Si no he muerto al despertar

No se sentía bien. Sabía que debería de estar muerto; nadie sobrevive a un disparo en el corazón. Pero él, iba camino de su casa arrastrándose entre los matorrales sin poder entender por qué seguía caminando. Al llegar a su casa, se dirigió rápidamente al cuarto de baño, se desabrochó la camisa y observó la herida.

Un disparo justo en el corazón, no había duda.
Se hurgó la herida pese al dolor y no desistió hasta sacar la bala de su pecho. Luego cogió una toalla y se la introdujo en la herida a modo de tapón. La agonía era atroz. Casi caía desmayado sobre el inodoro; pero consiguió sobreponerse y dirigirse a la cama. Mañana amaneceré muerto, pensó. Cerró los ojos y se dejó caer en la turbia oscuridad.

El terror se acrecentó en su interior, al despertar y comprobar que aún corría la vida sobre él. La cama era un baño de sangre, y su tez, antes rosada y esplendorosa; mostraba ahora un tono pálido y funesto. Y qué otra cosa podía pensar Jeremy, que la de haberse convertido en un ser sobrenatural. Pero no podía ser así, aún sentía el dolor en su pecho y la agonía latente que no le soltaba de la mano. ¡Prefiero morir antes que ser el fantoche de la inmunda ciencia!, gritó Jeremy para sus adentros.
Fue a la cocina con el botiquín en la mano, y derramó todas las drogas que contenía éste sobre la licuadora. Vio los polvos detergentes que usaba para lavar la ropa y los vertió también sobre el coctel. Luego las mezclo con agua, lo diluyó, y se lo tragó hasta dejar el fondo limpio.

Antes de llegar a la cama se dobló por la mitad por las nauseas que le brotaron, y haciendo gala de obstinado, se tragó el vomito antes que verlo derramado en el suelo. Volvió a la cama y esperó, por segunda vez, la llegada de la muerte y la ida a ninguna parte. Pero no hubo tal partida, y se despertó esputando espumarajos carmesíes por la boca. Esta vez se ahogaba. La agonía se materializó en forma de mil dagas sobre el pecho. Y no pudiendo soportar más aquel sufrimiento, se arrojó por la ventana sobre el camino de piedra que cruzaba bajo su ventana. Ahora todo se apagaba; el dolor se marchitaba y su mente torturada se alejaba.

Pero otra vez volvió el dolor, y con ello arrastró la vida.
Sobre el duro suelo de piedra notó como tenía el pelo enredado sobre ligeros fragmentos de algo. Una maseta, pensó, me he golpeado la cabeza con una maseta. Cuando abrió los ojos y las imágenes fueron tomando forma, vio que no había maseta alguna, sino su propia masa encefálica desparramada por el suelo. Se tocó la cabeza y notó el cerebro tibio envueltos en pequeños trozos de cabello y hueso. Entró en la casa como pudo y se vendó la cabeza. Algo incomprensible le ocurría y no podía hallar la causa.


Aquella noche, Jeremy extrajo de la caja fuerte que había tras el cuadro de su difunto padre un revolver. Lo usuaria para matar a Sir. Burstyn, y así asegurar el futuro de su empresa. Pero no hubo cabida alguna de que las cosas se torcerían, y sería él el merecedor de la sentencia del revolver.

Ahora el dolor se acrecentaba. Y con ello el malestar; las nauseas, los vahídos…
Pensó cómicamente que ahora se alimentaria de cerebros. Pero lo cierto es que el apetito le había abandonado completamente. Sólo residía en él una primitiva inclinación; y era la de la muerte. Pero cuando algo no se puede conseguir, se intenta imitar. Jeremy llamó a emergencias y dejó caer el teléfono. Se arrastró hasta la entrada y dejó abandonado su cuerpo junto al recibidor.

Al llegar la asistencia sanitaria, Jeremy evitó hacer movimiento alguno. Y procuró –con todas sus fuerzas- no hacer manifestación del dolor que sentía.

Escuchó con pavor como discutían sobre la causa de la muerte, y que tan sólo una autopsia revelaría en parte lo ocurrido. Así se vio Jeremy tendido sobre una camilla, notando como le iban abriendo en canal. Arrancándole las entrañas, mutilándolo, desgarrándolo… y él aferrado al único pensamiento de que crean que está muerto.

Y tras aquella cruenta tortura, llegó la merecida recompensa. Su cuerpo sería enterrado en el cementerio donde reposaban los restos de su noble familia y dejaría que pasara el tiempo, hasta que éste creyera oportuno darle muerte y no seguir castigándolo con la vida donde no la debe haber jamás.

Caer Sobre el Cielo

Aquella mañana, el cielo amaneció rojo. La gente al verlo; enloqueció. Yo me quedé encerrado en casa; prudente de no acercarme a aquella gente. Pero al llegar el medio día, la situación empeoró. La primera sensación fue de ligereza. Lo cierto es que fue una sensación agradable; pero cuando el lápiz que tenía sobre la mesa subió al techo, no pude evitar gritar por la sorpresa. Me asomé a la ventana, y el cielo se estaba destiñendo de aquel color rojizo. Entonces me invadió una sensación de vértigo, pues casi creí que caería por la ventana.

La cerré tan aprisa como pude y en ese momento vi al primero. Un hombre se alzó entre los edificios y subió de la misma forma que alguien caería. Se podría decir, que cayó hacia arriba. Y seguido de éste, cayó otro más, y otro, y otro… y el cielo se llenó de hombres.

Fue entonces cuando yo también me despegué del suelo y me estrellé contra el techo. Y mi fin, al igual que aquellos infelices que se encontraban en la calle, pasó rozando ante mí; pues casi fui aplastado por el escritorio y los demás muebles menudos que había alrededor.

El resto del día lo pasé en la esquina de la pared. Temeroso de moverme por si se agrietaba el techó y también caía al vacío. Dejé que se me entumecieran las piernas y la espalda, e hice, lo que no hacía en mucho tiempo; rezar.

Por fortuna, llegó la noche, y pude dejar de ver aquel cielo de calles pavimentadas y casas boca abajo. Y tranquilizado un poco por dejar de contemplar aquella locura, pude escuchar el agudo sonido del hambre que me reclamaba. Caminé con cautela sobre el techo y esquivé cuidadosamente los muebles que había por allí desparramados. Me dirigí a la cocina como pude, pero me detuve en el umbral de la puerta. El techo de la cocina no pudo resistir la caída del frigorífico y desapareció con él. El pánico se hizo presa de mí, y retrocedí cautelosamente.

Volví a mi rincón donde me sentía seguro y pasé la noche procurando moverme lo menos posible.

A la mañana siguiente todo seguía igual. Me levanté y me asomé a la ventana. El suelo de cielo. El cielo; de suelo. Abrí la ventana, y me costó un poco. Una fina capa de óxido había florecido en la ventana. La única explicación lógica que pude encontrar a aquella anomalía, era el aumento de oxígeno en el aire. Y por lo que sabía, el oxígeno es un gas corrosivo. Si aumentaba más del veintiuno por ciento en el aire, moriría envenenado. Pero eso no tenía sentido, no con tanta rapidez. Aunque, ¿a caso lo tenía algo de todo aquello?

Regresé a la cocina, y el óxido había cubierto gran parte de los electrodomésticos y el fregadero. Cerré la puerta de la cocina y volví a mi rincón.


Aquí sentado llevo desde esta mañana, viendo aterrado como la ventana se vuelve naranja, y notando como la mente se eleva paulatinamente, igual que el resto del mundo. Lo que hare, será tirar esta silla por la ventana, y seguidamente arrojarme a la inmensidad del firmamento. Desde hace unas horas, lo imagino con anhelo. Deseo salir de este mundo que se me escapa de las manos, que ya nada puedo controlar ni comprender; y dejarme caer. Caer sobre el cielo… donde habitan los sueños.