja –respondió acompañada de una esforzada sonrisa.
-No, María, no se preocupe. ¿No tiene más familia?
-Tengo unos sobrinos que viven en otra ciudad. Hace mucho que no los veo, pero bueno, es lo que tiene vivir tan apartada.
-Lo siento, es algo triste, pero no se tiene que preocupar de eso.

María le respondió con una sonrisa y se intentó concentrar en su té para ahogar los recuerdos.

-Hace calor, ¿no? –Preguntó María- Y eso que estamos en febrero.
-Sí –Respondió Camus tras un momento-.

María soltó la pasta que tenía en la mano y exclamó un leve quejido.

-¿Le duele la barriga? –Le inquirió Camus mientras la miraba pasivamente.
-Sí, un poco. Me ha tenido que sentar mal la pasta.
-¿Las pastas? Imposible, si son exquisitas –Respondió mientras cogía otra y la saboreaba con deleite-. Yo diría que ha sido el té.
-No. No… han debido ser las pastas. ¿Por qué lo dice, no le gusta el té?
-No, el té está delicioso también. Pero el arsénico que había en el suyo le está arrebatando la vida.
-Ay… ay… que me has matado… -Dijo María con el gesto torcido- Pero si yo no te he hecho nada… ¿Por qué me has matado? Asesino… ¡Criminal!
-Yo no le he matado María, ha sido esa familia suya a la que nunca ve. Yo sólo he sido la pistola (por decirlo de algún modo), pero quién ha apretado el gatillo a sido su familia, María.
-Mis… ¿Mis sobrinos? No, has sido tú, asesino…
-Cuando muera, heredaran su casa. Y vive Dios que les hace falta el dinero. Están en un buen apuro económico. Mis honorarios saldrán de esta venta… Bueno, se hace tarde. Me voy antes de que alguien descubra el cuerpo del bueno del portero. Muchas gracias por el té y las pastas.

Camus se levantó, recogió su taza y limpió su parte de la mesa, y salió con paso diligente, pero manteniendo en todo momento la compostura. A él le resultaba todo esto indiferente. Sólo rutina; sólo dinero.